domingo, febrero 27, 2011

"La red social", de David Fincher

No me gustó esta película. No me emocionó, no me angustió, no me mantuvo en tensión, no me deslumbró su estética. Todo lo que la mayoría del cine de David Fincher ha supuesto durante estos casi 20 años, no lo encuentro en esta película. "La red social" no es más que una historia de traición en el mundo de los negocios: se anteponen los intereses económicos a las amistades: los únicos valores que defiende esta civilización son los valores en bolsa. Una ascopena.
Sin embargo comprendo perfectamente el interés que ha despertado la cinta: el germen de una empresa (una idea robada, como tantas otras que han triunfado en el ámbito de la informática: no gana el que lo inventa sino el que sabe cómo venderlo) que ha logrado establecerse en muy pocos años a nivel internacional, ha entrado en nuestros hogares y nuestras vidas y que incluso, paradojas del capitalismo, ha llegado a protagonizar revoluciones: totalmente de moda. Para colmo de morbo, personajes reales: Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg, parloteando a toda velocidad), nerd multimillonario, uno de tantos jovenzuelos que han protagonizado el éxito de las punto com, o Sean Parker (¿qué hace ahí Justin Timberlake?), el primero que puso contra las cuerdas a la industria discográfica mundial. ¿Quiere ser millonario dando gratis un producto? Ahí tiene un par de ejemplos. Otra paradoja capitalista.
Aunque la película no da mucho de sí para el disfrute cinematográfico, ofrece muchos puntos en los que apuntalar reflexiones. La primera de todas es comprobar que los chicos de Harvard, llamados a dominar el mundo, son un hatajo de imbéciles: para echarse a temblar. No acierto a comprender que las desenfrenadas fiestas de los campus estadounidenses den origen más tarde a un ejercito de codiciosos conservadores dispuestos a todo con tan de ganar un porcentaje, un pleito o, simplemente, machacar al rival en los negocios. Sólo lo puedo comprender desde la mezquindad y la represión, relaciones amatorias enfermizas y exentas de cualquier romanticismo y, a partir de ahí, la creación del más perfeccionado de los rufianes indolentes.
El resto de reflexiones sin duda irán encaminadas a la penetración de Internet en las relaciones sociales, el ocio, la comunicación: todo lo bueno y todo lo malo de la mano: el mundo cambia de golpe y porrazo y nada vuelve a ser como antes. Al principio de la película, la novia de Zuckerberg, lo abandona, y éste, resentido y apaleado, la denigra y la insulta en su blog: la palabra escrita, que no se la lleva el viento, que queda almacenada en un servidor, en un disco duro, en una memoria caché, en una copia de respaldo, más eterna que la sepultura de un cementerio. Y firmada por su autor (me acuerdo ahora de los últimos calentones twitteros y no me queda más remedio que adjuntar la esplendida viñeta aparecida hoy en prensa de Manel Fontdevila), susceptible de ser usado en un juicio, en una pelea o en una herencia: el abogado detrás de la IP. Ante notario. Cuidado con lo que se pone, cuelga, escribe, visita: paranoia tecnológica.
Internet es un juego de máscaras que permite soñar con ser lo que no somos (por ejemplo, un pretendido cinéfilo como el que destroza estas líneas), aproximarnos a rincones dormidos de nuestra personalidad y ponernos en contacto con "entes" de ideas afines. Pero si lo que se quiere es retomar el contacto con un viejo amigo, mejor tirar de agenda o de guía telefónica. Y para ligar, no hay como el calor del amor en un bar, que cantaba Gabinete Caligari.

