martes, diciembre 30, 2014

"El Hobbit: la batalla de los Cinco Ejercitos", de Peter Jackson

En un reportaje realizado a propósito del estreno de "El Hobbit: la batalla de los Cinco Ejércitos", comentaba Ian McKellen (Gandalf de celuloide: así va a ser para los restos) que el ambiente de rodaje y el compañerismo, con el resto del reparto, que se percibía cuando Peter Jackson abordó la trilogía de "El Señor de los Anillos" (rodada entre los años 1999 y 2000), no tenía nada que ver con el que se había producido en el tiempo (años 2011-2012) dedicado para componer "El Hobbit": aquello inicial había sido una experiencia vital extraordinaria, una aventura fílmica impulsada por un visionario dispuesto a abordar una tarea inmensa, un director de cine que además era un amante profundo de la obra de Tolkien, mientras que esto último había sido un trabajo: la inercia del éxito, de seguir exprimiendo el filón: un trabajo muy lucrativo, a fin de cuentas. Lo que empezó como un proyecto de dos películas a dirigir por Guillermo del Toro, terminó convertido en tres partes que dirigiría el propio Peter Jackson después de que la quiebra de Metro-Goldwyn-Mayer en 2010 amenazara con que esta adaptación del cuento de "El Hobbit" nunca viera la luz. Lo que mal empieza peor termina y esa dilatación de metraje se deja sentir sobremanera en esta última entrega.

Si bien "El Hobbit: un viaje inesperado" o "El Hobbit: la desolación de Smaug" habían sabido justificarse en su duración y argumento, "El Hobbit: la batalla de los Cinco Ejércitos" se convierte en un apéndice cansino y desganado. Sí, probablemente eran dos las películas que hacían falta para contar el cuento del primer portador del Anillo y no tres. "El Hobbit: la desolación de Smaug" dejaba la acción en un punto álgido, como esas series de televisión que colocan el Continuará... a la vez que una maldición sale de tu boca con la impaciencia de que ya fuera lunes de nuevo. Pues llegó el lunes (una año después) y pasado un cuarto de hora, pasó lo mejor, pasó Smaug, y la batalla de los Cinco Ejércitos ni se acercará a la del Abismo de Helm presentada en "El Señor de los Anillos: las dos torres" o a la de los Campos del Pelennor de "El Señor de los Anillos: el retorno del Rey". La épica apenas se vislumbra, la emoción del combate resulta insulsa: funcionarial, de trámite. Combates singulares que se eternizan y actores poco entregados a la causa: fotogramas postizos que producen películas ortopédicas. Triste colofón.


sábado, diciembre 27, 2014

"Tabú", de Miguel Gomes

Ayer saldé dos cuentas pendientes. Una fue ver la película que da título a esta entrada y otra fue leer el cómic "Ardalén" de Miguelanxo Prado: la fecha del 26 de diciembre propicia, entre festejos que despiden el hálito del interminable día de la Marmota de Bill Murray, un oasis de tiempo dilatado, más aún si la niebla del exterior invita a salir lo mismo que una cita con Jack "el destripador". A comerse los canelones de Sant Esteve y a digerirlos plácidamente con películas y libros, placidez no reñida con la emoción: leer o ver películas es vivir más de una vida. Y la sorpresa fue descubrir cómo "Ardalén" y "Tabú" tenían tantos puntos en común: la memoria aún cuando sea ajena, el mediocre presente, la mitificación del pasado. Además en ambas un pasado colonial: americano para el español, africano para el portugués. La conexión sentimental Cuba-Galicia o Cabo Verde-Lisboa, supone (para el europeo, por supuesto: el nativo del territorio "conquistado" seguramente albergue otra percepción del trato), la promesa incumplida de prosperidad, pasión y una vida intensa, tan lejana de los tonos grisáceos peninsulares que despiden el brasero, el orballo y el duro trabajo campesino.

Saudade. La costa atlántica de la península ibérica ha mirado desde siempre hacia otros continentes, una esfinge asomada al balcón de Europa, a la que no ha dudado nunca en dar la espalda. El indiano retorna pero sólo en parte: la melancolía de la infancia patria apenas podrá contener la nostalgia del regreso a la colonia, al lugar del descubrimiento, del salto al vacío que lo cambió todo. Forastero en todas partes. La saudade, un término tan vago como preciso, tan ambiguo como exacto a la hora de definir ese estado del ánimo. "Tabú", en blanco y negro y dividida en dos partes, una que muestra el presente de la acción y otra que viaja hacia el pasado, acoge el vocablo con intensidad y entronca con el cine portugués que he visto hasta el momento, el de Manoel de Oliveira o el de Pedro Costa, cine con vocación de parar el tiempo, sobre todo en el caso de Costa: ya se sabe que cuando se viaja a Portugal conviene dejar el reloj en el fondo de la maleta (no es una queja, ¡bendita sea esa cualidad!).

Y si encuentro a otros directores de cine portugueses en el camino de Miguel Gomes, en literatura no tengo otra referencia que alcance la magnitud de la de Antonio Lobo Antunes, genial escritor portugués que ha vertido en papel sus recuerdos de los últimos estertores del imperio colonial luso, dotándolos de una estética literaria magnífica. El segundo capítulo de "Tabú", el que se desarrolla en África, cuenta con la característica añadida, para acercarla a un cuento, a un relato de otro, de que es un narrador el que cuenta el periplo, un tono monocorde que contrasta profundamente con que esa parte de la película sea la que cuenta unos hechos más convulsos: la intención del director de sumergir la cinta en la atmósfera onírica del ensueño y de reducir pasado y presente a una misma condición.

