lunes, agosto 02, 2021

"La soledad del corredor de fondo", de Tony Richardson

A propósito de las noticias que se están produciendo en los Juegos Olímpicos de Tokio acerca de abandonos de algunas de sus estrellas más fulgurantes, sometidas a una presión enorme que se ven incapaces de manejar, me vino a la memoria el título de la película de Tony Richardson, que habla, precisamente, de lo que cuenta en su nombre. La cinta es uno de los exponentes del llamado Free Cinema (la Nueva Ola francesa de los años sesenta produjo un tsunami cinematográfico que también alcanzó las costas de la pérfida Albión) y se puede considerar emparentada con el argumento de "Los cuatrocientos golpes" de François Truffaut: la rebeldía juvenil y el enfrentamiento al establishment que eclosionó durante aquella década: plantar cara al mundo de los mayores, combatir un presente antes de que se convierta en un futuro desesperanzador. Para el joven corredor de fondo interpretado por Tom Courtenay, recluido en un reformatorio e indudable carne de presidio posterior, el dilema está en correr o no correr.

Estos tiempos inquisitoriales que atravesamos (quién nos iba a decir, quién podría sospechar, qué mente enferma se atrevería a aventurar, que el siglo XXI sería esta mierda) se ven condicionados por una pandemia de proporciones épicas, que no es el coronavirus, no, se trata de la depresión, mal más arraigado aún en la especie humana y para el que no existe vacuna. La infelicidad alcanza a todos los niveles sociales, económicos y culturales: estómagos colmados que buscan incansablemente cualquier fuente de sufrimiento. Y hasta los admirados deportistas padecen del castigo inmisericorde del agobio, víctimas propiciatorias por otro lado, pues desde bien pequeños son sometidos a un "darwinismo" implacable: competitividad, marcas, metas: infantes recién destetados que lloran desconsoladamente por la derrota banal padecida en un terreno deportivo, que no poseen mecanismos para digerir la amargura del músculo superado por el del contrario más hábil, más fuerte, más avispado, un campeón que a su vez no sabe gestionar su victoria si no es a través de la presunción, la burla o la crueldad. 

Vencedores y vencidos en un sistema enfermo construido sobre convenciones idealizadas en exceso, pero que en el fondo no son más que otra muestra de enfrentamiento entre naciones: el deporte es la política por otros medios: la guerra en un estadio: héroes y villanos. El espectador panzudo vocifera desde su asiento, insulta y denigra, desprecia y humilla: deportes minoritarios consiguen sus quince minutos de fama durante el ciclo olímpico: una medalla para el lucimiento efímero del tirano gobernante, ranking en el medallero para superar como sea al país vecino, ese chulo prepotente. Caballos de carreras: bien lo sabe el corredor de fondo, con la certeza de que cualquier satisfacción lograda ha de ser íntima, disfrutada en la soledad del esfuerzo, en ese punto en el que la mente se vacía y el cuerpo es un ente ajeno, inalcanzable. Será lo mejor, entonces, parar, sin vacilar ni un instante. Y adiós a todo eso.