domingo, noviembre 24, 2019

"Mientras dure la guerra", de Alejandro Amenábar


Miguel de Unamuno y Jugo, ese salmantino nacido en Bilbao. Sí, tan salmantino como el río Tormes, el hornazo o el frío de noviembre. Tanto es así, que cualquier charrito de pro (o al menos muchos de ellos) es capaz de describir, con pelos y señales, lo acontecido el día 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. A la popularización de este episodio señalado de la historia de nuestra ciudad, contribuyó que, hace una década, el alcalde de entonces, del Partido Popular, colgara en la balconada del ayuntamiento una pancarta en la que se leía el célebre lema unamuniano "venceréis pero no convenceréis". Aquel acto propagandístico formaba parte de una campaña en contra del traslado de parte del archivo de la Guerra Civil, sito en Salamanca, a tierras catalanas, y a más de uno nos hizo alzar las cejas tamaña paradoja: un regidor de derechas apropiándose de un mito de la izquierda, del antifranquismo: como si le hubiera dado por mostrar unos versos de "La Internacional", en fin, y perdóneseme la ocurrencia.
Esa apropiación de iconos, de símbolos de prestigio que otorgan lustre a una causa determinada, está muy presente en "Mientras dure la guerra". Unamuno era, a la sazón, el gigante intelectual del que solo se esperaba que sentenciara verdades inamovibles, una fuente de sabiduría universal que, por sostener sus convicciones contra viento y marea, había padecido un tiempo de destierro en Fuerteventura durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera. A los salmantinos se nos calienta la boca con facilidad, dato que cualquiera puede corroborar dándose un paseo por sus tabernas (¿quedan tabernas aún?). Pero las palabras de don Miguel tenían eco, además, más allá de las fronteras españolas, de modo que el efecto de sus calentamientos tardaba bastante en templarse. Con 72 años y tras haberse podido hacer una idea certera de las consecuencias del levantamiento del 18 de julio, tenía dos opciones. La primera era morderse la lengua, seguir apoyando un golpe de estado al que inicialmente había concedido un respaldo robusto y disfrutar de las prebendas de constituirse en intelectual del régimen. La segunda era no permanecer impasible ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos y que habían sumido a su querido "alto soto de torres" y, por extensión, a toda España, en un terrorífico estado de violencia inmisericorde: delaciones, secuestros y fusilamientos: fueron a por los rojos, pero como yo no era rojo... Esa escalada represiva sepultaba sin remedio los valores de la civilización occidental, tan defendida por el eterno rector, y ya se sabe que si se frota mucho la lámpara acaba saliendo el genio: uno contra cientos, armado únicamente con la palabra, en aquella mañana de octubre. El tiempo le dió la razón y al final el que ha vencido es él (la lectura imprescindible para asomarse al último año de vida de Miguel de Unamuno se encuentra en "Agonizar en Salamanca" de Luciano G. Egido, gran novelista de la historia de Salamanca en distintos momentos de su existencia).
La película de Amenábar retrata tanto el camino de la caída pública de Unamuno como, en antagonía indisimulable, el ascenso imparabable del dictador Franco. Tan interesante es la ruta que conduce al enfrentamiento abierto entre el rector Miguel de Unamuno y el general José Millán-Astray el Día de la Raza del 36, como la que nombra a Francisco Franco generalísimo en el aeródromo de San Fernando, cerca de Ciudad Rodrigo. Si Karra Elejalde logra una interpretación emotiva (pasada de melodrama en algunas secuencias) de la figura unamuniana, no menos eficaz resulta el catálogo de mandos del bando nacional encarnado, entre otros, por Santi Prego, Eduard Fernández o Tito Valverde. El tándem formando por Franco y Millán-Astray ya permitió lucirse con éxito a Juan Echanove y Juan Luis Galiardo en "Madregilda" de Francisco Regueiro, forzando la caricatura pero aprovechando al máximo los tópicos éticos y estéticos que esa pareja de militares ha dejado para la posteridad. Santi Prego y Eduard Fernández también apuran el regalo dotando a la escena de una pátina de verosimilitud que no pasa desapercibida al espectador.

Al escuchar o leer las distintas opiniones que ha suscitado esta película en el público en general, recordé el título de un excelente libro del historiador Juan Eslava Galán: "Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie". Cuando una película aborda un suceso histórico del pasado, lo falso siempre queda por encima de lo verídico, pues lo que se realiza es una dramatización sentimental del hecho, no un retrato realista, objetivo que resultaría imposible. De lo que dijo Unamuno aquel día en la universidad hubo muchos testigos pero pocos testimonios, algunos de los cuales se contradicen en cuanto al contenido de las palabras pronunciadas. Si, yendo un paso más allá en lo imposible, se intenta dar acta notarial al contenido de sus conversaciones familiares o de las charlas que mantuvo en sus paseos con Atilano Coco o Salvador Vila, fácilmente se constatará la futilidad de la tarea. No es Unamuno y su vida, es un reflejo que podrá convecer más o menos al espectador, pero que no debe tomarse como verdad irrefutable. Así, las críticas que más perplejo me han dejado son las que censuran la película por humanizar la figura del dictador en la impecable actuación de Santi Prego. Algo parecido escuché cuando el añorado Bruno Ganz interpretó a Adolf Hitler en la espléndida "El hundimiento" de Oliver Hirschbiegel, cinta a la que se atacaba porque Hitler aparecía como un ser humano. Igual algún cretino se piensa que los dictadores vienen de Marte...