sábado, diciembre 26, 2020

"El pastor", de Jonathan Cenzual Burley

Si existe un título cinematográfico emblemático para las fechas navideñas, ese es sin duda "Qué bello es vivir" de Frank Capra. En esa película se retrata la lucha de un hombre integro y honesto, George Bailey (James Stewart), un idealista capaz de renunciar a sus sueños para combatir los abusos de un malvado ricachón de folletín decimonónico, el señor (tal cual) Harry Potter (Lionel Barrymore), un Mr. Scrooge sin fantasma que lo enderece, de insaciable apetito inmobiliario. Sí, en los años cuarenta el capitalismo salvaje ya hacía temblar las hipotecas del pueblo llano, la clase trabajadora golpeada sin piedad por los embates de especuladores urbanísticos sin escrúpulos.

La Armuña, comarca donde habito, no presenta de entrada grandes similitudes con el ficticio pueblo de Bedford Falls donde Capra rodó su inmortal drama de profundo carácter religioso, pero determinados paralelismos argumentales con "El pastor" de Jonathan Cenzual pueden ser excusa propicia para apuntar, una vez más, que el mundo es un pañuelo. En "El pastor", Anselmo (Miguel Martín) vive en una casa dotada de escasas comodidades, en medio del secano raso del campo armuñés, cuidando de sus ovejas en soledad: el buen salvaje, en el sentido planteado en la obra de Jean Jacques Rosseau y, por tanto, un ser pacífico, recto en su moral y, por supuesto, incorrupto. E incorruptible. La parcela desde la que contempla los espectaculares amaneceres y atardeceres que tiñen de colores vivos (la fotografía de la película es fantástica, revelando a un autor con excelente ojo de cineasta) los cielos que nos cubren, se convierte en objetivo de una constructora de bloques de chalets adosados, ese horror moderno (mi retina está acostumbrada a pasear por calles de un pueblo medieval donde cada casa es distinta de la siguiente, aun más, donde cada ventana de cada casa era distinta de cualquier otra de las ventanas de la misma casa) de uniformidad rentable: queremos su terreno para hacer una pista de pádel, le sueltan tan ufanos al pastor, absortos en su estupidez de mediocridad contemporánea. Anselmo contesta que no, inmune a la avaricia, y se despliega el conflicto en la pantalla, cuando, ante la negativa rotunda del pastor, sólo debería existir el sinflicto (le tomo ese genial sustantivo a Leonardo Padura).

En "Qué bello es vivir", la tragedia vital que lleva a George Bailey a acariciar tendencias suicidas alcanza un punto de inflexión cuando éste se lanza desde un puente a las heladas aguas (aguas bíblicas) del río de Bedford Falls para salvar al ángel que vino a salvarlo a él y a terminar de redactar una parábola de santos modernos volcados en el amor al prójimo y faltos de codicia. Anselmo también se tira a un pozo para rescatar al niño que se ha caído bordeando la seguridad incierta del brocal. Sin embargo, rescatar a ese angelito de su ahogamiento le sirve únicamente para llevarse una hostia (nada bíblica) del padre. Porque estos campos castellanos (la madre en otros tiempos fecunda en capitanes, madrastra es hoy de humildes ganapanes: Antonio Machado bien lo sabía) no dejan entrever la posibilidad de un final hollywoodiense, y estos asuntos de fincas, lindes y heredades (Jonathan Cenzual, con el que tengo orígenes comunes en el más bello pueblo de la Sierra de Francia también, sin duda, lo ha de saber) pueden acabar como el rosario de la aurora: de Frank Capra a Sam Peckinpah, para que me entiendan en términos de ética y estética del celuloide, aunque el sello que coloca Jonathan Cenzual es de nombre propio y certero. Gran película.