Recuerdos y ensoñaciones. "Ardalén", en cuanto a estilo, será todo lo contrario: un estallido de color, empleado de forma magistral por el autor coruñés, y una trama lírica, de gran intensidad emocional. En "Ardalén" la saudade alcanza un escalón superior: saudade que no es de uno mismo, sino la impronta que la memoria de otros deja en el espíritu. En palabras de Miguelanxo Prado: Debió de ser un viento marino, errático e improbable, el que llenó su cabeza de aquellas historias míticas y oceánicas, haciéndolo náufrago de recuerdos ajenos, pecio increíble de una marejada remota.


lunes, diciembre 22, 2014

"Mr. Turner", de Mike Leigh

El retrato del retrato, mejor aún, del retratador, aunque en el caso del pintor inglés Joseph Mallord William Turner serán sus cuadros de paisajes y no de personas, la faceta pictórica que ha colocado al artista, con todo merecimiento, en los libros de historia del Arte. La fuerza de la naturaleza en sus óleos, trabajados, además, de una forma poco común para su época, despreciando el detalle en la figura y centrando todos sus esfuerzos en la captura de la luz, hacen de Turner un pintor adelantado, visionario, precursor del impresionismo que estaba por llegar y, por supuesto, un incomprendido para sus coetáneos cuando sus telas desplegaban sus mayores ataques vanguardistas. A caballo entre los siglos XVIII y XIX, pintores como Turner o el español Francisco de Goya vislumbran un salto de gigante en el mundo de la pintura. Es revelador (y tanto) un pasaje de la película en el que Turner acude a un estudio a tomar contacto con un novedoso invento: la cámara fotográfica y los primeros daguerrotipos. ¿Para qué trabajar durante días, armado de pinceles, colores y paciencia, en hacer una copia más o menos fiel de algo, cuando existe un aparato que realiza esa tarea mejor, más rápido y con muchísimo menos esfuerzo? Retratistas de brocha al paro. Puertas que se cierran, caminos que se abren: "Lluvia, vapor y velocidad", el título de uno de sus cuadros más conocidos.

Pero la película de Mike Leigh realmente no hace gran énfasis en el análisis del mundo artístico de Turner. Más bien se centra en mostrar la parte común del genio, abordarlo desde lo cotidiano, desde las miserias diarias (ese mosaico doméstico ya lo bordó magistralmente el director Mike Leigh en su película más conocida, "Secretos y mentiras", ganadora de la Palma de Oro de Cannes del año 1996 y en la que el actor Timothy Spall, Turner de celuloide, no dejaba dudas de su talla interpretativa). Y desde ese punto de vista, pocas simpatías puede despertar el personaje en el espectador: gruñón, misógino, intratable, egoísta, cruel. Pero no todo negro ni mucho menos blanco. Si se da la circunstancia, el cariño, la compasión, la generosidad o la emotividad, pueden hacer su aparición y por tanto las mejores intenciones del director serán las de lograr plasmar las tensiones interiores que dominan una personalidad, conectando ese fuerte carácter, la pasión del espíritu, con la energía que desprenden los cuadros.

"Mr. Turner" es una película ambiciosa: el retrato del retratador pasa a ser el retrato de una época. Incluso se puede pensar que el retrato es en realidad caricatura: resulta chocante la forma en que la película muestra cómo se desenvolvían las reglas sociales de aquel tiempo, pero hay que pensar que ese es el tono probable. Pasajes como los que se desarrollan alrededor del mundillo de la Royal Academy of Art, mercadeo de envidias y celos artísticos, en los que se muestra la rivalidad de Turner con el otro gran paisajista inglés, John Constable, son de los que hacen valer el precio de la entrada: el arte es la manifestación máxima del ego, por supuesto. El artista y su obra: el cuadro nunca acabado, la búsqueda que no tiene fin. Como un mantra atávico inserto en la conciencia humana desde tiempos inmemoriales: ¡El Sol es Dios! Y Turner uno de sus más fervorosos creyentes.

jueves, diciembre 11, 2014

"Relatos salvajes", de Damián Szifrón

Cuéntame un cuento. Mejor, cuéntame seis: "Pasternak", "Las ratas", "El más fuerte", "Bombita", "La propuesta" y "Hasta que la muerte nos separe". Seis, seis cortometrajes por el precio de un largo, un festival de relatos cinematográficos de autor. En Argentina ha arrasado, allí, en la meca de las agencias publicitarias: comerciales de medio minuto capaces de condensar tramas de rápido ingenio que hacen lamentar que el programa televisivo continúe su emisión. En Argentina se desarrollan estas historias, con el dedo puesto sobre Buenos Aires, ciudad que, por lo visto en la proyección, debe estar bastante cabreada, muestra avanzada de muchas otras urbes colmadas de habitantes que están a punto de explotar de ascopena. Y de rabia.

Películas ómnibus, un género promiscuo en el que abundan los ejemplos. Al igual que en "Relatos salvajes", puede ser un director para todo ("Night on Earth" de Jim Jarmusch, "Creepshow" de Georges A. Romero, incluso películas episódicas que confluyen de algún modo como "Vidas cruzadas" de Robert Altman, "Crash" de Paul Haggis, "Babel" de Alejandro González Iñárritu, "Grand Canyon" de Lawrence Kasdan) o un responsable de la firma de cada capítulo ("En los límites de la realidad" de Landis-Spielberg-Dante-Miller o "Historias de Nueva York" de Scorsese-Coppola-Allen), una autoría compartida que produce resultados más irregulares, a mi entender: mezcla de churras (o churros) y merinas. Pero pongamos un caso singular reciente que sirva de recomendación. Bueno, que sean dos (o tres), uno para el celuloide, la película "Gente en sitios" de Juan Cavestany, donde el corto pasa a ser micro, pasajes descolocadores que sitúan la mente del espectador en terrenos que no suele frecuentar, y otro para el papel, los libros de relatos "Como una historia de terror" o "Bajo el influjo del cometa" del escritor Jon Bilbao: lo cotidiano rebelándose contra su mediocre condición.

A su vez recomendar esta película de Damián Szifrón (triunfo de boca-oreja) que logra un excelente resultado apuntando hacia una línea virtuosa de violencia engendrada por la venganza. Virtuosa en lo cinematográfico, se entiende. Aunque tampoco es que sea un dechado de originalidad: más de un déjà vu escondido tras los fotogramas. El director incluso no duda en empuñar, en alguno de sus cuentos, el conocido rifle de Chejov. Se atribuye a a Antón Chéjov, cuentista por antonomasia, la siguiente sentencia: Si en el primer acto tienes un rifle colgado de la pared, entonces en el segundo o en el tercer acto debe ser disparado. Si no, no lo pongas ahí. Szifrón toma buena nota de esta ley del relato corto, un formato que funciona sin necesidad de subtramas y en la que todo lo que aparece tiene su importancia y acarrea consecuencias: consecuencias catastróficas: apunta y después dispara.
¿A quién no le gustan los cortometrajes? El cine en los tiempos del puñetero tweet. Lo bueno si breve... Pues no, si es bueno y extenso, mejor que mejor. ¿O no?


