lunes, marzo 30, 2020

"La casa de Jack", de Lars von Trier

Si un término puede usarse para definir la filmografía del director danés Lars von Trier y unirla en su sentido argumental, esa sería la palabra tormento: no, la gente que sale en sus películas no se puede decir que sea una gente feliz, precisamente. Esta deriva desesperanzada y angustiosa encontró su máxima expresión en sus tres películas anteriores, la llamada, tal cual, "Trilogía de la depresión", y que estaba formada por los títulos "Anticristo", "Melancolía" y "Nymphomaniac", tres entregas dedicadas al dolor y que era, ante todo, el dolor personal de aquel que se encuentra en callejones vitales sin salida.
En contraposición a esa saga del trauma, "La casa de Jack" aborda los macabros actos criminales de un asesino en serie y, por tanto, realiza un salto al otro lado del espejo: de los que padecen sufrimiento a los que lo provocan. Un sufrimiento, además, violento e injustificado, totalmente gratuito, conducido por el afán irracional de un psicópata social inmune a sentir cualquier tipo de empatía hacia sus congéneres. Lars von Trier no se limitará a componer el relato de las atrocidades del psicokiller de turno, tema de género en multitud de series y películas actuales: las mentes peligrosas venden guiones como nunca.
El autor vincula a su carnicero, interpretado con solvencia por Matt Dillon, con el mundo del arte, con su teoría y su práctica, elevando de este modo el narcisismo homicida del personaje a un nivel trascendente superior: la locura como fuerza creadora del genio artístico, la excentricidad como llave eficaz hacia puntos de vista alternativos, la obra como recipiente seguro para las fantasías más oscuras que pueblan la psique del ser humano. Así, acompañando el celuloide de imágenes de las demoledoras interpretaciones del pianista Glenn Gould, de las barrocas pinturas visionarias del poliédrico William Blake o, sobre todo, de breves insertos de sus anteriores películas, el director ocupa el lugar de su actor: Jack es Lars y Lars es Jack: el ego imparable de los superdotados en su oficio.
El poeta Virgilio guía a Dante, otro poeta, por los terribles caminos que llevan al infierno. Para encarnar ese puesto de infausto cicerone, quién mejor que el gran Bruno Ganz en su, maldita casualidad, último papel antes de fallecer, un epílogo actoral formidable: Verge y Jack adentrándose más y más en las tópicas profundidades del averno, catábasis necesaria, penitencia en efigie del más trastornado de los directores de cine modernos, y a la vez uno de los mejores, que, como de costumbre sin tomar prisioneros, vuelve a entregar una obra maestra.

domingo, marzo 22, 2020

"La trinchera infinita", de Jon Garaño, Aitor Arregi Galdos y José Mari Goenaga

Clandestinidad, reclusión y paranoia. Las condiciones en la que pasaron años, incluso décadas, muchas de las personas perseguidas durante y después de la Guerra Civil española, hacen pensar que el hastag #quedateencasa, que en estos días tiene la consideración de deber cívico, tuvo en aquellos tiempos de terror dictatorial un cariz completamente opuesto: esconderse para evitar juicios sumarísimos que tenían la mala costumbre de terminar con el acusado fusilado frente a la tapia del cementerio. Delaciones, arrestos, batidas, torturas. Sí, mejor quedarse en casa.
Manuel Leguineche fue escritor de cabecera de mi juventud, uno de los más conocidos corresponsales de guerra del periodismo español (a él se le atribuye la frase de que a su "tribu" de reporteros se les describía fácilmente usando tres des: dipsómanos, divorciados y depresivos) que también tenía una excelente obra dedicada al ensayo histórico, con títulos como "Yugoslavia kaputt", "Los años de la infamia", "Annual 1921", "Yo pondré la guerra", "Yo te diré", "El viaje prodigioso" o, uno de los más conocidos, "Los topos", escrito junto a Jesús Torbado. "Los topos" se publica en 1977 y constituye un testimonio fundamental, obtenido tras años de investigación, de una veintena de hombres que vivieron ocultos por sus familias durante los años más duros del régimen franquista, cautiverio autoinfligido que se inició por pura supervivencia y que se prolongó por puro miedo.
¿Cómo pudieron aquellas personas esconderse con tanta eficacia? He conocido muchas casas antiguas, en los pueblos, que eran una colección de estancias, recovecos, oquedades. Al recorrer aquellos hogares de repente aparecía una alcoba, una despensa, una puerta que no daba paso a ninguna parte, una ventana por la que se accedía a cualquier sitio. Sobraos y lagaretas. Tinajas y alacenas. Las necesidades del trabajo, el aumento de la descendencia o el reparto kafkiano de las heredades, habían conseguido que la distribución de esas casonas, muchas con siglos de antigüedad, variara con cada nueva generación de habitantes hasta formar un mapa vital tan característico como único: ni una casa igual a la siguiente: fácil perderse, difícil encontrarse. Y en un pispás se levantaba otra pared o se abría otro hueco. Y a enterrarse en vida.
El equipo de directores que firma y filma "La trinchera infinita", se ha repartido los puestos de director y guión en otros dos largometrajes más, "Loreak" y "Handía", logrando con esta colaboración artística una filmografía de éxito crítico, premiada y nominada como pocas. Si "Loreak" era una brillante propuesta intimista acerca del luto y el matriarcado, "Handía" se adentraba en el retrato de época más pintoresco, y obtenía, sin embargo, el reconocimiento como película con más premios Goya de 2018. "La trinchera infinita" alude a las dos condiciones de sus predecesoras, el intimismo y la aproximación histórica, y tiene éxito en un año en que han vuelto a tener protagonismo cinematográfico los títulos alrededor de la Guerra Civil, como han sido la célebre "Mientras dure la guerra" de Alejandro Amenábar o ese curioso western hispano sobre el maquis titulado "Sordo", ópera prima de Alfonso Cortés-Cavanillas, un cine que, curiosamente, siempre tiene a la Guerra Civil en el telón de fondo y nunca se puede clasificar como cine bélico. En el cine español aún no hay presupuesto para batallas o, simplemente, no hay interés por rodarlas. Espero que sea lo primero.