lunes, diciembre 21, 2020

"Rififí", de Jules Dassin

Le Noir. En el cine negro europeo "Rififí" es una referencia segura, no sólo por ser un ejemplo arquetípico del género (el director Jules Dassin inició su carrera en Hollywood y su potente carga visual tuvo que cruzar el Atlántico cuando fue incluido en las listas negras del infausto senador Joseph McCarthy), sino porque el disfrute de su contemplación está asegurado: los amantes de las narrativas canónicas del cine criminal, heredadas de los ejemplos mayestáticos de la literatura y el cine estadounidense de los años treinta y cuarenta, tendrán sin duda en esta cinta su rififí (termino del argot lumpen francés que viene a significar armar una buena bronca: después de la película pasó a denominarse así el método butronero que se enseña, manual de uso preciso, en el metraje). Para que me entiendan, en cuanto a su trama "Rififí" no se suele colocar junto al inescrutable "Alphaville" de Jean-Luc Godard, pongamos por caso.

Dejando atrás sus tipos duros (ya no hay tipos duros como los de antes) y sus mujeres fatales (ya no hay mujeres fatales como las de antes), su estética poderosa y su magnético blanco y negro, lo que logra hipnotizarme en esta película, sin permitirme el menor parpadeo, es la coreografía exacta que despliega el cuarteto que se dispone a reventar la caja fuerte de una joyería parisiense. Esas escenas hacen pensar que el guion de la película se construyó como si fuera la preparación concisa y planificada al detalle del atraco, un entrenamiento meticuloso que los actores tuvieran que repetir y repasar una vez tras otra durante semanas para alcanzar ese ideal del golpe perfecto, sin la mínima fisura. Todo perfecto, menos las imprevisibles pasiones románticas de cada cual, claro. Cherchez la femme.

martes, diciembre 15, 2020

"Fiebre del sábado noche", de John Badham

Proponer a Tony Manero como un héroe de la clase trabajadora no es un ejercicio moral desatinado: otra fabulación del sueño americano fácilmente convertible en pesadilla. En la época de su rodaje, un intervalo temporal que abarca desde finales de los setenta a principios de los ochenta y que coincide con una profunda crisis económica, en el panorama cinematográfico estadounidense se realizaron diversas películas, de éxito taquillero, en las que el working class hero era un leitmotiv reconocible. "Rocky" de John G. Avildsen sería el título paradigmático, pero el icónico bailarín interpretado por John Travolta (que tiene un poster de "Rocky" colgado en una pared de su cuarto), no le va a la zaga, proporcionando además un personaje más reconocible y cercano: cualquier currante incógnito puede ser el rey de la pista cuando llega el sábado noche.

En aquellos años la ciudad de Nueva York era una comunidad en bancarrota, con algunos de sus barrios en una situación social y económica cercanas al tercermundismo (el escritor Luc Sante como referencia segura para dar con el cronista certero de ese tiempo, de esa población caótica pero animada y multicultural, a la que cintas como "The Warriors" de Walter Hill o "Rescate en Nueva York" de John Carpenter dotaron de una leyenda negra mundial al presentarla como un territorio comanche sin dios ni amo). Cruzar los puentes sobre los ríos Este, Hudson o Harlem que rodean la isla y tomar Manhattan, tierra de promesa, arcadia feliz, una travesía vital que tenía una consideración similar a la que ahora supone atravesar el mar Mediterráneo para masas de subsaharianos empobrecidos.

Así que más allá de la potencia inmortal de su banda sonora, de la sensual coreografía de sus bailes y del colorido lisérgico de la discoteca "Odissey 2001" de Brooklyn, atributos estéticos caricaturizados mil veces (señal inequívoca, por otro lado, de la influencia colosal que tuvo esta obra en todo el mundo), la película retrata sin ambages un fondo duro y sórdido, violento y racista, desesperanzado y cruel: la fiesta loca, liberadora y sexualizada de los años anteriores al sida, una diversión que en realidad no lo era tanto, una efímera vía de escape hacia ninguna parte. El viernes sales a olvidar los otros días, el lunes sientes que todo ha sido mentira, cantaba Enrique Urquijo en "Todo sigue igual". Pues sí. 

