sábado, enero 26, 2008

"Plan oculto", de Spike Lee

Película de atraco con rehenes. De este género hay otra moderna llamada "Negociador", de F. Gary Gray, protagonizada por Samuel L. Jackson y Kevin Spacey. Sin embargo las que más me han gustado de este tipo son dos bastante más antiguas. La primera es "Tarde de perros" de Sydney Lumet, en la que dos atracadores inexpertos, Al Pacino y John Cazale, intentan robar una pequeña sucursal bancaria neoyorquina y la segunda, localizada a miles de kilómetros de distancia y sin embargo similar en su planteamiento, es "La estanquera de Vallecas", de Eloy de la Iglesia, con José Luis Gómez y José Luis Manzano interpretando a los inolvidables Leandro y Tocho: el currante en paro de vuelta todo y el típico chaval de barrio educado en los billares que juguetea con la droga (y con Maribel Verdú). José Luis Manzano era habitual protagonista de las películas de Eloy de la Iglesia de los años ochenta, películas donde la delincuencia juvenil y las drogas eran los temas principales (títulos señeros como "Navajeros", "Colegas", "El Pico", para un cine desbocado). Eloy de la Iglesia sobrevivió a sus paseos por el lado salvaje y murió hace poco, ya cumplidos los sesenta, no así José Luis Manzano ni tampoco Antonio Flores ni "El Pirri", otros de sus actores fetiche, los tres muertos por sobredosis de heroína. En "Tarde de perros" y "La estanquera de Vallecas" hay un profundo olor a la vida de la calle, a lumpen obrero que se mete a robar porque no le queda otra salida. Quizá eso es lo que yo esperaba ver en una película de Spike Lee, ese olor a barrio.
El director experimenta con el género realizando una sofisticada obra acerca de ladrones de inteligencia superlativa, millonarios de pasado inconfesable y policías corruptos.
Denzel Washington es en este caso el negociador, un inspector de policía con ganas de ascender por la vía rápida y dispuesto a pasar por alto alguna norma del manual para lograr sus objetivos. Brilla más en otras películas. Me quedo con los interrogatorios que les hace a los rehenes para descubrir si son de los buenos o de los malos. Clive Owen es el atracador pero como se pasa enmascarado la mayor parte de la película, poco se puede decir de sus dotes actorales en esta ocasión. Jodie Foster hace un papel parecido al del Señor Lobo en "Pulp Fiction"('Hola, soy el Señor Lobo. Soluciono problemas') pero ni de lejos alcanza el nivel de seguridad que desprendía el personaje de Harvey Keitel. Se limita a darle un aire de suficiencia, sabiendo de sobra que no le va.
Al final a la trama se le pierde un poco el hilo. O era yo, que se me cerraban los ojos y casi no me enteré de como terminó la cosa. Habrá que volver a verla, aunque sólo sea el último cuarto de hora.