domingo, diciembre 07, 2014

"Winter sleep", de Nuri Bilge Ceylan

La identidad y la máscara
Capadocia, nombre asociado a destino turístico mundialmente conocido y anhelado, una equis en el mapa a la que a todo dominguero bien forrado le gustaría realizar una escapada: un vuelo cómodo y sin retrasos, un trayecto por tierra a ser posible más cómodo aún y después una estancia breve en un hotel de esos con encanto: saturar de imágenes el disco de memoria de una cámara fotográfica y pasearse por allí vestido como si uno fuera a coronar el Everest. El rey del mundo, del mundo convertido en un parque temático al que cualquiera puede entrar sin más que abonar el precio de la entrada. ¿Quiere un caballo? Ahora mismo le capturamos uno. Turismo pervertidor del propósito original de la construcción (Venecia se hunde bajo el peso de cientos de miles de gordos turistas indocumentados), paisaje de rocas horadadas antiguamente para que una población mísera se protegiera de gélidos inviernos y veranos abrasadores, para sobrevivir al clima y a las cabalgadas de ejércitos dispuestos a adueñarse, a sangre y fuego, del territorio del vecino. Todo preparado para acoger al visitante, cuerno de la abundancia, pero ninguno de esos excursionistas querrá rasgar el decorado y pasar a la zona de servicio, allí donde se encuentra la vida real del sitio visitado. No sólo es un hotel, también es el hogar de alguien. Segundo nivel del juego de máscaras.

La construcción del mundo
En su libro "Las sombras errantes" tiene Pascal Quignard una frase redentora: He buscado el descanso en todo el universo y no lo he encontrado más que en un rincón con un libro. Descubrir que la literatura es mejor que la vida y poner por delante un escudo vital, el refugio de la redención por el arte, el instante de la contemplación, de la revelación de lo trascendente. Pero es el hombre animal social, tiene familia (en este caso, una hermana recién divorciada, despechada y dispuesta a canalizar ese desprecio interior hacia los que se encuentran a su alrededor), tiene pareja (el desamor y el desarraigo como efectos secundarios indeseables para la enfermedad química del enamoramiento) y tiene conciencia. Momento de acudir a otro autor genial, Milan Kundera y "La inmortalidad": no es el pienso, luego existo, sino el siento, luego existo: Pienso luego existo, es el comentario de un intelectual que subestima el dolor de muelas. Siento luego existo es una verdad que posee una validez mucho más general y se refiere a todo lo vivo. (...) La base del yo no es el pensamiento, sino el sufrimiento, que es el más básico de todos los sentimientos. En el sufrimiento, ni siquiera un gato puede dudar de su insufrible yo. En un sufrimiento fuerte, el mundo desaparece y cada uno de nosotros está a solas consigo mismo. El sufrimiento es la universalidad del egocentrismo. Los celos, la soberbia, el odio: ser muy leído no inmuniza contra las pequeñas vanidades mundanas. Mucho resentimiento y poco amor. Película de soledades.

Los desposeídos
El tercer nivel del juego de máscaras impacta en la trama como una piedra que destroza un parabrisas. El dueño del hotel es un propietario, un notable, el rico del lugar: la bohemia intelectual se esconde y las gafas de leer se olvidan en cualquier parte cuando nos ponemos a hablar de números. ¿Quién vive en esas casas tan bonitas? El turismo rural se extiende por zonas en las que la vida cotidiana es dura: trabajo a la intemperie mal remunerado, economías de subsistencia y horizontes sin esperanza. Ahí el maná del turismo no llega, en esa frontera se seguirá a lo suyo varios siglos más, esperando una oportunidad de prosperar que le evitará eternamente. Pero mucho peor que ser pobre es dar lástima y que los vecinos sepan que no pagas tus deudas, que no eres honrado: guardar siempre las apariencias. No existen el buen salvaje ni la bucólica vida campestre. Lo que anida con fuerza es un profundo rencor clasista que permita, algún día, devolver el golpe. El orgullo como única riqueza.


jueves, noviembre 27, 2014

"Tres monos", de Nuri Bilge Ceylan

Tres monos, oír, ver y callar, una familia compuesta por tres personas, ella, él y el niño, un niño que ya es grande, todo un hombre, y que estudia y que debería aprobarlo todo para tener un futuro mejor que el presente de sus padres, pinche de cocina ella y chófer él, conductor y trusted man para un político turco que se ve envuelto en un turbio asunto, un marrón muy grande, marrón oscuro casi negro, que el chófer está dispuesto a comerse para seguir siendo el chófer, pero también para ganar un dinero extra, a ver si así la balsa de náufrago en la que vive junto a su familia se convierte en yate, sueños descabellados, y abandona, al fin, las rompientes de la pobreza, repitiéndose el sempiterno cuento de la lechera que, como siempre, acabará con el cántaro roto en mil pedazos sobre el suelo yermo y la leche derramada, pues el diablo está pendiente de todos los pactos secretos, oliendo a azufre y guardando la puerta del infierno, y Nuri Bilge Ceylan cuenta esta historia con la maestría que ya me ha demostrado en "Los climas" o en "Érase una vez en Anatolia", empleando las palabras justas para no interrumpir los más elocuentes silencios, poca palabrería mas muchos gestos, asentando que la imagen es la protagonista mayor del Arte de hacer cine, que el ambiente creado con sabiduría cinéfila es capaz de transmitir emociones de una manera rotunda, sin necesitar músicas ni abundar en explicaciones pero dejando todo muy claro, y que Turquía puede ser un país tan cinematográfico como cualquier otro. O incluso más.

domingo, noviembre 23, 2014

"Interstellar", de Christopher Nolan

En los días en los que el módulo de aterrizaje Philae ha alcanzado la superficie de un cometa (módulo enviado desde la sonda Rosetta, una misión iniciada hace diez años y que lleva la firma de la Agencia Espacial Europea: ¡chúpate esa, NASA!) y lo espacial vuelve a tomar protagonismo en los telediarios, llega "Interstellar" a los cines. Con el fin de la Guerra Fría (el 25 aniversario de la caída del muro de Berlín también se celebra este noviembre: remember, remember: como para olvidarlo) la carrera espacial comenzó a ralentizar su ritmo, entrando en el estado de crionización de un viajero... interestelar. El interés político cedió paso exclusivamente al científico y, desgraciadamente, al económico: si no hay guerra de las galaxias no hay pasta para viajar a otros mundos.