martes, diciembre 08, 2020

"Mank", de David Fincher

Pulso un botón en el mando a distancia, un botón que tiene al lado el dibujo de un micrófono, y pronuncio cuidadosamente 'Ciudadano Quein'. El sortilegio tiene efecto, el conjuro funciona, y al instante aparece como un espectro, en la pantalla del televisor, espejito mágico, el inmortal título dirigido por Orson Welles en 1941, bobina lista para la proyección, para que el cinéfilo afortunado del siglo XXI pueda volver a disfrutar de esta pieza artística fundamental de la Historia del cinematógrafo. A la noche siguiente, otra vez cerca de la medianoche, que para eso estamos de puente, digo 'Mank', y, en fin, parece que mi voz no está tan afortunada como el día anterior, pero con varios movimientos de la "varita" y pulsaciones sobre la misma, constato que el embrujo no fue cosa de casualidad, que el hechizo sigue en marcha y que la tecnología moderna continúa siendo la mejor aliada de estos tiempos confinados.

¿Quién es el autor de una película? Esta pregunta la he formulado en varias ocasiones a lo largo de la existencia de este blog y siempre la he resuelto con la misma respuesta: el director. Supongo que es una contestación propiciada por haber visto tanto "cine de autor", pero que en otras formas de realizar cine, como era la factoría hollywoodiense en su época dorada, el concepto autoría estaba más difuminado: la industria del cine, con técnicas fordianas de fabricación y, como muestra la propia "Mank", ejércitos de guionistas produciendo diálogos a destajo. Para cineastas incontestables como John Ford o Alfred Hitchcock, el guion es, por lo general, un artefacto ajeno, y no por eso se cuestiona la firma al final del metraje.

"Mank" explicita esa dialéctica competitiva entre director y guionista. La propia "Mank" parte de un guion elaborado por Jack Fincher, el padre de David Fincher, fallecido hace casi dos décadas, y aunque en los créditos figura como autor único del script, me cuesta pensar que esas hojas, que han esperado su momento para volcarse en estupendos fotogramas, no hayan sido enmendadas en mayor o menor parte. Para la ópera prima de Orson Welles, niño prodigio del panorama audiovisual estadounidense de los años treinta, ocho candidaturas a los premios Oscar fueron anotadas, pero sólo se recogió una estatuilla (la única que recibió Welles en toda su carrera, además de un Oscar honorífico otorgado en 1971), precisamente la de mejor guion original, galardón a compartir con Herman J. Mankiewicz, conocido por sus amigos como Mank: aquello más que a gloria, le supo a cuerno quemado a ambos.

Pero más interesante aún que las condiciones de rivalidad en las que se escribió un mito legendario como "Ciudadano Kane", la película de David Fincher permite al espectador aspirar el aroma cinematográfico de los grandes estudios de Hollywood, aproximarse a las figuras controvertidas de sus propietarios y de sus estrellas, un paseo en el tiempo que además transita por el duro terreno baldío de la Gran Depresión: codicia, recelo al forastero, xenofobia, desigualdad social: ayer como hoy. Y con otra vuelta de tuerca se llega al centro de la trama, que es la de poner de manifiesto las motivaciones que tuvo Mankiewicz de realizar un retrato tan feroz como finalmente piadoso de, a la sazón, el gran magnate de la prensa William Randolph Hearst. Las circunstancias históricas de este personaje, su impresionante poder y sus maquiavélicas intenciones, ya me las contó el imprescindible Manuel Leguineche en "Yo pondré la guerra", magnifica semblanza del conflicto bélico hispano-estadounidense de la Guerra de Cuba de 1898. Lo leí hace muchos años pero recuerdo que lo que se contaba de Hearst no era nada bueno. Tanto "Ciudadano Kane" como "Mank" siguen buscando la clave de su figura excesiva, manipuladora y cruel, una indagación psicológica que no puede conformarse ni justificarse con el hallazgo de un carcomido trineo de madera llamado Rosebud.

