domingo, mayo 31, 2020

"Dodes 'Ka-Den", de Akira Kurosawa

Dodes 'Ka-Den, Dodes 'Ka-Den.
Ocho cortes en las muñecas y seis en el cuello. Y menos mal que su familia estaba cerca para poder atajar el intento de suicidio, para que al gran maestro Akira Kurosawa le quedara vida para realizar algunas de sus obras maestras como "Dersú Uzalá", o "Ran", o "Kagemusha", títulos imprescindibles de su filmografía que llegarían después de superar la depresión que sucedió al fracaso monumental de "Dodes 'Ka-Den".
Dodes 'Ka-Den, Dodes 'Ka-Den.
Quizás fracasó porque al público japonés de 1970, en plena expansión económica tras las penurias de la posguerra, no le apetecía contemplarse en un retrato cruento y patético de la marginación extrema; la existencia cotidiana de un poblado de chabolas que malvive entre la pobreza, el alcoholismo, el hambre, la locura, falto de cualquier moral y esperanza y harto de mierda y conformismo. Una mirada poliédrica dirigida hacia personajes desgarrados, basculando desde un cierto espíritu naíf, e incluso cómico, hasta la tragedia familiar más terrible. Primera película en color de Kurosawa y, en cierto modo, la cinta parece un experimento, la resolución de una serie de ejercicios prácticos para abarcar las posibilidades dramáticas del nuevo formato.
Dodes 'Ka-Den, Dodes 'Ka-Den.
La onomatopeya del ruido que produce un tranvía al cruzar las arterias metálicas de las grandes ciudades. Cuando yo era un niño, había un chico en mi barrio que se pasaba el día corriendo por las calles, sujetando una tapa redonda de detergente "Colón" entre las manos, e imitando con su voz los sonidos de un potente motor de automóvil. ¿Qué fue de los locos del vecindario, esas leyendas urbanas que eran tan reales como el barro que llenaba nuestros zapatos de niños del extrarradio? Soñar despierto para evadirse de la realidad y nunca aceptarla. El mundo es un lugar terrible y Kurosawa lo sabía.

miércoles, mayo 20, 2020

"El hombre de la cámara", de Dziga Vertov

Una de las sensaciones que te deja este documental es la de que en 1929, año de su producción, el lenguaje cinematográfico había alcanzado una madurez plena y, de lo que vino después, se podrían destacar "pequeños" logros técnicos, como serían el cine sonoro o la generalización del color en el celuloide, pero lo esencial ya estaba declarado: Dziga Vertov aporta en "El hombre de la cámara" un catálogo completo del arte cinematográfico, de cómo usarlo y cómo hacerlo, y el testimonio definitivo del abandono de su servidumbre a otras expresiones artísticas como la literatura o el teatro. El hombre de la cámara, el hombre nuevo.
La otra sensación la proporciona el testimonio histórico de estas seis bobinas de fotogramas dedicadas a un día cualquiera en la aún joven Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, un sentimiento imbatible de optimismo y de confianza en el progreso tecnológico y en el futuro de la sociedad industrializada: imágenes capturadas en Moscú, Odesa o Kiev que transmiten una inusitada alegría de vivir, un retrato de la arcadia feliz del comunismo en la que hasta los que duermen en la calle se desperezan henchidos de gloria patriótica. El hormiguero imparable de las grandes ciudades y el brío repetitivo de las cadenas de montaje son una promesa de esperanza: constructivismo y futurismo.
Contrasta poderosamente este antiguo documental con uno de sus más ilustres descendientes "Koyaanisqatsi" de Godfrey Reggio: la misma forma, distinto fondo. Esta película de 1982, demuele las expectativas de "El hombre de la cámara", señalando al progreso que encumbraba Vertov como el causante de todos los males de la sociedad actual: estrés, fastfood, consumismo desaforado, agotamiento vital y, ante todo, el anuncio de la catástrofe climática que ya está entre nosotros. Reggio bautiza su película con un término de la tribu hopi que significa "vida fuera de equilibrio" y transporta la cámara desde la fastuosa belleza natural de las tierras que habitaba aquel pueblo nativo norteamericano hacia los centros más febriles y esquizofrénicos del capitalismo mundial, un alucinante viaje agitado sin reparo por la fantástica banda sonora de Philip Glass: los engranajes de las máquinas de Vertov son ahora grilletes para Reggio. El siglo XX, a toda pastilla. Y en el XXI se detuvo todo. Quién lo hubiera dicho. O filmado.