Nos queda el cine, siempre nos quedarán guionistas que miren hacia el cielo nocturno. Christopher Nolan firma el guión de "Interstellar" (junto a su hermano Jonathan) y vuelve a dejar patente su afición por los puzles: miren ese tatuaje del brazo y recuerden "Memento", fijen su mirada en esa peonza y "Origen" volverá a la memoria. En el caso de "Interstellar" habrá que echar mano de los recursos argumentales que las teorías de Albert Einstein, en forma de paradojas insensatas, posó en la sabiduría popular para hacer algo más comprensible el tremendo bagaje matemático de sus estudios. Todo está permitido más allá de las fronteras del conocimiento establecidas por las leyes físicas: el horizonte de sucesos es la última tierra de los sueños: aventura y ciencia: gravedad y relatividad. Los agujeros de gusano como túneles que necesariamente han de llevar a alguna parte, un lugar que además debe ser extraordinario. Nolan también ha recorrido un montón de agujeros de gusano: los que conectan la herencia del celuloide sci-fi de sus antecesores. La primera que apareció viendo "Interstellar" fue "Encuentros en la tercera fase" de Steven Spielberg, o cómo llegar al lugar donde uno lleva toda la vida destinado a estar. O "Armageddon" de Michael Bay, padres que deben salvar el mundo dejando a sus hijas atrás; además el tono chulesco y sobrado de la actuación de Matthew McConaughey no queda muy alejado del de un tal Bruce Willis. Por supuesto "Contact" de Robert Zemeckis (o mejor, de Carl Sagan, aunque la muerte precoz del astrónomo impidió que pudiera ver en el cine la adaptación cinematográfica de su novela: igual así se evitó un disgusto) donde el propio McConaughey tenía un papel protagonista: McConaughey entonces que no es el McConaughey de ahora: esa sí que es una buena paradoja de los gemelos, ese sí que es Lazarus.
Y para ahondar en la lista de películas "Prometheus" de Ridley Scott, "Planeta rojo" de Antony Hoffman, "Moon" de Duncan Jones, "Gravity" de Alfonso Cuarón, etc.

Claro, también voy a mencionarla, cómo no: "2001: Una odisea del espacio" de Stanley Kubrick. ¿Acaso el robot TARS, que tiene en sus circuitos la impronta de aquel HAL, esquizofrenia campando a sus anchas por chips de memoria, no es un "monolito con patas"? Entes cibernéticos rebelados contra las leyes de Asimov, otro recurso muy utilizado en el género. En "Interstellar" se mueve la entrada a otros mundos desde Júpiter a Saturno, y se dan muchas explicaciones frente a la sutilidad desnuda de "2001", pero la guía turística empleada en el viaje será la misma o al menos parecida. La suite despojada en la que reposaba el astronauta Dave no es la biblioteca mensajera de Cooper pero el punto del mapa con la equis encima varía poco. En cuanto a personajes, el Dave de Kubrick era un hombre sin pasado, sin ataduras sentimentales, frío en su temperamento: él mismo podría haber sido un androide, un replicante, y no se hubiera notado la diferencia: un hombre con una misión programada. Cooper es todo lo contrario de Dave: pasional y con fuertes anclas terrestres: más interesado por el pasado que por descubrir el siguiente escalón de la evolución humana. Y dotado de la mirada un tanto alucinada e inquietante del McConaughey actual, ese que viajó al pasado y se asesinó a sí mismo, esa mirada que no se sabe bien si es fruto de la actuación o si hay un punto de locura asomando tras la pupila... El hombre que mató a McConaughey.

La nave Endurance se aleja de Spielberg y se adentra en la alargada sombra de Kubrick, sombra que en vez de oscurecer ilumina y lleva a la película a sus mejores momentos: menos sentimentalismo, más trascendencia. Que nadie espere ver un documental de ciencia, a pesar de que el prestigioso físico Kip Thorne ha sido asesor científico de la aventura y se nota en la producción cierto esfuerzo por mantenerse dentro de los cauces académicos (me comentaba mi amigo Guillermo que eso de que la lanzadera necesitara de unos cohetes Saturno V para escapar de la gravedad terrestre y que en el resto de planetas visitados entrara y saliera de su atmósfera como si tal cosa, era algo realmente prodigioso...). "Interstellar" es una película sometida a los códigos cinematográficos de tantos otros filmes de ficción científica anteriores. Drama y épica: la Tierra en peligro y, cómo no, un yanki dispuesto al sacrificio supremo para salvar el mundo, ay: no preguntes lo que tu país puede hacer por ti y todo ese rollo patriótico, un vicio argumental facilón para que el espectador (sobre todo el estadounidense) se identifique rápidamente con los propósitos de la empresa: una treta que Kubrick y Tarkovsky (¿he mencionado "Solaris"? Pues no y no me parece) nunca hubieran consentido. Los motores a toda potencia para escapar de la atracción irresistible que ejerce el agujero negro de la comercialidad y poner rumbo hacia lo mejor que tiene la película, a lo que en realidad se debe valorar dentro de sus casi tres horas de proyección, lapso de tiempo que se pasa en un suspiro: será que el tiempo es relativo y se pliega sobre sí mismo, sobre todo cuando se pasa bien.
Volver a mirar hacia las estrellas en una época en que la mediocridad de la codicia que domina el mundo produce una náusea insoportable.


domingo, noviembre 16, 2014

Ensayo. "Historia del cine", de Román Gubern


La persona que recuerda todas las fechas y que me hace todos los regalos me trajo hace unos días uno realmente bueno. Ya me regaló hace años un libro que tenía exactamente el mismo nombre, "Historia del cine", escrito aquel por Mark Cousins, autor que se volvió más adelante popular para toda la cinefilia mundial al ponerle la firma, en el año 2011, como director y presentador, a la serie documental "La historia del cine: una odisea" (basada en lo que contaba en el libro), que en quince entregas daba una visión bastante completa de lo que ha sido el arte del cine desde sus orígenes, poniendo énfasis además en cinematografías locales menos conocidas pero no por ello menos importantes.