martes, febrero 22, 2011

"Enredados", de Nathan Greno y Byron Howard

Otra princesita para la máquina de escupir merchandising. Las niñas ya no quieren ser princesas, cantaba Joaquín Sabina en los tiempos heroicos (y la canción continuaba diciendo que a los niños les da por perseguir el mar dentro de un vaso de ginebra: versos geniales sobre la perdida de la inocencia: "Pongamos que hablo de Madrid", del disco "Malas compañias" de 1980: ya ha llovido), pero la frase no tiene por qué ser verdadera: muchas sí quieren ser princesas, sobre todo cuando son pequeñas. Y la factoría Disney, ubicua, fortalece ese anhelo y se aprovecha de él en la mayoría de sus producciones: fábrica de sueños para que los padres se rasquen el bolsillo.
"Enredados" es una revisión de "Rapunzel", el antiguo cuento germano sobre una joven de largos cabellos que vive prisionera en una torre y que arroja su melena por la ventana para que un príncipe (azul, claro) la rescate. El resultado es una entretenida mezcolanza de géneros, desde la fantasía al romántico, pasando por el musical y el cine de aventuras, donde no falta la bruja malvada obsesionada con la belleza (trasunto más o menos cercano de Cher, en esta ocasión): tampoco faltará una muerte violenta que ponga fin a sus maldades: otra marca de la casa.
Se abandonan los clásicos acetatos animados, que se utilizaron hasta la reciente "Tiana y el sapo", de Ron Clements y John Musker (me gustó más que "Enredados", al menos en lo que se refiere a los números musicales: toques jazz para una trama localizada en Nueva Orleans), para entregarse por completo a la generación informática de dibujitos tridimensionales, mucho más apropiados, por supuesto, para exprimir la taquilla 3D. Echaré de menos ese modo de animación, una estética que ya no volverá, pero también eché de menos cuando abandonaron los doblajes "latinos", aquellos acentos fantásticos, con el estreno de "La bella y la bestia", de Gary Trousdale y Kirk Wise (en todas estas películas los directores van por parejas, como si les diera miedo ir solos al país de los "dibus"), en 1991 (también llovió desde entonces, incluso nevó). Al final a todo se acostumbra uno. A aburrirse en un cine, no, a eso no nos acostumbraremos nunca. Tampoco ha sido el caso. Y los niños encantados. Bueno, sobre todo las niñas. Esas princesas.

jueves, febrero 17, 2011

"Un soplo en el corazón", de Louis Malle

Edipo se arranca los ojos, que habían sido incapaces de ver la verdad, mientras que Yocasta, su mujer, su madre, se ahorca colgándose del techo de su palacio de Tebas.
Louis Malle barajó la posibilidad de terminar su película como si fuera una tragedia griega, con el suicidio del joven Laurent Chevalier (ese lector ávido de Boris Vian, de Albert Camus, de Pauline Réage: tromba de experiencias vitales ajenas), pero optó por un final pleno de naturalidad, de ternura, de alegría: la alegría de vivir.
Un final de obra maestra para tiempos (hace cuatro décadas) en los que el lenguaje cinematográfico discurría por caminos de libertad plena.
Y en la banda sonora, Charlie Parker o Dizzy Gillespie.
A propósito de libertad.