domingo, enero 20, 2008

"La Jungla 4.0", de Len Wiseman

Hace 20 años, en "La Jungla de Cristal" de John McTiernan, Bruce Willis encarnó por primera vez el personaje de John McClane, un policía cínico y vacilón que revolucionó un género saturado en los años ochenta por la presencia de superhombres con mucho músculo y poco cerebro (Arnold Schwarzenegger, Silvester Stallone, Chuck Norris: los más grandes entre los grandes: los chicos que la América de Ronald Reagan colaba en las pantallas de todo el mundo para demostrar quiénes eran los buenos). En aquella película John McClane se ve inmerso de improviso en un robo con rehenes a gran escala, el solo contra un ejercito de ladrones bien armados, y a pesar de quedarse descalzo y semidesnudo (su uniforme de guerra era un pantalón de pinzas y una camiseta imperio) consigue liberar el edificio Nakatone: a tiro limpio, eso sí. La gran virtud de la película era la de presentar al personaje como a uno que pasaba por allí, uno que estaba en el lugar inadecuado y en el peor momento, y que tiene que echarle valor para arreglar la situación porque nadie más lo va hacer: el héroe por accidente: un cualquiera de carne y hueso que termina sucio y herido (un médico estudió la escenas de acción de la película e hizo un parte de lesiones: en la vida real McClane sería un fiambre a la mitad de la película). La película tuvo dos secuelas muy parecidas a la original. En la tercera se da un giro al estilo (¿pasó de moda el héroe solitario?) y le buscan un compañero de fatigas, encarnado por Samuel L. Jackson ("La Jungla" inicia un subgénero cinematográfico denominado Die Hard Scenario con ejemplos como "Speed" o "Air Force One": uno contra todos en una localización bien delimitada como un edificio, un autobús, un avión; en la tercera y cuarta parte de "La Jungla" el genero se pasa a los buddy films: para la tercera McClane hace pareja con un electricista contestatario y en la cuarta con un hacker adolescente, pero el concepto original pierde fuerza). Eso fue en 1995 y la tecnología digital aún no había invadido el cine. Y allí debería haber acabado todo, con Jeremy Irons derrotado pero matando a Bruce Willis a traición al final de "La Jungla 3". Una muerte digna y una medalla póstuma. La areté del soldado en la Grecia clásica.
El título "La jungla 4.0", como si fuera la última versión de un juego de ordenador, avanza al espectador que de lo qué se trata en esta ocasión es de construir un más difícil todavía en la informática aplicada al cine. Un camión trepando puentes, un caza destruyendo una autopista. No es la primera película que lo intenta ni será la última, pero las secuencias de acción generadas por ordenador ya no llaman tanto la atención como cuando se vio por primera vez "Terminator 2" o "Matrix": es una carrera absurda. En la película unos terroristas utilizan Internet para manipular la Bolsa, los sistemas de distribución de electricidad, los de control aéreo. La informática como peligrosa herramienta en manos de criminales o terroristas, sirve de metáfora paradójica si se aplica a la técnica cinematográfica. En la reciente "Death Proof", Quentin Tarantino revindica la figura del especialista que realiza las escenas de acción sin añadidos innecesarios en el proceso de post-producción y que igualmente consiguen llevar emoción y riesgo a la pantalla: Harold Lloyd colgado del reloj. La tecnología debe ser el medio, no el fin.
John McClane más brutal y menos cachondo, más matón de discoteca y menos pesadilla de criminales, más pelado y menos pelón, provoca que Bruce Willis realice un papel que se parece a su personaje de "Doce monos" de Terry Gilliam: un viajero en el tiempo, triste y desquiciado. Un héroe de otra época.