martes, noviembre 17, 2020

"La muerte de Stalin", de Armando Ianucci

Beria, Kruschev y Molotov. Malenkov, Breznev y Zukov. Y por supuesto Stalin. La Historia del siglo XX ha estado protagonizada en gran medida por un conjunto de apellidos soviéticos que han quedado anclados en el trasfondo de la cultura popular (siempre que una nueva reforma educativa no se lleve por delante lo poco que queda en mencionado trasfondo). Así que verlos exponiendo sus miserias personales en una comedia negra, muy negra, nigérrima tal vez, originan una película estupenda. La caricatura (el tirillas Steve Buscemi, con su acento neoyorquino, dando vida al enérgico -zapatazos en la sede la ONU incluidos- Nikita Kruschev) se desentiende de la exactitud del suceso histórico pero no coloca un velo encima de las atrocidades cometidas durante dos décadas de estalinismo, sino que las desnuda y las muestra despojadas del menor sentido común, reducidas a lo que fueron, un ejercicio vacuo e inmisericorde de paranoia asesina. El comunismo bolchevique instaurado por Lenin sustituyó al zar por el estado, un cambio de figuras que no aportó a la vez una mejora en las condiciones sociales y económicas de los millones de habitantes que, a duras penas, intentaban sobrevivir a la incompetencia de sus gobernantes. Parafraseando a Theodor Adorno, hacer comedía después de Stalin sería un acto de barbarie, pero no hay que descartar el intento de realizar a la vez un pequeño ejercicio de memoria, un remedo de esperpento valleinclanesco en el que la sonrisa sea buen pretexto para fijar mejor los conceptos.



miércoles, septiembre 23, 2020

"Postales desde el filo", de Mike Nichols

En 1987 la actriz Carrie Fisher publica la novela "Postales desde el filo", un relato íntimo, basado en sus propias vivencias, en el que la protagonista, Suzanne, cuenta cómo intenta rehacer su vida después de que sus experiencias con las drogas la llevaran al borde de la muerte. El libro presenta una mezcla de géneros, de la narrativa en tercera persona al formato de diario personal, pasando por un prólogo de carácter epistolar que es el que propociona el título al drama literario y, de paso, a la película, aunque en ésta encaja fatal: demasiado abrupto ese "Postcards from the edge" para un filme que más parece una comedia romántica que el desencajado testimonio del infierno cotidiano de la adicción a las drogas.

La película prefiere darle protagonismo a la relación entre Suzanne y Doris, o, fotogramas leídos entre líneas, entre Carrie Fisher y su famosa madre, la también actriz Debbie Reynolds. Debbie Reynolds cuenta en su filmografía con el hito eterno de haber compartido cartel con Gene Kelly en "Cantando bajo la lluvia" de Stanley Donen y estuvo casada durante breves años con uno de los cantantes de mayor éxito de los años cincuenta, Eddie Fisher: esas rutilantes estrellas que se aproximan sin remedio como si Newton fuera un casamentero. De ese corto, pero archiconocido, matrimonio, nacieron Carrie y su hermano Todd. Eddie abandonó a Debbie para engrosar la lista de maridos de Elizabeth Taylor y Debbie se casó más veces: otra lista de fracasos. Así que todos los tópicos imaginables de cómo se crían los hijos de las grandes estrellas serían de aplicación en el caso de Carrie Fisher, imaginable sino fuera porque la indómita princesa Leia Organa tuvo a bien contar su vida de todas las formas posibles y dejar poco margen para la imaginación del público, incluyendo en sus confesiones el fantástico monólogo teatral llamado "Wishful drinking": los estadounidenses son los genios del marketing y venderse a uno mismo, si se da la ocasión, no admite ningún tipo de pudor, aunque sea para comerciar con sus miserias personales.

 Mike Nichols prepara unas madre e hija "de película", nada menos que Shirley MacLaine y Meryl Streep frente a frente, dando rostro a un conflicto materno-filial que trasciende el ámbito hogareño para adentrarse en los retorcidos senderos de odio de los celos profesionales, pero todo contado de forma lígera, sin ensañamientos, sin llantinas inconsolables, redondeando el reparto con otros grandes nombres de la época como Dennis Quaid, Gene Hackman, Richard Dreyfuss o Annette Bening: show must go on: más que un drama, una fiesta, un casting permanente, donde el broche lo pone Meryl Streep cantando a pleno pulmón con la salud innegable de sus espléndidos pómulos sonrosados de ascendencia centroeuropea: la belleza insólita del rehab hollywoodiense. Carrie Fisher falleció repentinamente el 27 de diciembre de 2016. Debbie Reynolds lo hizo un día después.

