domingo, febrero 28, 2016

"El renacido", de Alejandro González Iñárritu

Dentro de escasas horas se entregarán los premios Oscar. Esta tarde hubo ocasión de ir al cine y las opciones eran "El renacido" o "Carol", la excelente, según se oye, película de Todd Haynes. Nos decantamos por "El renacido", película que, con 12 candidaturas, tiene muchas opciones de encabezar los telediarios de mañana. Y en ese hipotético avance de las noticias, la imagen de Leonardo Di Caprio empuñando una estatuilla sería la primera, sin lugar a dudas. Debió ganarlo hace un par de años, cuando interpretó magníficamente al embaucador Jordan Belfort para "El lobo de Wall Street" de Martin Scorsese. Pero se lo arrebató Matthew McConaughey por "Dallas Buyers Club" de Jean-Marc Vallée: es que a Matthew se le notaba que se había esforzado mucho. Sí, Hollywood tiene tendencia a premiar el esfuerzo de sus trabajadores, gran noticia, y cuando se nota en la pantalla que un actor se ha dejado la piel en su interpretación, ya sea mareando la báscula hacia arriba o hacia abajo, sentándose en una silla de ruedas, o simulando todo tipo de minusvalías, la marca en el voto del académico está más cercana que nunca. Y quién puede afirmar que Di Caprio no las ha pasado canutas rodando "El renacido": cuánta penuria, cuánta moribundez: Rasputín, al que hubo que envenenar, tirotear y arrojar a las heladas aguas del río Neva para matarlo (al final murió ahogado), era un debilucho comparado con este indómito Hugh Glass, que de glass no tiene nada: duro como un pedernal. Y lo cierto es que un aire a Rasputín, ese afable monje ruso, sí lo tiene.
En "El renacido" a los guionistas se les ha ido la mano sacudiendo la badana, vistiendo de torero a Di Caprio hasta dejarlo como a un ecce homo. Tanto es así que la casquería salpica la pantalla y amenaza con regurgitarle al espectador la comida del domingo. Por mucho que insista el cartel de la película en su frase "Inspirada en hechos reales", este cuento de tramperos de principios del siglo XIX no hay médico del SAMUR que se lo crea. Éste podría ser el principal problema del cine de Iñárritu: el alarde. Tiene tanta ansia el director en dejar a todo el mundo epatado con su obra, que se pasa de efectista: se percibe demasiado la mano que mece la cuna en la cámara que realiza movimientos inverosímiles (pasó en "Birdman"), en la fotografía extática, en el suceso improbable: el espectador termina por salirse de la trama, meditando sobre la verosimilitud del relato en vez de empatizando con él. Te deja frío este renacido, oh Lázaro redivivo.
Al oso es al que deberían darle el Oscar, dicen, por protagonizar una de las escenas más impactantes e increíbles de la película. La capacidad de digitalizar fotogramas está pulverizando las barreras de lo que se puede rodar o no al hacer cine, pero esa potencia está sepultando a la vez el asombro de la mirada: no nos creemos nada y ese oso hace que añoremos a Yogui: yo, al menos, me lo creía mucho más. Las formas en cinematografía ascienden en un crescendo imparable a la vez que el fondo desciende en la misma medida. De este modo "El renacido" se procura un hálito de profundidad infatuada mediante el salpique de una serie de secuencias oníricas, ejemplos de chamanismo new age trasnochado, que ansían llevar a la película a un plano trascendente que, por otro lado, no necesita alcanzar: ya quisiera "El renacido" ni tan siquiera acercarse a Tarkovski o Mallick, como he leído en alguna aberrante comparación, ay. Basta con que "El renacido" quiera ser lo que es: una epopeya de pioneros, una leyenda de territorios fronterizos e inhóspitos, de paisajes milenarios donde el invasor europeo arramplaba con todo lo que se podía vender y exterminaba a todo lo que se movía. Incluido él mismo.

