lunes, febrero 20, 2017

"High-Rise", de Ben Wheatley

Adaptación cinematográfica de la novela "Rascacielos" de James Graham Ballard, publicada en 1975. Adaptación, o al menos eso parecía pretender: se queda en trailer de la novela, en una serie de retazos inconexos, formando una trama incomprensible, opino, para todo aquel que no haya leído la célebre novela de J. G. Ballard: quizás, al menos, la película consiga derivar lectores hacía el libro, curiosos por saber de qué va todo ese caos fílmico (yo la leí en su día, tomando buena nota, una vez más, de las recomendaciones que en los últimos diez años han llegado desde el blog "El tiempo ganado" de Francisco Machuca, fuente inagotable de referencias ineludibles, escritas con maestría y hondo conocimiento del tema tratado: el tiempo ganado, sí, donde nunca el tiempo es perdido). Un reparto acertado (Tom Hiddleston, Jeremy Irons, Luke Evans, Sienna Miller), y una ambientación correcta (menos mal que han mantenido la época de la novela, si la trasladan a la actualidad, en vez de botellas de vino hubieran volado teléfonos móviles por las ventanas) para una interpretación superficial del rotundo mensaje crítico de la obra de Ballard.
Un rascacielos, una moderna torre de viviendas, cuarenta pisos repletos de puertas, de cosas, de gente, de individualidades solitarias, la gran paradoja moderna de colmenas atiborradas de soledades. Un rascacielos de Londres, una ciudad donde poseer un metro cuadrado de suelo embaldosado (embaldosado, embalsamado) sólo está al alcance de los más pudientes, de los salarios más altos. Pero tener una llave de ese edificio es una alegría efímera, una vanidad digna de terminar en la hoguera, Tom Wolfe, como todas. Al poco de vivir en él, entre habitantes de la misma comunidad exclusiva se revelan diferencias abismales: la igualdad termina en el portal: la jerarquía de qué botón se pulsa en el ascensor para llegar a casa se impone, en un límite que parece marcar el piso veinte. De ahí para arriba, de ahí para abajo. Esquizofrenia silenciosa, angustia cotidiana, odio volcado desde las mirillas, obsesiones rasgando la moqueta. La sociedad moderna ha sepultado ideologías y religiones, generando un dios único, posiblemente el peor de todos: el dios del compra hasta morir: más grande, más caro, más ostentoso. Ya en aquel 1975 se había despertado, con la crisis del petróleo, del sueño indolente del estado del bienestar que había engendrado la posguerra europea: la arcadia del consumo satisfecho, que no era más que una respuesta política al antagonismo dictatorial del bloque comunista: había que demostrar, como fuera, que occidente era más dichoso. Pero aquella fiesta terminó.
Si para la sociedad actual, la cueva platónica, ilusión de realidad, es el verdadero anhelo, el tonto feliz, ¿por qué no volver a la cueva pura y dura? Demolición del lujo, de las comodidades superfluas, del estomago saciado, sepultar milenios de progreso, puntales de civilización, olvidados en pasillos hediondos y ascensores atascados. Barricadas en el descansillo y hogueras en las terrazas: el resurgimiento del cazador-recolector, hambriento y sucio, exhausto y peligroso, violento e inclemente, pero que duerme a pierna suelta en su madriguera. Ballard relata magistralmente este descenso por la cadena evolutiva, un camino, a priori, descabellado e irreal, pero contado como una secuencia de acontecimientos tan locos como indiscutibles: la lógica de lo erróneo para un relato lúcido del fracaso de la especie humana, que ha pretendido no ser el mísero mono desnudo que ha sido siempre.
El nuevo mundo del rascacielos de Ballard resulta ser un viejo conocido.

martes, febrero 07, 2017

"Manchester by the Sea", de Kenneth Lonergan

Kenneth Lonergan puede presumir de una carrera reconocida y premiada como autor teatral: triunfar en Broadway. De su trayectoria como director de cine no había visto nada aún, si bien una película suya, "Margaret", la tengo apuntada desde que la BBC la incluyó en su flamante lista de las cien mejores películas de lo que llevamos de siglo XXI: después de "Manchester by the Sea", las ganas de ver "Margaret" han aumentado.
Caigo en la tentación facilona de concluir que se nota la herencia teatral de Lonergan; que los diálogos de la cinta son estupendos, agudos, amargo dulzor; que esta historia trágica que el cineasta neoyorquino ha arrojado a la platea, sepultando por momentos al espectador en un intenso sentimiento de tristeza, es capaz de respirar con un gran sentido del humor: la dosis justa de sonrisas, el desahogo necesario de las lágrimas. No hay salvación, ni catarsis, sólo apaños cotidianos para ir tirando: como la vida misma.
He repasado lo que he escrito durante estos años en el blog cuando aparecía el nombre de Casey Affleck: está claro mi respeto por este actor. "Gerry" de Gus Van Sant, "El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford" de Andrew Dominik, "El demonio bajo la piel" de Michael Winterbottom. También ha dirigido, "I'm still here", aquel falso documental protagonizado por su cuñado, Joaquin Phoenix, pero aquello no me pareció que demostrara sus virtudes desde el otro lado de la cámara, con lo cual va a resultar que Casey va a ser el reverso de Ben, el hermanísimo: discreto actor, buen director, y viceversa.
La naturalidad con la que Casey Affleck logra sacar adelante el personaje autodestructivo y derrotado de Lee Chandler, supone un ejercicio de interpretación sobresaliente. Lee, muerto viviente necesitado de cualquier compasión disponible, acude al rescate de quien menos lo precisa: esos inmortales, dulces dieciséis años, en los que eras invencible y no lo sabías. Los chicos viven, los adultos sobreviven.