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domingo, julio 24, 2011

Teatro. "Mujeres de Shakespeare", de Rafael Álvarez "El Brujo"

La primera vez que vi actuar sobre un escenario a Rafael Álvarez "El Brujo" debió ser en 1986 o 1987 (tres amigos consultados que asistieron al evento no saben concretar el año, al igual que yo: alzheimer temprano: no somos nada). En números redondos, hace veinticinco años: toma ya. La función de aquella noche en el teatro Liceo de Salamanca era "La taberna fantástica" de Alfonso Sastre, una obra que estuvo censurada durante el régimen de Franco (claro, ¿cuándo si no?) y que no fue estrenada hasta los años ochenta, una década después de la muerte del dictador: transición tranquila, que no se me enfade nadie, unos desembarcan en la democracia sin culpa ni remordimientos, en fantásticas lanchas de salvamento, y otros llegaron como pudieron, tras la cárcel y el exilio (palabras de Andrés Trapiello en "Los amigos del crimen perfecto"). Para los alumnos de 2º de B.U.P del instituto "Mateo Hernández" de Salamanca (gracias Rosa Ramajo, inolvidable profesora de literatura, por atreverte a provocar a tus chicos y chicas más allá del horario de clases, una meta más lejana que la consabida de unos magros exámenes por aprobar: gracias por llevarnos), vecinos en su mayoría del barrio Garrido y por tanto, en su mayoría también, hijos de obreros, de padres que apenas han tenido oportunidad de formarse, desertores del arado, exiliados del campo, emigrantes en Alemania y currantes en España. Ir al teatro en aquella ocasión, al de verdad, fue un rito iniciático: la primera vez para muchos de nosotros. Y el recuerdo de ese par de horas sentado en el patio de butacas, transportado en vivo a un mundo de lumpen y conciencia de clase, es el rescoldo inextinguible de amor por el teatro: un flechazo, una pasión que debo compartir con el cine que, por razones evidentes de oportunidad, es una puerta más veces abierta: pasión enlatada siempre lista para consumir. El Liceo, el Bretón, el Juan del Enzina (uno de los que más veces frecuenté: memoria sentimental, además) o las noches del Fonseca. Algunos ya no existen (teatros en extinción, voraz especulación urbana, aunque por suerte se suelen sustituir por espacios nuevos como el CAEM, hacia la periferia: terreno más barato. Mucho más preocupante es la desaparición de espacios de cine sustituidos por multisalas en centros comerciales que todos tienen la misma programación de mierda: una semana entera con tiempo para ir al cine y no encontrar nada bueno en la cartelera: habrá que esperar a septiembre) y otros remodelados como el Liceo o aún con una larga vida como el ciclo estival del Fonseca: todo vendido. Ahí acudimos, con su frio congénito y su aire ensordecedor: "El Brujo" fue previsor y se colocó un micrófono aunque no fue capaz de eludir al viento, otro protagonista en la obra: papeles volando.
"Mujeres de Shakespeare" es un genial monólogo acompañado de un violinista que casi no participa: unas pocas notas, de cuando en cuando (hour on hour, nos recuerdan, tan cerca en su pronunciación a whore on whore: la obra está llena de juegos de palabras -comedia en inglés es play- de traducciones imposibles, desconcertantes e ingeniosas). Jugar con el espectador es lo que hace este bufón, este comediante que sabe buscar complicidad en la platea desde el primer minuto en escena, interpelando directamente a su atención, a su entendimiento. Y si el nivel intelectual de Shakespeare es demasiado áspero para el común de los mortales (las referencias constantes al entendido Harold Bloom, luminaria del tema), mediante una puesta en escena cabaretera y picante logrará que todos nos acerquemos, atendamos, y sintamos el teatro como debió sentirse en el siglo XVI, un espectáculo mundano en el que los actores tenían que disputarse la atención del público con los vendedores de fruta, las prostitutas y los charlatanes de feria. A "El Brujo" le queda tiempo para cortar el hilo, meter un par de anécdotas propias o de otros o un par de puyas a la clase política, preferentemente a la que cae del lado derecho: el término titiritero, usado con desprecio por tertulianos mercenarios, cuando en realidad es un símbolo certero de talento artístico, de creación de historias a través de figuras inanimadas para después pasar la gorra, y, en fin, de humildad: pues bien, "El Brujo" sin duda es un titiritero de sí mismo y así lo sabe realizar, gesticulando y parloteando, con pases de mago más que de brujo, hipnotizando al respetable.
Las mujeres que Shakespeare pone en sus obras, Catalina, Rosalinda, Julieta, Beatriz, no son más que un enigma, otro misterio de la condición humana: el genio creador se proyecta en cada personaje que el inglés despliega en escena, puntualizando su propia personalidad y su experiencia: obra y autor intercalados sin remedio. Nos dice "El Brujo" que durante un tiempo Shakespeare se perdió, no se sabe dónde estuvo. Quizá estuvo con una troupe de gitanos en el bosque, durante años, depurando el estilo teatral hasta su esencia, hasta que la experiencia de repetir una y otra vez en cada función se destila en parar el tiempo: la contemplación y la sabiduría.
Como dije al principio, cuidado con "El Brujo". Si se le presta atención, es capaz de llegarte muy dentro. Y a ver luego cómo lo sacas.