miércoles, marzo 11, 2020

"Día de lluvia en Nueva York", de Woody Allen

La asombrosa cadencia anual de estrenos que presentaba el cineasta Woody Allen, se vio súbitamente interrumpida: aún teniendo un título listo para su presentación al público, el año 2018 se iba a quedar sin una película de Woody Allen. Esta irregularidad en su trayectoria de las últimas tres décadas, se debió a que en 2017 se lanzó al mundo, con una energía mediática tremenda, el movimiento conocido como "Me Too", que se distinguía por denunciar públicamente el acoso sexual que sufrían desde los inicios del cinematógrafo las actrices de Hollywood y, en general, cualquier comportamiento inapropiado que hubiera provocado que alguien se sintiera incómodo realizando su trabajo. De aquella ola surgieron, entre otros muchos escándalos, el juicio criminal contra el todopoderoso productor de Miramax Harvey Weinstein, el borrado de Kevin Spacey de los fotogramas de la cinta "Todo el dinero del mundo" de Ridley Scott o, llegando a lo más reciente, la condena al ostracismo del cantante de ópera Plácido Domingo. Para cineastas como Roman Polanski o Woody Allen, propicia carne de cañón del tema, la cosa se ponía fea: en Internet las sentencias se proclaman sin tribunal, jurado ni juez y pueden arrastrar con ellas pérdidas millonarias. Amazon era, a la sazón (rima libre), la productora de "Día de lluvia en Nueva York" y, en vista de cómo crecía la epidemia de denuncias en aquel tiempo, decidió poner la película en "cuarentena". Allen les demandó y mediante un acuerdo extrajudicial consiguió rescindir su contrato con la productora de comercio electrónico y hacerse con los derechos de la obra. Finalmente fue estrenada en salas en el verano de 2019: en Europa, claro, que yo sepa en Estados Unidos no ha pasado por los cines: el director de Brooklyn es un sempiterno exiliado del biempensante y anodino cine hollywoodiense.
¿Y la película qué tal? Pues se trata de una deliciosa comedia romántica que se disfruta de principio a fin y que cuenta en su reparto con algunos de los más brillantes jovenzuelos del panorama cinematográfico actual, como son Timothée Chalamet o Elle Fanning. Desenvuelve su trama, sello de autor, entre los ambientes más pijos e intelectualoides de la alta sociedad neoyorquina. Y de nuevo la firma de Vittorio Storaro en la fotografía, otorgando a los fotogramas una calidez formidable, un aura de melancólica bittersweet que reconforta el espíritu aunque en la calle no pare de llover. Como de costumbre, la cinta dejará para el recuerdo cinéfilo secuencias imborrables, momentos trascendentes que, en esta ocasión, se levantan sobre el lado oscuro de la riqueza y la ostentación, dejando patente que no es oro todo lo que reluce y que los ricos también lloran, válgame el recurso barato de las frases hechas.
Allen en el diván, otra vez, sometido de nuevo al linchamiento artístico. Tanto fue así que algunos de los millennials que actuaron en la película y que seguro que dieron saltos de alegría cuando recibieron la llamada de prestigio del cineasta para participar en el rodaje, donaron sus emolumentos a diversas causas relacionadas con el "Me Too", un ejercicio vacuo y propagandístico destinado a lavar sus hipócritas conciencias de "influencer instagramero". Cría cuervos, Woody.