jueves, febrero 25, 2016

"Creed: La leyenda de Rocky", de Ryan Coogler

¿Por qué ver esta película? Creed, nos ordena su título. ¿Pero en qué? ¿Qué esperanzas se pueden depositar en ella? ¿Qué fe puede empujarnos a verla? Su guión no, desde luego, una trama anticipada y simple: el chico quiere ser boxeador. Creed, el hijo de Apollo Creed. Creed. Pero ya se han rodado muchas películas de boxeo, algunas de ellas auténticas obras maestras, que nos relataban con rotundidad la dureza del camino hacia la cumbre, y hacia el olvido, de los combatientes del ring. La excusa para detenerse en esta cinta, episodio séptimo (otro episodio séptimo) de una saga iniciada hace cuatro décadas (otras cuatro décadas), será el propio Rocky. Y punto. Contemplar a Sylvester Stallone enfundado de nuevo en la piel de El potro italiano, echando el cierre (o no) al papel que le lanzó directo al estrellato de Hollywood, es lo que justifica el precio de la entrada: verle subir por última vez los escalones que conducen al Museo de Arte de Filadelfia, una escalera cinéfila tan mítica como la de "El acorazado Potemkin" de Serguéi Eisenstein.
Stallone generó dos iconos cinematográficos que se convirtieron en símbolos universales, en imágenes genuinas del siglo XX. Tanto Rocky como Rambo surgieron de buenas películas: "Rocky", dirigida por John G. Avildsen en 1976, y "Acorralado", de Ted Kotcheff, estrenada en 1982. Ambos eran arquetipos del héroe de la clase trabajadora: el humilde chico de barrio que para escapar del lumpen elige el gimnasio y el rudo oficio de boxeador o, peor aún, la oficina de reclutamiento y el destino desgraciado de la guerra de Vietnam. El problema de estas películas fue, precisamente, su éxito, un triunfo mundial que condujo a una sucesión terrible de secuelas, a cual peor: el icono y la caricatura. Sin embargo, la sátira común de sus dotes como actor parece haber conducido a Sly a un estado de aceptación tácita: el reírse de uno mismo, eso tan sano. Así se retrata al Rocky crepuscular de "Creed", un vejete bonachón de sonrisa fácil, corpachón de boxeador sonado y el regalo de la sabiduría de la experiencia, un ídolo antiguo abatido por las ausencias, por la nostalgia de todos aquellos a los que ha sobrevivido. Con aquel Rocky del 76, consiguió Sylvester Stallone dos nominaciones, una como mejor actor y otra como mejor guionista, nada menos. No se llevó ningún Oscar aquella noche de 1977. A la tercera, ya se sabe. O no.

domingo, febrero 14, 2016

"Sólo los amantes sobreviven", de Jim Jarmusch

¿Qué tienen que ver Tánger y Detroit? Tú a Tánger y yo a Detroit. La idea romántica que encarna la ciudad marroquí posee una larga tradición, establecida desde que se asentó como destino exótico para exiliados de la bohemia literaria occidental: Paul Bowles fue primero y luego pasearon por sus angostas calles muchos otros como William Burroughs (allí almorzó desnudo), Tennessee Williams, Truman Capote o Allen Ginsberg. Que Jarmusch la escoja para vagabundear las soledades nocturnas de uno de sus amantes, de ella, de Eve (Tilda Swinton), podría resultar una elección obvia teniendo en cuenta que la película pretende resaltar las ansias culturales y artísticas de sus protagonistas, un ansia que incluso amenaza con superar el otro ansia, El Ansia en el sentido del título de la cinta de culto de Tony Scott. En cuanto a situar en Detroit a Adam (Tom Hiddleston) y a sus impulsos suicidas (Motor City, transformada hoy día en la más conocida ciudad muerta moderna, paradigma de la autodestrucción que el capitalismo salvaje inflige a sus súbditos), no se puede considerar de otro modo que no sea un acierto rotundo. En otra película reciente, "Lost River", la opera prima como director del actor Ryan Gosling, también el telón de fondo de Detroit y su bancarrota aparecía cual inmenso maelstron dispuesto a arrastrar hacia el olvido hasta el último de sus habitantes (el mismo olvido que merece la película de Gosling, me temo: mejor delante de la cámara que detrás). Detroit, cadáver insepulto, ciudadela arrasada, donde por la noche aúllan ecos de la Motown y rugidos apagados de motores V8, entre escombros polvorientos y medianeras descubiertas.
Jarmusch parece realizar una metáfora irónica de su propia trayectoria de cineasta elitista, siempre relacionado con el glamour de vanguardias artísticas neoyorquinas, centro del mundo cultural, del arte más rompedor y experimental, ese aura, de la independencia creadora que termina convertida, de forma paradójica, en consumo de masas. Tras un largo paréntesis desde su anterior cinta "Los límites del control", una película plomiza, impenetrable y desangelada, ambientada en España, el director de Ohio rueda una historia mucho más interesante y accesible, un cuento crepuscular, decadente, lleno de humor negro, historia de seres extraordinarios que se ven sometidos a dilemas existenciales que poco tienen que envidiar a la angustia cotidiana de sus vecinos mortales. Y para ello cuenta con dos actores excelentes, Swinton y Hiddleston, sin los que sin duda el resultado hubiera sido menor. Eve y Adam y su melancolía milenaria alimentada por un torrente inmenso de recuerdos, los del contacto perdido con muchas de las figuras que llevaron a la especie humana, por la senda del arte y la ciencia, a un escalón superior. La superioridad inevitable de las criaturas nocturnas: la cámara de Jarmusch se desliza por la ciudad en la noche, qué más da que sea Tánger o Detroit o cualquier otro lugar, la ciudad queda convertida en un mundo distinto con la llegada del ocaso, un mundo lleno de misterio donde todo es posible: cuando cae la noche y se pasea por las calles solitarias o se entra a un bar, se produce un efecto parecido al de sumergirse debajo del agua: la sensación de haber penetrado en otra dimensión, de haber roto reglas que sólo aplican en el exterior: Alicia cayendo por el hueco del árbol y abriendo los ojos, al fin. Hasta que salga el sol.