Béla Tarr es un cineasta de convicciones, dotado de una mirada propia, trascendente: no se trata de realizar un rodaje, sino de articular un discurso fílmico: cine intelectual. El diálogo en imágenes se establece con el espectador dispuesto a escuchar, y, como se trata de un diálogo, no de un monólogo, se procura pensar y ofrecer una respuesta que sea propia e independiente, más allá de lo que se puede vislumbrar en las intenciones del director. El que está al otro lado de la cuarta pared es el que debe dar las respuestas y, por supuesto, formular muchas preguntas: las películas que son fábricas de preguntas se elevan sobre su condición estética y ahondan en el ansia de conocimiento del ser humano.
Se cuenta que el filósofo Friedrich Nietzsche estaba dando un paseo por Turín cuando presenció una violenta escena: un cochero golpeando a su caballo, azotándole brutalmente con su látigo. Se asegura que el pensador alemán corrió hacia ellos y se abrazo llorando al cuello del animal, lanzando lamentos desconsolados: se dice que fue la última vez que habló. Diez años después, Nietzsche, sumido en un estado de demencia incurable, fallece. Pero, ¿qué fue del caballo?
El arranque de la película sujeta con fuerza los ojos del espectador, la fuerza que surge de fotogramas rotundos, en negro sobre gris, celuloide vapuleado por arcos de violonchelo que parecen impulsar el viento que azota al caballo y a su dueño, tan jamelgo huesudo el uno como el otro, desechos de una naturaleza inclemente. Secuencia de planos secuencia, muchos de los cuales, con cambios de ángulo, de encuadre, poco más, se repiten a lo largo de los seis días bíblicos que cubre la trama: será aquello del eterno retorno, entendido como la imposibilidad de escape ante un destino desgraciado. Vestirse, sacar agua del pozo, encender la lumbre, cocer las patatas, comerlas con hastío y sentarse detrás de la ventana a contemplar una porción ínfima e inalterable del mundo, a esperar que acabe otro día. Mejor que el viento, ese Dios que no ha muerto, arrase con todo. La semana que se retrata en el metraje, por tanto, no es de creación, sino de destrucción, de una decadencia imparable: el pozo, la lumbre, el caballo: todo agoniza hacía un fundido a negro, testamento cinematográfico del director húngaro Béla Tarr, un legado tan desesperanzado como lúcido.
Mr. Licantropunk, me la apunto. Saludos y gracias por otra interesante entrada.
ResponderEliminarGracias a usted
EliminarConfieso que deserté del cine hacia la mitad. Por supuesto que no tengo nada contra las películas lentas (entre mis preferidas hay más de un "ladrillo") pero es que el film de Tarr me pareció innecesariamente lento, como si sólo quisiera poner a prueba la paciencia del espectador. Bellísima la fotografía, eso sí, pero es una película difícil a la que hay que ir a ver muy predispuesto.
ResponderEliminarSaludos!
Borgo.
¡Vaya! A mí siempre me ha llamado la atención que la gente abandone el cine en películas de belleza extrema como ésta: digo yo que será una variante del síndrome de Stendhal: la insoportable belleza. ¿Verla predispuesto? Decía Tarkovsky que la película selecciona su público, así que más que predispuesto lo que hay que entrar es despierto. Avisados quedan todos los que se pasen por esta cinta de Béla Tarr: paciencia, esa desconocida en la vida moderna, y no, el cerebro no se puede desenchufar. Tómense un café y para dentro.
EliminarEs la única película de Béla Tarr que he visto. Y fui cuando se estrenó en pantalla grande... y has descrito a la perfección en tu texto lo que se siente ante ella. Fue una buena y angustiosa experiencia. Como escribí después de verla, El caballo de Turín es despiadamente hermosa pero nihilista.
ResponderEliminarBeso
Hildy
No tengo perdón en responder con tanto retraso a este comentario: pero más vale tarde que nunca. Me estoy dedicando a su filmografía y me está gustando lo que veo, aunque debo reconocer que "El caballo de Turín" me parece insuperable. De momento.
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