Veremos qué senderos recorre ésta que cuenta Román Gubern, un tocho de un tamaño manejable que tuvo su primera edición en 1969 y que ha sido posteriormente reeditado en varias ocasiones, hasta llegar al volumen que tengo delante de mí. Si Román Gubern, nacido en 1934, ya fue capaz de escribir un referente clásico en la materia cuando contaba con treinta y pocos años, es posible asumir que, 45 años después y una vez convertido en referente el propio nombre de Román Gubern, lo que se cuente en esta "Historia del cine" no ha de ser un escrito desdeñable, sino unas páginas de las que sientan cátedra. Cine y cómic, dos materiales en los que el Sr. Gubern ha demostrado ser primer experto nacional, un escritor digno de figurar en cualquier bibliografía sobre el tema y una opinión a tener muy en cuenta. ¿Cómo no te voy a querer?

Cuando hace años me ponía a leer un libro de este tipo, mi atención se distraía hacia títulos ignotos y directores desconocidos. Esas lagunas, mare tenebrosum, tan atrayentes como opacas, se han vuelto territorio transitado con el tiempo: la búsqueda realizada y el ánimo de seguir buscando, apoyado en cartografías como la de Román Gubern: una excusa para seguir viendo y descubriendo. El cine no se acaba nunca.

miércoles, noviembre 05, 2014

"Dos días, una noche", de Jean-Pierre y Luc Dardenne

Los caracteres generados por la imaginación cinematográfica de los directores belgas Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne, presentan una cualidad común, que es la de tratarse de personajes en movimiento constante: hijos del agobio que se patean la ciudad de punta a punta buscando algo, persiguiendo un afán que se antoja indispensable, una cuestión de supervivencia que hay que resolver sí o sí. Ese rasgo, esa firma, es detectable en "Rosetta", "El hijo", "El niño", "El silencio de Lorna", "El niño de la bicicleta" y lo continúa siendo en "Dos días, una noche", cinta en la que hasta su título funciona como una cuenta atrás, un plazo que se agota, quizás una condena: un no parar.

Los trabajos de Hércules parecerán sencillos en comparación con la tarea que tiene que afrontar Sandra, interpretada por Marion Cotillard, actriz que ya tuvo ocasión de ponerse en la piel de una persona obligada a combatir las desgracias que la perra vida arroja en el camino en "De óxido y hueso" de Jacques Audiard. Y tanto en aquella como en "Dos días, una noche" sale más que airosa del trance: excelente actriz. De la desdichada Stéphanie de la película de Audiard a la no menos desgraciada Sandra: limitación y depresión. La fuente de problemas será esta vez más cotidiana, más al alcance de cualquiera, desgraciadamente, un ejemplo del perpetuo conflicto empresa-empleado que, en un infame juego de trileros, se torna conflicto empleado-empleado: no te echo yo, el jefe, sino aquellos Judas y sus treinta monedas, esos a los que llamabas compañeros: otra vuelta de tuerca a la esquizofrenia empresarial: al obrero despedido no le queda ni el consuelo de que al patrono le remuerda la conciencia o se le caiga la cara de vergüenza. Privatizar beneficios y socializar pérdidas, que la gráfica debe ascender siempre, sin dar cabida a ninguna clase de piedad: capitalismo homicida.

El cine en tiempos de crisis contemplado desde la óptica magistral de los hermanos Dardenne, exponentes supremos del cinéma vérité europeo actual. El espectador (al menos el mínimamente dotado para la empatía) no puede evitar experimentar como propia la angustia vital de Sandra, su pérdida de esperanza, al verse sumida en un callejón que parece sin salida. No es mendigar, le dicen. En realidad lo malo no es pedir ayuda, no, sino asistir indefenso al derrumbe de las convicciones de justicia social que uno ha levantado como fuertes columnas en las que sostener su moral a lo largo de una vida. Esa sí sería la derrota más cruel, la más devastadora e injusta.

Siempre hay un camino. The setting sun will always rise again, o, como se diría aquí, amanece, que no es poco.

Don't give up.

sábado, noviembre 01, 2014

"The Lords of Salem", de Rob Zombie


El que tenga inteligencia, calcule el número
 de la bestia salvaje, porque es número de hombre;
 y su número es seiscientos sesenta y seis.

Brujería, akelarres y adoradores de Satán. Cultos perseguidos que han alimentado las fantasías, los miedos y los fanatismos del populacho desde siempre, al menos desde que el sol se ocultó por primera vez detrás del horizonte: fundido a negro. "Häxan: La brujería a través de los tiempos", película del año 1922 del director danés Benjamin Christensen (que se puede ver aquí), pone de manifiesto que el tema también le interesó al camarógrafo de los orígenes del cine. Y aunque "The Lords of Salem" haya sido rodada 90 años después, en lo esencial la trama ha variado poco: el manual del inquisidor y los legajos de los juicios contra las brujas del siglo XVII siguen siendo la base del argumento, una trama que suele derivar en la venganza sobre los descendientes de aquellos implacables verdugos o en el intento de re-engendrar, por enésima vez, al hijo del diablo. El catálogo cinematográfico brujeril es ingente y cada guionista habrá sabido o no aportar su parte: "Dies irae" de Carl T. Dreyer, "La semilla del diablo" de Roman Polanski, "La máscara del demonio" de Mario Bava, "Suspiria" de Dario Argento, "La profecía" de Richard Donner, etc.

Si en "The Lords of Salem" no se aprecia un guión rompedor, habrá que valorar, en su caso, la estética, una característica fundamental en el género fantástico y de terror. El director Rob Zombie formó parte en los años 80 de un grupo de heavy metal llamado White Zombie (como la película de 1932 dirigida por Victor Halperin y protagonizada por Bela Lugosi; también se puede ver en Internet: en la página web https://archive.org/details/moviesandfilms se pueden encontrar miles de películas que han pasado a dominio público), banda metalera que incluía en sus canciones múltiples referencias a la cultura cinéfila de serie B. De ahí a realizador de cine, hacia una carrera aterradora que parece ser bastante apreciada entre los entendidos del género, entre los cuales no me puedo incluir. Así que desde mi bisoñez en las películas de Mr. Zombie sólo puedo considerar que se nota que procede del mundo de la música (la melodía chamánica de un extraño disco es el Macguffin que pone en marcha la acción), que el estilo de los videoclips de la banda Marilyn Manson no ha caído en saco roto y que ambientar la cinta en la ciudad de Salem, cercana a Boston, tristemente célebre por los procesos judiciales llevados a cabo en 1692 para juzgar delitos de brujería (donde al parecer los condenados no perecieron quemados en una pira, sino que fueron ahorcados: no queda igual de resultón en pantalla), es un recurso manido y trillado hasta la saciedad.