domingo, febrero 13, 2011

"Valor de ley", de Ethan Coen y Joel Coen

 "¿Qué película vais a ver?", me pregunta Alicia. "Una de mayores", contesta mi simpleza. "¿Una de sangre y muerte?", me remata la niña con la puntería de un francotirador serbio. Knockout. Instantes después recobro la conciencia, justo antes de que el arbitro cuente ¡ocho!, y no sé si colgar la chaqueta y quitarme los zapatos y en vez de ir al cine ponerme el pijama y meterme en la cama, derrotado y mudo, a meditar en la oscuridad sobre el triste balance de la condición humana: lo de los mayores es la sangre y la muerte y la madurez no es sino la constatación, la visión clara, de ese amargo designio.
Lo dicho, vamos a ver una de sangre y muerte, que para colmo es uno de los temas que mejor se le da a los hermanos Coen a la hora de reflejarlo en celuloide. Y dentro de ese asunto sienten predilección por asesinos a sueldo, en este caso un cazarrecompensas (tenue frontera entre unos y otros: una estrella de metal en el pecho; wanted dead or alive y la elección queda atada al escrúpulo del cazador: en la película incluso se ve un juicio que quiere aclarar las circunstancias de una sangrienta detención). Peter Stormare en "Fargo" o Javier Bardem en "No es país para viejos" cumplían a la perfección el estereotipo de homicida frío y sanguinario y contribuían notablemente a dos de los éxitos más grandes de estos hermanos cineastas. Ahora es el turno de Jeff Bridges, otro que ya brilló enormemente haciendo de El Nota en otro de los títulos señeros de la factoría Coen, aquella genial comedia llamada "El gran Lebowski". Y si en aquella ocasión su colega en la aventura era John Goodman, excelente en el papel de Walter Sobchak, un ex-veterano del Vietnam bocazas, repulido y fanfarrón, ahora ese rol lo encarna Matt Daemon: hay trozos de "Valor de ley" que hacen recordar aquella película. El cazador de hombres, un outsider para tiempos salvajes, que en este caso recibe su paga de una niña que además formará parte de la partida, una originalidad dentro del género, y que terminará por convertir al duro solitario en un héroe salvador. True grit.
Hay un western homónimo del año 1969 y con el mismo (creo recordar: al menos en sus líneas generales) argumento, dirigido por Henry Hathaway y protagonizado por John Wayne. El gran Duke ganó su único Oscar interpretando al alguacil con parche en el ojo Rooster Cogburn, cuando ya había cumplido los 60 años, reconocimiento justo de la industria de Hollywood para una extensa carrera que había hecho del actor uno de los rostros más populares de la pantalla a nivel mundial: inconfundible. Es posible que este año ese parche le de también el Oscar a Jeff Bridges que entonces lo ganaría dos años seguidos: demasiado premio seguido y parece poco probable que se lo gane al favorito del año, Colin Firth (esto de los premios, sin embargo, suele tener grandes sorpresas: esperemos varias para esta noche: "Buried", por ejemplo).
La sangre y la muerte, la venganza y la justicia, son la esencia del western, un género que acompaña al cine a lo largo de toda su historia: al menos desde "Asalto y robo de un tren", de Edwin S. Porter, del año 1903: uno de los actores dispara contra la cámara y el espectador da un respingo en su asiento: más de un siglo después las cosas no han cambiado. El western de vez en cuando aparece y arrasa la taquilla, como un viejo pistolero que sale de su retiro y regresa para poner orden en el mundo, para dejar las cosas en su sitio. El western, todo masculinidad y violencia, reflejos de una sociedad enferma.
¿Por qué nos gusta tanto el western?

domingo, febrero 06, 2011

"El arca rusa", de Aleksandr Sokurov

Paseo por la historia de Rusia, por las salas del Hermitage de San Petersburgo (aunque, paradójicamente, de las obras mostradas la mayoría ni son rusas ni tratan temas de su historia). Recorrido a iniciar tres siglos antes, con la fundación de la ciudad por Pedro el Grande, y guiado por dos viajeros del tiempo: un enigmático marqués francés y el propio director convertido en cámara subjetiva parlante. El marqués es Europa y el director es Rusia, que se acompañan y dialogan o, mejor dicho, se soportan y recelan. El extranjero visita el Hermitage como si contemplara el fruto de un saqueo: el Greco, Rafael, Rubens, Van Dyck, "Las tres gracias" de Canova, la porcelana de Sèvres: todo es fruto del genio de occidente: soberbia intelectual. San Petersburgo es una capital creada para acercar Rusia al resto de Europa, el este y el oeste de un mismo continente: tan lejos, tan cerca. Sueños de crecimiento económico, de progreso: el Siglo de las Luces, el esplendor de Versalles, el poder de las monarquías ilustradas: construir el museo más grande del mundo y llenarlo de obras maestras: comprar en vez de crear: ilustración por imposición en un vasto país estepario y campesino, frío e inhóspito. En la película se percibe una clara nostalgia a épocas de esplendor aristocrático, recuerdos imperiales de magnificencia envuelta en tela de seda y bordada con hilo de oro: no hay lugar en la película para revoluciones y sí para el poder absolutista de los zares (la cinta se salta 80 años de comunismo, concediendo apenas una habitación del museo para representar el sitio de Leningrado -antes Petrogrado, antes aún San Petersburgo y actualmente San Petersburgo otra vez- durante la Segunda Guerra Mundial y homenajear al más de un millón de muertos que produjo el terrible asedio).
Noventa minutos de cinta que son un catálogo en movimiento del museo Hermitage. Sin cortes, un plano secuencia de récord digno de pertenecer al fantástico listado que está elaborando Puerta de Babel. "In one breath", como se titula el imprescindible documental que acompaña el DVD. Cuatro años de planificación para aprovechar las 36 horas que el museo pone a disposición del cineasta para realizar la película: cientos de extras, vestuarios, decorados, iluminación: todo tiene que encajar y además al finalizar el rodaje hay que dejarlo todo como estaba, listo para abrir de nuevo el museo al público. Una Steadycam (al final de la hora y media el cámara estaba extenuado y pensaba que no podría finalizar el trabajo) debe circular sin cortes ni fallos por el recinto: un tiburón que si se para se muere. Se rodó en digital utilizando un disco duro enorme (en alguna parte leí que era la primera película rodada íntegramente en HD) que un ayudante transportaba en una mochila, además de una reserva de baterías que se agotaban peligrosamente. Al cuarto intento (ya que si se producía algún problema antes de veinte minutos habían acordado repetir la Toma) se lanza esta montaña rusa, un viaje al que se apunta el espectador que se desliza junto al suave movimiento de la cámara: a la media hora de proyección se olvida que se está contemplando una pirueta técnica y sólo queda el disfrute de una buena película.
Y si en el Palacio de Invierno, Sergei Eisenstein, padre del montaje cinematográfico, rodó una de las secuencias más famosas de "Octubre", Sokurov rueda en el mismo sitio, décadas después, pero esta vez el montaje brilla por su ausencia.