domingo, enero 13, 2008

"This is England", de Shane Meadows

La palabra inglesa skinhead es sinónimo moderno de personaje violento y agresivo, de joven brutal incapacitado para el diálogo. Acémila cerril que ejerce su odio infinito, gratuito y despiadado, contra la víctima inocente que su mente desquiciada ha señalado como culpable de su desgracia. Contra el otro, el diferente. El extranjero, el homosexual, el judío, el comunista o el hincha del equipo contrario: la lista de sus posibles enemigos es tan larga como cortas son sus entendederas. Y quizá eso es lo que da más miedo: percibir al skin como a un asesino en potencia con el que es imposible razonar y al que la más leve excusa le sirve para intentar romper sus botas golpeando tus huesos. Ya no se ven tantos por la calle como antes. Será que, superada la inocencia de la exhibición pública de símbolos llamativos, ahora se dejan el pelo largo para despistar a sus presas.
Recuerdo cuando se produjo la Guerra de las Malvinas, la primera guerra a la que mi memoria le prestó atención, y recuerdo conversaciones preocupadas temiendo que cualquier chispa diera lugar a una Tercera Guerra Mundial (muchos años después se supo que Inglaterra no dudó en cargar sus barcos con armamento nuclear: mejor no pensarlo) si bien en este caso, caso raro, eran dos gobiernos de derecha - una democracia y una dictadura - las que se enfrentaban. La superpotencia militar británica no se podía comparar con el ejercito argentino, pero estos últimos resultaron ser un hueso duro de roer. La guerra duró un par de meses y la ganó el más fuerte. El desenlace ayudó a la vencedora Margaret Thatcher a ser reelegida primera ministra y precipitó el fin de la dictadura argentina.
La película cuenta como Shaun, un niño que ha perdido a su padre, soldado muerto en las Malvinas, entra a formar parte de un grupo skinhead. Lo que al principio es un grupo de jóvenes que comparten estética (pelo rapado y botas Doc Martens), gustos musicales (reggae jamaicano y ska ya que la estética skin no está asociada por naturaleza a ideologías de extrema derecha si no que surge con los rudeboys caribeños que emigran a Inglaterra; más tarde los neonazis buscarán una música más acorde con su siniestra forma de pensar e incluso serán habituales de los conciertos de "Joy Division") e inconformismo social (rude boy attitude) termina dividiéndose en dos facciones cuando entra en escena un perturbado expresidiario racista, fanático del ideario de ultraderecha del partido político National Front, que culpa a los extranjeros de todos sus males y ansía formar un grupo de matones que limpien las calles. Pero esta parte, la que hace hincapié en la lacra social que suponen los movimientos de neonazis, me ha gustado menos que la que muestra los problemas de un muchacho adolescente para encontrar su lugar, para entrar en un grupo de amigos en los que pueda encontrarse seguro y confiado y que le ayuden a defenderse de las vejaciones cotidianas y de los problemas familiares. Esta parte esta muy bien resuelta y perfectamente ambientada (doy fe de ello: yo estaba allí en aquellos años aunque a muchos kilómetros de distancia) y confirman esta película como otra más de las grandes películas del cine realista británico.

sábado, enero 05, 2008

"El código Da Vinci", de Ron Howard

De una novela del montón sale una película del ídem. Sí, yo también la he leído: todos tenemos derecho a cometer errores. Siempre he sentido interés por temas de sociedades secretas, conspiraciones vaticanas, enigmas históricos (desde un punto de vista bastante escéptico, sinceramente) y las revelaciones que Dan Brown aporta al neófito en su best seller ya las conocía con anterioridad. La orden del Temple y su violento final; los secretos del abate Sauniere en su parroquia de Rennes-le-Chateau; las intrigas de la secta ultraconservadora del Opus Dei (de estos sabía que el único dios al que adoran es a Don Dinero, no conocía su inclinación a la mortificación de la carne pecadora: me cuesta imaginarme a Federico Trillo o a Isabel Tocino apretándose un cilicio o golpeándose la espalda con un látigo) descritas en escenas que seguro que no le han hecho ninguna gracia a los seguidores de San Escrivá. Y también había leído que Jesucristo conocía bíblicamente a María Magdalena: me lo había contado José Saramago en "El Evangelio según Jesucristo".
El increíble éxito del libro de Dan Brown, más allá de polémicas religiosas, puede deberse sin más a que todo se basa en el análisis, con mucha imaginación, del cuadro de "La última cena" de Leonardo Da Vinci. Se pone un muerto en las primeras páginas, se plantean un par de acertijos que hagan pensar al lector, se buscan tres pies al gato del cuadro y a correr. El cuadro, a humilde e ignorante primera vista, es una pintura de un grupo de personas sentadas a una mesa compartiendo una cena, o más bien parece que ya han terminado de cenar y están discutiendo quién es el que paga la cuenta, porque se les ve un tanto alborotados. Quizá si contamos los dedos de los pies que aparecen en el cuadro y lo multiplicamos por el número de platos vacíos nos resulta el número de la bestia o la edad de Elizabeth Taylor. Como el genial pintor falleció hace tiempo y no sintió la necesidad de dejar por escrito que la cena que pintó tiene más claves secretas que la banca de Suiza, interprete usted lo que quiera, póngalo por escrito y si suena la flauta igual se forra.
Recomiendo, si no se ha leído el libro, que se vea la película: se perderá menos tiempo y, por una vez y dentro de lo malo, es mejor la segunda que el primero. Reparto de postín, director de renombre, preciosas localizaciones: mucha pasta en cada plano. A pesar de ello a Tom Hanks se le ve un poco pasota y la endeble intriga pergeñada por Dan Brown en su pastiche (todo lo que saca en su libro lo ha sacado de otros autores e incluso ha tenido juicios por presunto plagio; los acertijos que se inventa son bastante ridículos; se ha documentado poco y mal: decir que Silas se fuga del penal de Andorra y que coge un tren a Santander es como decir que se va a esquiar a los Monegros y desde allí coge el barco hasta el puerto de Teruel) no se arregla por mucho que se le pase el pastel a Akiva Goldsman, el oscarizado guionista de "Una mente maravillosa" dirigida también por Ron Howard.
Para disfrutar de verdad de la leyenda del Santo Grial nada como ver "Excalibur" de John Boorman (disfrutando también de su banda sonora) o leer "Perceval" de Chrétien de Troyes. O las dos cosas.

