sábado, febrero 23, 2019

"La balada de Buster Scruggs", de Joel Coen y Ethan Coen

Los hermanos Coen se pasan al relato corto y les va fenomenal con el nuevo formato. Añadir que la novedad abarca además una iniciación en el género del western sería falso, ya que la pareja más famosa de hermanos directores de cine había dirigido hace unos años "Valor de ley", remake a su vez del conocido filme del año 1969, un clásico, de Henry Hathaway. E incluso su oscarizada "No es país para viejos" se puede considerar un profundo paseo por los dominios modernos del Far West, con la escritura fronteriza de Cormac McCarthy por medio. Aunque, bien pensado, ¿no han sido muchas de las películas de los hermanos Coen una revisión actualizada de los códigos genéricos del western canónico? Traición, venganza y violencia. Y humor negro.
Seis historias breves, seis, seis cuentos del lejano oeste, y la muerte como hilo conductor primordial de todos ellos. Queda claro que la forja de una nación es una epopeya que sólo se puede escribir llenando sus páginas de episodios sangrientos. La tentación evidente es la de vincular la estética, la ambientación y la estructura de las tramas presentadas con los más abigarrados tópicos de un género colmado de señas de identidad propias, discurrir así que lo visto es una caricatura, y, sin embargo, el trasfondo de lo contado no se puede desdeñar sin valorar su condición de relato universal, de relato desenfadado de lo mejor y lo peor (sobre todo esto último) de la esencia del ser humano: miedos y esperanzas: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto” (recuerdos a Guillermo). La muerte para igualarnos a todos, a los codiciosos y a los caritativos, a los soñadores y a los desvelados: la muerte como una experiencia fundamental que en realidad nos es ajena: siempre se mueren los demás y cuando nos llegue el momento a nosotros poco podremos contar.
Llega una nueva entrega de los premios Oscar (tres nominaciones tiene esta balada) y volverá a ser protagonista la "cuestión Netflix", distribuidora de esta estupenda última obra de los Coen. La sala de cine se autoproclama como emplazamiento único para la observación correcta y el disfrute exclusivo de una película. Pero ese axioma, me temo, perdió su validez hace muchas décadas. Puedo afirmar que escasas han sido las obras maestras de la Historia del Cine que he tenido ocasión de contemplar en una sala de proyección. Para Hitchcock, Kurosawa, Tarkovski, Ford, Rossellini y un largo etcétera de directores imprescindibles, mi única opción de visionado de su filmografía ha sido la pantalla pequeña: primero desde la pobre calidad del VHS, hasta llegar en la actualidad a la apreciable definición de los formatos digitales. Y tuve la fortuna de que en muchos momentos mi emoción fue intensa y mi experiencia se sorprendió conmovida. Y sigue sucediendo cuando lo visto merece la pena, como en el caso de "La balada de Buster Scruggs". De hecho mi interés por acudir a un cine ha mermado considerablemente, harto de atender al ruidoso vecino de butaca que me toque soportar en vez de concentrarme en la magia desplegada en la pantalla. El cine, ese lugar, ya no es lo que era, lo que conocí. Ya no es un templo, sino más bien una feria. Y a las ferias también voy, pero para otros menesteres.

lunes, febrero 18, 2019

"Cold War", de Pawel Pawlikowski

El comienzo de "Cold War" es tan vibrante que hace sentir cierta pena de que la película no continúe por esa senda, mostrando una road movie de búsqueda antropológica por los cauces de antiguas rutinas folclóricas europeas. Ese inicio me retrotajo ipso facto a ciertos instantes de mi infancia, recuerdos festivos en los que la gaita y el tamboril resonaban entre las piedras domadas de las calles de hermosos pueblos anclados en la Edad Media. En Salamanca, durante los años de la Transición, tuvo gran protagonismo cultural el etnólogo -ya fallecido- Ángel Carril, que dedicó su carrera a la recopilación y conservación de un modesto patrimonio sentimental, más cercano a las plazas populares que a los grandes teatros, y que resulta ser tan importante como frágil: canciones y romances que se perderán con la muerte del último intérprete: la cadena de transmisión oral interrumpida abruptamente por la eclosión de la modernidad.
"Cold War" empieza así y es de admirar que una película de hora y media abarque tanto, caminando poco a poco hasta desvelar su verdadera trama, que es la de dos amantes atravesados por un telón de acero, por un sentimiento de esquizofrenia, por no saber a qué lugar pertenecer: deslocalización y paranoia. Polonia bamboleada por uno u otro invasor: el liberador que deviene en conquistador. Aseguran que el general Charles de Gaulle estaba deseando que sus aliados estadounidenses y británicos pasaran de largo hacia Alemania, no sea que tuvieran la tentación, que seguro que la tenían, de convertir Francia en un protectorado: de Vichy a Mc Donalds's. Los soviéticos, sin embargo, parecían tenerlo mucho más claro y el régimen estalinista no solo ocupó palacios presidenciales e instalaciones militares, sino que se propuso dominar las mentes de sus subyugados: mejor loar al omnímodo Stalin que bailar al son de decadentes canciones de taberna: memoria incómoda de tiempos burgueses: la fiesta terminó.
La vía del exilio como salida sensata ante una atmósfera que se vuelve irrespirable. Pero, ay, la tierra tira mucho, sobre todo cuando es un espacio considerado como propio: no hay escapatoria porque no hay peor prisión que la que se construye uno mismo: la sensatez se convierte en locura simplemente con chasquear los dedos, y ningún lugar es bueno cuando en él no se encuentra la persona amada. Y ese final... de ese final mejor no dar pistas.