martes, febrero 01, 2011

"También la lluvia", de Icíar Bollaín

Hace unos días fuimos al cine a ver esta película. Después de ver "Balada triste de trompeta", máxima aspirante a coleccionar premios Goya en la próxima fiesta (este año puede ser una fiesta pero de las que acaban con una estocada hasta la bola: al director de la academia o a la ministra del ramo) del cine español, jugueteaba (tú porfía pero no apuestes, que decía mi abuelo) con la posibilidad, inducida por la coherencia, de no ver ninguna película española más que se estrenase en el futuro. Ahora resulta que el único coherente es el director de la triste balada, Álex de la Iglesia, y los demás somos unos blandos y unos bocas. Así que de nuevo a poner en la balanza el celuloide patrio, esperando, como siempre, que el espectáculo guste: en este caso no se defraudaron las expectativas. Buena película.
Guión de Paul Laverty, colaborador habitual del director Ken Loach (y pareja de la directora): cine social y realista, indica el prospecto. En el año 2000 se produjeron revueltas populares en Bolivia debido a la privatización del suministro público de agua, decisión que estuvo acompañada de un encarecimiento brutal del recibo: la guerra del agua de Cochabamba: también el agua, se lamenta el pueblo desposeído de toda riqueza: otro expolio más. Sin embargo en esta ocasión el levantamiento triunfó y el gobierno dio marcha atrás (y salimos del cine, llegamos a casa y vemos Egipto en las noticias; "Cuidado, que nos quedamos sin hijos de puta", encabeza su comentario Isaac Rosa en Público; el dictador es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta, el que apacigua nuestro miedo al moro maaaalo con un régimen autoritario de corrupción y pobreza: nos da más miedo una mezquita que una catedral y son la misma cosa).
Los distintos gobernadores que tuvo el Nuevo Mundo, de Cristóbal Colón en adelante (y después de la independencia también, en muchos de los casos) eran unos hijos de puta. Nuestros, claro: la película arrastra muchos complejos de culpa y los pone de manifiesto: mano de obra barata, extras para el rodaje a 2 dolares diarios. Porque la película contiene otra, una histórica: Colón frente a Bartolomé de las Casas: conquista y codicia frente a piedad y denuncia. Metacine: productor y director negociando y peleando por su sueño en fotogramas; egos artísticos buceando en un vaso de whisky y soledad; actores rebeldes y actores malos: la película ante todo que el show debe continuar.
Tres actores excelentes haciendo un gran trabajo: Luis Tosar, Gael García Bernal y Karra Elejalde, pero sobre todo este último: sus apariciones de secundario son de lo mejor de la cinta. La película contiene algunas escenas sobresalientes: el helicóptero transportando la cruz, el ensayo en el jardín después de la comida, las guerrillas urbanas en la ciudad. Y algunas fallidas como la pretendida catarsis popular en la crucifixión de los indios o un abrazo increíble junto a una carabela donde debería haber bastado un sincero apretón de manos: poca cosa, en fin, para que el resultado se pueda ver afectado.
Icíar hizo las Américas y le fue bien. Pero después de ver las cuatro candidatas a mejor película sin duda me quedo con "Buried".
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