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sábado, octubre 30, 2021

"El caso de Thomas Crown", de Norman Jewison

Una partida de ajedrez. De todas las secuencias de la película, ese duelo que durante siglos fue de intelecto, un juego tan sencillo de entender como difícil de alcanzar la maestría en él, se convierte en un deslumbrante combate sexual: cambio constante de plano y de actor creando una sensacional escena romántica, plena de sobreentendidos, de miradas demoledoras, de gestos perturbadores: el jaque es la invitación definitiva al beso. Dos de las estrellas con mayor sex appeal del momento, Faye Dunaway y Steve McQueen, protagonizan ese enfrentamiento singular y funden la cámara con la química desplegada en su presencia. Ella venía de ser Bonnie para "Bonnie y Clyde" de Arthur Penn, un papel para la eternidad, y él recientemente había protagonizado otro personaje mítico, "The Cincinnati Kid", también en esa ocasión a las órdenes de Norman Jewison. Así que las expectativas de juntar en celuloide a ambos debían ser enormes. Al menos, en lo que respecta a esa celebérrima partida, no defraudaron.

En la cinta, Norman Jewison usa y abusa sin reparo del recurso de pantalla divida (divida por un montón en algunas partes del metraje) y menosprecia (sin reparo también) el guion, algo realmente imperdonable en una historia de atracos de bancos, de investigaciones policiales, de la caza del ladrón, tramas en las que el encaje perfecto de todas las piezas es una condición sine qua non para el éxito del filme. Teniendo en cuenta que la fecha de la producción es 1968, parecería que el director se hubiera visto influido por las ideas de la Nouvelle Vague francesa y decidido, entonces, que la puesta en escena era lo realmente importante. La forma aporta el contenido. 

Vuelos de ultraligero, bólidos derrapando en las playas, partidos de polo, mansiones y glamour a raudales, postales robadas de las localizaciones de la antigua y noble ciudad de Boston y una banda sonora jazzística que combina a la perfección con la atmósfera creada. Jewison parece jugar con la estética que será importante en ámbitos como el de los anuncios publicitarios audiovisuales de los años 70. Y, a propósito del mundo de la publicidad y desde el punto de vista del espectador actual que tiene la retina llena de series para televisión, la presencia del reparto, su vestuario y su ambientación, nos hace pensar en una de las producciones posmodernas de mayor éxito, "Mad Men": una atmósfera de lujo y sofisticación. "El caso de Thomas Crown" tuvo un más que correcto remake a finales de los años noventa, con Rene Russo y Pierce Brosnan en los papeles principales y dirigida por John McTiernan, y que creo que estaba mejor rematada en su argumento. Pero, aun así, me temo que no dejó para la posteridad ninguna partida de ajedrez como aquella: dos caracteres indómitos, tan cínicos como singulares, atrapados sin remedio entre los escaques de un tablero.

jueves, abril 07, 2016

"En el calor de la noche", de Norman Jewison

Un negro con traje. ¿O es un traje con negro? El traje hace al hombre, dicen, la vestimenta como ineludible carta de presentación: la primera imagen, antes de abrir siquiera la boca, desatando un montón de mecanismos autónomos de interpretación de señales asentados en nuestra memoria evolutiva. Puede ser cierta la frase, supongo que lo será, pero en 1967 en Sparta, un pequeño pueblo del estado sureño de Mississippi, solo parecía verdadera si dentro del traje iba un blanco. En aquella época y en aquel lugar, un traje con un blanco dentro era un traje, pero un traje vistiendo a un negro era un negro: un negro engreído, además. Y en esa cualidad, la de interpretar a un negro con ínfulas, Sidney Poitier era un maestro: guapo, listo y formal: la mirada penetrante que fulminaba a toda la basura blanca que el director de turno le pusiera por delante.
Poitier interpretó con éxito (primer actor de color en recibir un premio Óscar, en 1964 por "Los lirios del valle" de Ralph Nelson) y en multitud de películas, al símbolo certero de la lucha por los derechos civiles que se desarrolló en los Estados Unidos al inicio de la segunda mitad del siglo XX: el cine como primer vehículo cultural para transportar en aquellos años ideas de cambio social: hasta el último proyector del mundo. Caracteres íntegros, indomables, que no están dispuestos a dejar pasar de largo la oportunidad de sepultar milenios de esclavitud y opresión racista.
Un negro con dinero, de paso, que espera el tren en la estación: un bulto sospechoso. Virgil Tibbs termina con sus huesos en la comisaría local: se ha cometido un crimen. El señor Colbert, rico empresario, ha sido asesinado, dejando un cadáver roto y desplumado. Y para colmo hace mucho calor, el calor pegajoso del sur, el que coloca el insomnio nocturno dentro de un horno y arranca la espoleta del despropósito. La atmósfera de la película se puede mascar de puro densa, a punto de estallar en cualquier momento. El jefe de policía Gillespie suda copiosamente, embutido en el corpachón lleno de talento del actor Rod Steiger: el tópico sheriff sudista que masca su chicle incombustible, parapetado detrás de unas gafas de sol, una interpretación sin embargo matizada, que le valió un merecido Óscar (la cinta ganó 4 estatuillas más, incluida la de mejor película). Poitier y Steiger en intenso duelo actoral, rodeados de potentes actores secundarios, batiendo el cobre de sus egos disparados, mientras la banda sonora de Quincy Jones sigue calentando la noche.