sábado, agosto 15, 2020

"La huida", de Sam Peckinpah

La extraordinaria química actoral que demuestran Steve McQueen como Doc y Ali MacGraw como Carol en esta cinta, trascendió el celuloide y dio lugar a un sonado romance extradiagético, una bomba rosa para el papel cuché de la época, en la que el público suspiraba inerme frente al glamour y el erotismo que de manera innegable desprendía la pareja. Ella se divorció del famoso productor Robert Evans y él de la bailarina filipina Neile Adams. Tanto Evans como Adams habían sido un sólido e influyente impulso para la carrera cinematográfica de sus respectivos cónyuges, pero nada de eso importa cuando llega el momento de la huida.
Con el inconfundible sello de autor de Sam Peckinpah se perfila poderosa esta clásica historia de ladrones de bancos, basada en la novela del aún más clásico y poderoso escritor Jim Thompson, y, ante todo, en aquellas tramas canónicas de parejas criminales lanzadas a una fuga desesperada: la odisea habitual de cruzar la frontera mexicana y alcanzar la arcadia feliz para cualquier delincuente que posea una maleta llena de fajos de dólares. Road movie criminal, por tanto, llena de situaciones de escapada imposible, cercos policiales interminables y emboscadas de colegas de profesión ávidos por quedarse con el botín, parte del mismo formado por la propia Carol.
Mac&Mc, MacGraw y McQueen, surgiendo airosos de cualquier callejón sin salida en el que se metan, sin perder ni un ápice de elegancia natural a pesar de que su última aventura les haya llevado a esconderse en un camión de basura: la carga de adrenalina del guion de Walter Hill, tan sensual como peligrosa, no abandona la cinta en ningún instante y conforma una película de culto que desmiente a Kavafis: no siempre lo mejor está en el viaje: Ítaca espera al sur del río Grande y la felicidad bien puede encontrarse en el descanso del alma.

miércoles, agosto 12, 2020

"Sonrisas de una noche de verano", de Ingmar Bergman

No hace mucho que terminé de leer la autobiografía de Woody Allen, ese famoso libro publicado este año y que lleva por título "A propósito de nada". Famoso y esperado, ya que debía ser la ocasión propicia para que el director neoyorquino contara su parte de la historia: la versión personal de las amargas vicisitudes sentimentales que estallaron a partir de su ruptura con la actriz (y gran actriz, por cierto) Mia Farrow, después de que esta tuviera conocimiento de que su novio mantenía relaciones amatorias con su hija adoptiva: no, no la hija adoptiva de Allen, la hija adoptiva de Farrow: para enterarse bien del asunto Woody Allen le dedica al tema aproximadamente la quinta parte del libro, aportando suficiente claridad al espinoso asunto como para dejar claro que se trata de un caso cerrado. Años oscuros de linchamientos mediáticos e indefesión internauta vivimos, me temo. Pero seguro que habrá quien sostenga lo contrario, quien proponga que las autopistas de la información son sendas justicieras y que llegó la hora del castigo del impune. Años oscuros y además ingenuos.
En particular del libro me interesa más el camino artístico del que para mí es uno de los grandes genios vivos del Séptimo Arte y, en ese sentido, en cuanto a descubrir decisiones, inquietudes, intereses, influencias, en cuanto a desgranar los porqués y los cómos, el libro resulta sensacional: Woody al desnudo: gran Woody. Casualmente, la primera película en la que contó con Mia Farrow fue "La comedia sexual de una noche de verano", del año 1982, y no podrá negar el cineasta de Brooklyn que esa cinta guarda gran parecido argumental con la que encabeza esta entrada, "Sonrisas de una noche de verano" de Ingmar Bergman. Allen se fue a rodar al campo: Siempre había querido hacer una película que rindiera homenaje a los placeres y la belleza del campo. No me pregutéis por qué. Yo odiaba el campo. Pero la idea de combinar magia y música de Mendelssohn me resultaba atractiva. Puede que sí, que odiara el campo, pero no cabe duda de que amaba el cine de Bergman.
Ambas películas son comedias, las dos presentan a parejas de personajes acomodados, de época victoriana, y emplean un fin de semana campestre, para, apoyándose en la pasión de las cálidas noches estivales, desemparejar y emparejar de nuevo, mezclar la baraja y extraer del mazo nuevas combinaciones que parecen más acertadas, más románticas, más de "amor verdadero", que dírian el pirata Roberts y la princesa Buttercup. Allen echará mano del realismo mágico para conjugar sus arcanos mientras que Bergman, maestro insuperable del cine pero que a la comedia se dedicó poco, no podrá disimular su dominio del retrato de emociones profundas del ser humano, ofreciendo en su película un abanico irrepetible de situaciones afectivas: del platonismo más inconfesable hasta los amores más abiertos e irrefrenables: polvos de amos y de criados, arriba y abajo, no hay clases sociales si la líbido aprieta, y todos felices mientras el estado químico del enamoramiento irracional aparte cualquier borrasca del horizonte. "Maridos y mujeres" es la última película que Mia y yo hicimos juntos, sentencia Woody. La última, sí. Y no creo que la vuelva a contratar.

