domingo, octubre 16, 2016

"El caballo de Turín", de Béla Tarr

Béla Tarr es un cineasta de convicciones, dotado de una mirada propia, trascendente: no se trata de realizar un rodaje, sino de articular un discurso fílmico: cine intelectual. El diálogo en imágenes se establece con el espectador dispuesto a escuchar, y, como se trata de un diálogo, no de un monólogo, se procura pensar y ofrecer una respuesta que sea propia e independiente, más allá de lo que se puede vislumbrar en las intenciones del director. El que está al otro lado de la cuarta pared es el que debe dar las respuestas y, por supuesto, formular muchas preguntas: las películas que son fábricas de preguntas se elevan sobre su condición estética y ahondan en el ansia de conocimiento del ser humano.
Se cuenta que el filósofo Friedrich Nietzsche estaba dando un paseo por Turín cuando presenció una violenta escena: un cochero golpeando a su caballo, azotándole brutalmente con su látigo. Se asegura que el pensador alemán corrió hacia ellos y se abrazo llorando al cuello del animal, lanzando lamentos desconsolados: se dice que fue la última vez que habló. Diez años después, Nietzsche, sumido en un estado de demencia incurable, fallece. Pero, ¿qué fue del caballo?
El arranque de la película sujeta con fuerza los ojos del espectador, la fuerza que surge de fotogramas rotundos, en negro sobre gris, celuloide vapuleado por arcos de violonchelo que parecen impulsar el viento que azota al caballo y a su dueño, tan jamelgo huesudo el uno como el otro, desechos de una naturaleza inclemente. Secuencia de planos secuencia, muchos de los cuales, con cambios de ángulo, de encuadre, poco más, se repiten a lo largo de los seis días bíblicos que cubre la trama: será aquello del eterno retorno, entendido como la imposibilidad de escape ante un destino desgraciado. Vestirse, sacar agua del pozo, encender la lumbre, cocer las patatas, comerlas con hastío y sentarse detrás de la ventana a contemplar una porción ínfima e inalterable del mundo, a esperar que acabe otro día. Mejor que el viento, ese Dios que no ha muerto, arrase con todo. La semana que se retrata en el metraje, por tanto, no es de creación, sino de destrucción, de una decadencia imparable: el pozo, la lumbre, el caballo: todo agoniza hacía un fundido a negro, testamento cinematográfico del director húngaro Béla Tarr, un legado tan desesperanzado como lúcido.

domingo, octubre 02, 2016

"Moolaadé", de Ousmane Sembène

La ablación o mutilación genital femenina comprende una serie de prácticas consistentes en la extirpación total o parcial de los genitales externos de las niñas. Entre otras consecuencias, las niñas mutiladas padecerán durante toda su vida problemas de salud irreversibles. Se calcula que 70 millones de niñas y mujeres actualmente en vida han sido sometidas a la mutilación/ablación genital femenina, la mayor parte en África y en Oriente Medio. Además, las cifras están aumentando en Europa, Australia, Canadá y los Estados Unidos, principalmente entre los inmigrantes procedentes de África y Asia sudoccidental.
La ablación genital femenina constituye una violación fundamental de los derechos de las niñas. Es una práctica discriminatoria que vulnera el derecho a la igualdad de oportunidades, a la salud, a la lucha contra la violencia, el daño, el maltrato, la tortura y el trato cruel, inhumano y degradante; el derecho a la protección frente a prácticas tradicionales peligrosas y el derecho a decidir acerca de la propia reproducción. Estos derechos están protegidos por el Derecho internacional.
(Fuente: UNICEF)

Mis intentos anteriores por aproximarme al cine africano no lograron buenos resultados. Me dejé caer con curiosidad por varios títulos que habían llegado hasta mí, y en ningún caso conecté con lo que contaban aquellas películas. Pensé que con "Moolaadé" (significa protección, en el sentido del derecho de asilo, del "acogerse a sagrado" de la iglesia antigua), me sucedería otro tanto. Pero es imposible no sentir empatía por la trama que se desarrolla en esta cinta, una película que además está excelentemente rodada, con unas actuaciones llenas de convicción. Cuatro niñas que habitan en una zona rural de Mali, huyen del grupo de mujeres (brujas armadas con navajas cachicuernas) que les van a practicar la ablación. Están en esa situación porque sus padres las han conducido hasta allí, por supuesto, pero las pequeñas logran escapar, aterrorizadas, y se refugian en la casa de una mujer que en el pasado se negó a que su hija pasase por ese trance brutal e irreversible. La película será relato de una lucha desigual, un combate contra la ignorancia, la superstición, el sometimiento, conductas infames que para colmo son acordes a la ley de aquellos países (aunque la acción trascurre en Mali, en realidad el rodaje se realizó en Burkina Faso, una de las naciones africanas de mayoría musulmana en las que la ablación está prohibida, mas no por ello se consigue erradicarla).
Sin embargo el tono de la película es asombrosamente vital, a pesar de las situaciones terribles que muestra. El colorido, la música, la alegría, contrastan poderosamente con castas sacerdotales dispuestas a mantener con puño de hierro el régimen opresivo que sujeta a la población en una cultura medieval desquiciada: las radios que las mujeres atesoran como salvavidas, como vías de escape que les cuentan que otro mundo es posible, las radios que terminan arrojadas a una pira inquisitorial. Menos minaretes y más antenas de televisión, piden los fotogramas de "Moolaadé", historia ansiosa por una modernidad occidental democrática que nosotros, apoltronados en nuestro sillones, no paramos de criticar y desperdiciar, y que a ellos les parece el edén, un paraíso en la Tierra por el que merecerá la pena cruzar, como sea, el mar Mediterráneo. O morir en el intento.