Y, sin embargo, algo tiene la película. Quizás esa teatralidad desmedida que la domina, la imagen circense y la puesta en escena elaborada, sean un signo de los tiempos, tan asentado en la moda y en el rock más lúgubre, que uno no puede por menos que sentirse fascinado ante tanto barroquismo.
Víctimas del audiovisual, esclavos del soporte magnético, fieles seguidores del tubo catódico... ¡Arrepentíos!

miércoles, octubre 29, 2014

"Rompiendo las olas", de Lars von Trier

La chica del corazón de oro. Un cuento sobre una niña llamada Corazón de oro, un recuerdo infantil, condujo a Lars Von Trier a escribir y rodar "Rompiendo las olas". I crossed the ocean for a heart of gold, cantaba Neil Young. Pero Bess (Emily Watson) no será la única chica buena que aparezca en la filmografía del director danés. Selma (Björk) en "Bailar en la oscuridad" o Grace (Nicole Kidman) en "Dogville", alcanzarán notables cotas de bondad, si bien sería más acertado definir su comportamiento como sumisión a la voluntad ajena o, mejor aún, a la maldad ajena: tonta de puro buena: estajanovistas del consentimiento. Lars Von Trier es un estupendo director de actrices. Consigue que algunas de ellas echen el resto y borden actuaciones capaces de alzarse con el aprecio rotundo de la crítica internacional. De hecho, he leído escritos feroces contra las películas de Von Trier pero no recuerdo malas críticas hacia las interpretaciones de sus protagonistas absolutas. Mira por dónde, hoy igual le cae una...

La mujer y la religión, temas recurrentes en su carrera. Bess vive en un ambiente opresivo, tierras de penumbra del norte de Escocia dominadas por una severa comunidad calvinista, impermeable a cualquier señal de alegría (¿cómo no recordar "El festín de Babette" aquella joya de otro gran director danés, Gabriel Axel? El dogma vencido por el pecado de la gula). Se casa con un trabajador de una plataforma petrolífera, Jan (Stellan Skarsgård), historia de amor que parece contagiarse por el hedor rancio y malsano que emana del pueblo de Bess y que amenaza con terminar no mal, sino mucho peor: el barco donde los ojos claros de Udo Kier, un habitual del cine de Lars Von Trier, vigilan la puerta del Infierno. La verdad es que "Rompiendo las olas" se encuentra entre las películas de este director que menos me han gustado. La estética sucia, el movimiento continuo de la cámara, el estilo documental, el grano gordo de la fotografía, la dictadura del paisaje (la naturaleza poderosa y el hombre sometido a lo que ésta quiera hacer de él: el cine de Antonioni y sobre todo "El grito", aunque en ésa la víctima sea el hombre), todo estupendo. Pero creo que el hartazgo y el aburrimiento me surgen por la actuación intensa de Emily Watson, lunática, bipolar y alucinada que, aunque sean exigencias del guión, se conduce con una impostura (le quedaría mucho por rodar, era su debut frente a las cámaras) que me arroja fuera de los fotogramas, me desconecta de la trama y me induce al bostezo: tan plomiza la atmósfera que el celuloide terminó por convertirse en un plomo.
Una lástima.

Pero la canción de Neil Young, no.

jueves, octubre 23, 2014

"NYMPH()MANIAC", de Lars von Trier

Cierre (de momento y si fueran tres) a la trilogía de la depresión, junto a "Anticristo" y "Melancolía", de la depresión que el director danés, parece ser, padeció en su día. Trilogía genial, al menos en las dos primeras, no tanto en esta larguísima (en dos volúmenes) "Nymphomaniac". Trilogía del trampantojo: ni "Anticristo" es una película de terror, ni "Melancolía" es cine de catástrofes, ni "Nymphomaniac" es una porno. En las tres se exploran estados alterados de la personalidad, ya sean producidos por circunstancias externas, altamente traumáticas, que desencadenan el drama, o por las características ocultas en la naturaleza del ser humano, alelos combinados de forma caprichosa y sorprendente: pura química: la química de la mente y de los recuerdos, sobre todo de éstos, que se desvanecen como el nitrato de plata de un antiguo daguerrotipo, produciendo una impronta siempre falsa: lo único que es importante recordar, que todo recuerdo es mentiroso.

En "Nymphomaniac" se acude constantemente al recuerdo, flash-back, que si no mentiroso, al menos puede resultar increíble por descabellado: será que mis recuerdos tienen más de descabello que de descabellados. La confesión al ser puro, al individuo alejado de cualquier contaminación mundana, aquel en el que toda experiencia adquirida nunca fue experimentada, en el que todo conocimiento surge de las páginas asépticas de los libros. Es, por tanto, el conocimiento teórico del sacerdote (en teoría: la virtud del sacerdote se supone, perdón, se suponía), del que no conoce el pecado y sin embargo, gran paradoja, está acreditado para escuchar relatos tumultuosos y emitir dictámenes. Acotaciones será lo que reparta con fruición de listillo Seligman (Stellan Skarsgård) al escuchar las andanzas de Joe (Charlotte Gainsbourg) y esas acotaciones son lo mejor que ofrece esta cinta: la transformación en parábolas, en conexiones metafóricas que dan pie a un sermón de propósitos moralizantes: la religión forma buena parte del trasfondo ético de la trama: el pecado (volumen I) y la penitencia (volumen II): Joe el demonio y el judío Seligman... el otro. Sus diálogos son la parte más interesante de la película.

La búsqueda acaparadora de Joe, el ansia frenética de agotar sus capacidades sexuales destruye a todo el que se acerca a ella, Seligman incluido, y su trayectoria vital se pude asimilar a la de una yonki irredenta, una persona desahuciada de sí misma que antepone satisfacer su adicción a cualquier otra cosa, el yonki que cada vez necesita una dosis mayor para retornar al nirvana del chute, una cumbre del gozo que termina siendo inalcanzable. Charlotte Gainsbourg exigida al máximo, otra vez: Lars Von Trier no le ha concedido tregua en las películas mencionadas en esta entrada. Y sorprende toparse con Shia LaBeouf lejos de automóviles robóticos y ropajes hollywoodienses, lo mismo que sorprende la intervención genial de Uma Thurman en otro de los mejores pasajes (la señora H. del tercer episodio de los ocho que componen "Nymphomaniac") de la cinta, uno que remite al cine más antiguo de Von Trier, el de "Los idiotas" y el nihilismo cinematográfico del movimiento Dogma.