martes, agosto 04, 2020

"La isla de las mentiras", de Paula Cons

En muchas de las producciones actuales de cine español, resulta apabullante la enorme cantidad de organismos públicos que aparecen al comienzo del metraje (uno tras otro, breves segundos para cada membrete oficial, que a ningún espectador se le escape lo comprometidos que están con el cine nuestros políticos, ¡viva la cultura... o lo que sea!). Una retahíla interminable de siglas y composiciones heráldicas asociadas a una geografía concreta, de mayor a menor, desde la nación hasta la última pedanía implicada en el rodaje, pasando por la comunidad autónoma, la diputación provincial, la mancomunidad de municipios, el ayuntamiento local o parroquia rural que sea menester. Y uno se pone a temblar pensando en que en cada escudo que ha contribuido de alguna forma al filme (aunque sea no cobrando la ORA a los vehículos de los películeros), haya habido detrás un secretario "de algo" con ínfulas artísticas exigiendo que su pueblo aparezca chulo en los fotogramas, a ver si vienen más turistas.
Ese devaneo malintencionado ocupaba mi mente después de contemplar una producción tan errática y contradictoria como esta "La isla de las mentiras", perezosa hasta en la creación de un título que tuviera algo más de lustre. Pretendido thriller que agosta la intriga criminal al poco de comenzar la trama y que apoya el conflicto principal en la secular codicia de los despojos de un naufragio para los habitantes de costas peligrosas para la navegación: cualquier cinéfilo habrá disfrutado y descontado en mayor medida ese recurso argumental con la canónica "La posada de Jamaica" de Alfred Hitchcock. Nada nuevo en las orillas atiborradas de pecios.
En cuanto al retrato de las penurias sociales y económicas que empujaron a millones de campesinos españoles a cruzar el Atlántico a principios del siglo XX (mi abuelo entre ellos, un viaje fabuloso para ojos nacidos en la sierra de Salamanca, que embarcó en el Ferrol y alcanzó Buenos Aires para trabajar en un rancho ganadero cercano a Rosario: una aventura de ida y vuelta extraordinaria) se queda en la semblanza de diversos tópicos que la película misma no tarda en anular: tan pronto se habla del sempiterno analfabetismo de las clases bajas, como se nos presenta a las mujeres de la isla manejando la prensa con soltura; tan pronto se quiere criticar la servidumbre al villano marqués decimonónico, como se destaca que en aquel páramo estéril no les falta de nada a sus pobladores, María dixit. El simbolismo forzado de la hoz homicida, de los pies descalzos pero sólo en los encuadres cercanos a los pies del noble, de los pobres incapacitados para amar a no ser que se comporten como animales de cuadra: recursos patéticos para denuncias posmodernas.
A Galicia siempre, en cualquier momento, nowhere fast!, mar vivo, tierra adorada, a la que la idea del retorno se encuentra constantemente unida, más allá de leyendas negras y películas olvidables.