miércoles, enero 02, 2008

"Tristam Shandy", de Michael Winterbottom

Decir que la historia habla de vergas y toros equivale a anular su transcendencia trivializándola, afirmando al imponer esta postura de modestia, que no existe manera de confinar una vida, cualquier vida, en un montón de páginas, por simple que nos parezca esa existencia. Novelar es inventar imponiendo el punto de vista del autor, subjetividad máxima: la mano maestra que pergeñará un melodrama o una comedia basándose en pequeñas sutilezas, en leves matices: Walter Shandy toma en brazos, embelesado, a su hijo recién nacido o se desmaya ante la sangrienta visión del parto. Tenues líneas separan abismalmente emociones antagónicas: pain is so close to pleasure, cantaba Freddie Mercury.
Michael Winterbottom esquiva la imposibilidad de llevar al cine la novela de Laurence Sterne construyendo un ejercicio de metacine. En la obra de teatro "Proceso, anatematización y quema de una bruja en un ensayo general" de Ramiro Pinilla, al rato de empezar la representación la voz de una actor decía 'Se ha equivocado' y se encendían repentinamente las luces del escenario, rompiéndose la comunicación establecida con los espectadores, saltando a otra trama inesperada, pero paralela, que arrojaba más allá del telón a los personajes de un juicio de la Inquisición del siglo XVI y los convertía en actores de sus propias vidas que, atrapados en sus pasiones, terminaban quemando realmente a la actriz protagonista en el cadalso reservado a la bruja de la función. El director inglés realiza el mismo juego con el espectador (en este caso el final será feliz: es una comedia) logrando otra buena película en su excelente filmografía, a colocar al lado de "Wonderland" o "24 hour party people".
No he leído "Tristam Shandy", aunque tomé buena nota de la recomendación que se hacía en el blog de "El Tiempo Ganado". La primera referencia que tuve de esa novela la encontré en "Historia abreviada de la literatura portátil" de Enrique Vila-Matas, donde se habla de la conspiración shandy, sociedad secreta formada por artistas bohemios de principios del siglo XX (dice Vila-Matas que shandy significa indistintamente alegre, voluble y chiflado en algunas zonas del condado de Yorkshire donde Laurence Sterne vivió gran parte de su vida). La condición, inspirada en la caja-maleta de Marcel Duchamp, imprescindible para pertenecer a dicha sociedad es que la obra artística de uno fuera poco pesada, transportable en un maletín: bueno, un blog cabe perfectamente en un bolsillo del pantalón, vía pen drive. Se exigía, además, que el autor fuera soltero o, al menos, que se comportara como tal: nómada infatigable ligero de equipaje: ni mujer, ni casa, ni coche, ni hijos. Esta condición, me temo, va a ser más difícil de cumplir.

* En la imagen Boîte-en-valise de Marcel Duchamp