Genitales digitales: si la pornografía es sexualidad circense simulada, en algunas escenas de "Nymphomaniac" la cualidad de simulación es mucho más extrema aún. Y si el efecto que pretende la pornografía es el de conducir al espectador a un estado de excitación sexual, "Nymphomaniac" lo único que puede conseguir en ese sentido es que el voyeur ocasional aborrezca el sexo para el resto de sus días. Joe balancea de la lujuria a la tristeza post coitum y de ahí a la impotencia y la ira. El pecado capital se hace mortal y de nuevo Lars Von Trier, ese loco, pero magistral, cineasta danés, ni hace prisioneros, ni da cuartel.


sábado, octubre 18, 2014

Revista. La Caja de Pandora nº 9 "Guerra"

Art by Tomas Serrano

"La Caja de Pandora", fanzine digital sobre cine y otras artes, revista en la que tengo el placer de participar, lanza un nuevo número. En esta ocasión un especial "Guerra", uno de los géneros cinematográficos por excelencia, sobre todo desde que se verificó su efecto propagandístico y patriotero, su capacidad para inflamar el espíritu guerrero del ciudadano más pacífico: de la sala de cine a la de reclutamiento.

Este pequeño Licantropunk contribuye al contenido de la publicación con un escrito sobre una película que quedó marcada en su día como uno de los títulos más dolorosos que jamás contemplé: "La tumba de las luciérnagas" de Isao Takahata. El cine bélico muestra en esta cinta su vertiente más acertada: el cine antibélico: los desastres de la guerra. Desde el candoroso anime del estudio Gibli surgen unos fotogramas desgarradores que no tienen contemplaciones a la hora de remover conciencias, de desvelar toda la crudeza que la situación de huérfanos de guerra abandonados a su suerte puede contener. Un verdadero horror. Una película que hay que ver.


Enhorabuena por este fantástico ejemplar de la revista a todos los que colaboran en ella y, por supuesto. a José Ángel de Dios, su director, coordinador, maquetador, además de articulista: nueve números ya y otro anunciado.

A "La Caja de Pandora" se puede acceder a través de:
http://cajadepandoramagazine.blogspot.com.es/2014/10/la-caja-de-pandora-especial-guerra.html

Lectura on-line: http://content.yudu.com/Library/A364xo/LaCajadePandoraEspec/resources/index.htm?referrerUrl=http%3A%2F%2Ffree.yudu.com%2Fitem%2Fdetails%2F2407083%2FLa-Caja-de-Pandora-Especial-Guerra 

Enlace de descarga:
https://www.dropbox.com/s/lef6bw0k1h3mqs9/LA%20CAJA%20PANDORA%20GUERRA.pdf?dl=0

lunes, octubre 06, 2014

"Boyhood", de Richard Linklater

Lo importante será poner en valor esta película más allá de su condición especial, es decir, saber si hay una película detrás del experimento técnico cinematográfico. A fin de cuentas, el espectador no tiene por qué conocer de antemano las circunstancias del rodaje de esta cinta. Supongamos que un montador extrae una secuencia de cada uno de los capítulos de las tropecientas temporadas de la serie "Cuéntame como pasó" y las pone una a continuación de otra, de modo que se obtenga un metraje de tres horas (un montador realmente avezado en condensación de tramas) en el que se asiste a la evolución del niño Carlos Alcántara (Ricardo Gómez) desde los siete a los veinte años. Cuestiones de estilo y estética aparte, ¿no se obtendrían dos películas muy parecidas? Y si, en vez de acudir al famoso culebrón sobre la Transición, tomamos a François Truffaut rodando la episódica vida de Antoine Doinel desde la crecedera piel de Jean-Pierre Léaud (en un intervalo de veinte años, interpretó a Doinel en cinco títulos distintos) el ejemplo tendrá más lustre.

Pero la apuesta de Richard Linklater ha sido otra, un ejercicio antropológico rodado durante más de una década, apenas tres días de rodaje por año, un ejercicio premeditado, sin depender de que un índice de audiencia permita que una historia, y su grupo de actores, prolongue la trama hasta límites sólo alcanzables por productos televisivos. Y Linklater no es un novato en ese no uso del maquillaje para caracterizar la edad de sus actores: su trilogía romántica "Antes del... amanecer, atardecer y anochecer" es otro ejemplo de paciencia cinematográfica, de proyecto a largo plazo. Podría haber realizado un documental, pero "Boyhood", la niñez de un chico, es una ficción que procura ser veraz. Y lo logra. Nadie puede poner en duda que las circunstancias vitales del joven Mason (Ellar Coltrane) son creíbles. ¿Qué caracteriza, qué restringe y condiciona la infancia más que ninguna otra cosa? ¿El divorcio de los padres? ¿El trato violento de los mayores? ¿La humillación del colegio? ¿Las compañías, sean las buenas o las malas? Saltos en el tiempo hacia momentos que pueden ser clave o no, lo fundamental o lo cotidiano, y un espectador que debe llenar el espacio en blanco entre escenas, para adivinar los cambios en la vida de Mason. Nada del otro mundo, tampoco: una dramatización que intenta representar una realidad bastante estándar: la falta de pasión de la costumbre.

El paso de la edad representado de forma un tanto simplona por la ambientación, pistas almacenadas en una cápsula del tiempo: la evolución de las videoconsolas, de los televisores, de los teléfonos móviles, de la música, hasta el fenómeno Harry Potter hace presencia. Ellar Coltrane y Lorelei Linklater (sí, hija de) dos hermanos prisioneros en un álbum de recuerdos de familia, no logran producir gran empatía, sobre todo ella, que de un inicio prometedor (la graciosa escena de falsa pelea en el dormitorio) de niña de armas tomar se diluye rápidamente en adolescente sosa. Si algún personaje de la trama ha conseguido conmoverme, sin duda será el del padre, interpretado por Ethan Hawke, un actor que nació casi el mismo año y casi el mismo día que yo: su metamorfosis en los fotogramas será aterradora: adiós al Pontiac GTO y a la pinta de músico cool, hola al rifle y la Biblia, o, lo que es lo mismo, la rebeldía aplacada por la edad y eso tan perro llamado circunstancias. Y la música como única redención posible.

Mason convertido en fotógrafo: la vida filmada ahora es el ojo que mira y se rebela además contra la invasión tecnológica actual: romper la cuarta pared, salir por la puerta de atrás del decorado y, como Truman, el hombre verdadero, el que logró escapar de la caverna platónica, ponerse a salvo de la mirada constante (la palabra precisa, la sonrisa perfecta) y no volver nunca más. Y, por si no nos vemos luego, buenos días, buenas tardes y buenas noches (esto último, dedicado especialmente a su mencionada trilogía, Mr. Linklater).

lunes, septiembre 29, 2014

"Nueve cartas a Berta", de Basilio Martín Patino

Mis sueños son en blanco y negro. No sé si será algo peculiar o si se trata de una característica general del territorio de la ensoñación. Quizás el color no entra dentro de lo poco que queda en el recuerdo al rato de haber sonado el despertador. Sostenía Tarkovsky que no importaba si el cine se hacía en color o en blanco y negro, que lo verdaderamente importante lo constituía la luz y la sombra, que esa era la impronta que quedaba fijada en la mente. En cualquier caso, yo sueño en blanco y negro, sí, la misma ausencia cromática que padecía el chico de la moto, interpretado por Mickey Rourke, en "La ley de la calle" de Francis Ford Coppola. Y es posible que esa carencia, si es que debemos llamarla así, unida a que el rodaje de "Nueve cartas a Berta" se realizara en la ciudad de Salamanca, mapa habitual de mis paseos nocturnos (los que hago dormido y, cuando se da la ocasión, también despierto), sea la que produzca un impacto tan grande de esta película en mi consciencia. En mi conciencia, también.

Hay otras películas que retratan con maestría las condiciones sociales de España bajo la dictadura de Franco, títulos como "Surcos" de José Antonio Nieves Conde, "Calle Mayor" de Juan Antonio Bardem o "Mi tío Jacinto" de Ladislao Vajda; otras que hablan de exilio como "La guerra ha terminado" de Alain Resnais y otras en las que se empieza a vislumbrar la apertura, pero aún con la pesada losa del franquismo encima: "El desencanto" de Jaime Chávarri. La de Basilio Martín Patino tiene la virtud de reunir todos esos temas en un metraje individual. Todos esos y alguno más. La película con la que se podría establecer un paralelismo, no tan descabellado, para "Nueve cartas a Berta", sería "El graduado" de Mike Nichols, rodada al otro lado del Atlántico pocos años después. La encrucijada vital en la que se encuentran Lorenzo (Emilio Gutiérrez Caba) de esta parte y Benjamin (Dustin Hoffman) allende los mares, es prácticamente la misma. La diferencia más notable es que uno habita la escala de grises del invierno charro y el otro se tuesta bajo el sol de California, pero el despiste de ambos es similar: la encrucijada de la edad, del qué hacer con las ambiciones cuando se termina el periodo de formación y el pertenecer a una familia sin problemas económicos acuciantes concede cierta libertad de elección. Transcribo un párrafo del libro "Historia de la muerte en Occidente" de Philippe Ariès, que estoy leyendo actualmente y que me parece certero en esta reflexión: Hoy en día el adulto experimenta tarde o temprano -y cada vez más temprano que tarde-, el sentimiento de que ha fracasado, de que su vida de adulto no ha conseguido ninguna de las promesas de su adolescencia. Este sentimiento se halla en el origen del clima de depresión que se extiende entre las clases acomodadas de las sociedades industriales. "Nueve cartas a Berta" y el drama existencial de Lorenzo, frente al tono de comedia de "El graduado" relatando las tormentosas relaciones de Ben Braddock, surgen, en fin, del mismo sentimiento de insatisfacción y de las mismas ansias de enmendarlo. La crisis de los cuarenta ha bajado su media de edad de modo escandaloso en los últimos cincuenta años.

"Nueve cartas a Berta" es una historia de claudicación. Se puede pensar que no es claudicación sino conciliación, ese pacto con uno mismo que trae la edad, dicen, sentar la cabeza y madurar, pero no, es claudicación y derrota, dolorosa y sin retorno. Lorenzo escribe cartas a Berta, una joven que conoció durante una estancia en Londres. Ella es hija de un intelectual español exiliado y parece ser que el efecto que produjo esta chica en Lorenzo, en sus sentimientos y en sus esperanzas, fue demoledor. Berta representa no sólo el amor lejano, ese amor reforzado e idealizado por la distancia, sino también una forma de vida muy distinta: la libertad de pensamiento, las posibilidades ideológicas, las oportunidades profesionales más allá de la endogamia universitaria o del futuro acomodaticio de empleado de la caja de ahorros: sobremesas de mesa camilla y brasero, veladas de partida y puro en el casino, domingos de vermú en la Plaza Mayor a la salida de misa. ¡Ah!, la Iglesia, omnipresente de principio a fin de la película, recordando al espectador de 1966 cuál era uno de los más poderosos pilares del Estado (habrá quien piense que lo sigue siendo: se quedarían alucinados si supieran hasta dónde llegaba entonces su presencia).

El fin de la locura para Lorenzo, un final que nos destroza porque nos otorga un espejo para reconocernos. Basilio Martín Patino mueve su cámara, con más cariño que desprecio, por esta rancia capital de provincias (además de otras localizaciones como el cercano pueblo de Morille o, ya en la sierra, Valero: el paisaje serrano resulta ser transformador para el espíritu atormentado de Lorenzo: transformador pero no queda muy claro si para bien... o para mal). La cámara camina (nadie me podrá negar que ecos de la Nouvelle Vague resonaron en la calle Compañía) por la ciudad antigua en una temprana noche de invierno (un paseo parecido al que se relata en la novela "Sucinta historia del mes de noviembre" de Francisco J. Pastor González, otro enamorado sin remedio del Alto soto de torres), un trayecto mágico entre fantasmas de Humanismo y Renacimiento, de aularios y cafeterías, de piedras centenarias y farolas solitarias. El trayecto sin rumbo que, un día cualquiera, de diario, avanzado ya el otoño, cuando se apaguen los tumultos del turismo y de los estudiantes, entre la niebla y el silencio, lance rotundo al ánimo el peso de la memoria: la nostalgia por aquellas batallas perdidas que, sin dudarlo un instante, volverías a pelear. Y a perder.