viernes, mayo 26, 2017

"Yo, Daniel Blake", de Ken Loach

Escucho en este instante, en la radio, las crónicas de Javier Tolentino, las noticias del festival de Cannes: Naomi Kawase, Michael Haneke, Yorgos Lanthimos, Andrey Zvyagintsev, Fatih Akin, Hong Sangsoo. Será, entonces, el momento propicio para escribir sobre la merecida vencedora de la Palma de Oro de la pasada edición: siempre llego tarde al cine, pero el cine siempre me espera. Una de Ken Loach, un género en sí mismo, una visión certera y franca del ciudadano británico y, por tanto, pese a alguna urna insólita, también europeo.
Las historias del director Ken Loach y el guionista Paul Laverty sobrevuelan la ciudad, registran los edificios de vecinos, los barrios del extrarradio, hasta descubrir al desdichado urbanita sobre el que situar el foco. La tragedia de Daniel Blake me otorga dos referencias literarias obvias, una nacional, el famoso artículo "Vuelva usted mañana" de Larra y la no menos famosa novela inacabada de Kafka, "El proceso". El escrito de Larra denunciaba el estéril intento de un rico inversor francés, Monsieur Sans-délai, por iniciar los trámites de un próspero negocio en el suelo patrio. La pereza, denunciaba Larra, mal endémico de un país de hijosdalgo. Pero no sólo España padece de parálisis funcionarial, y Kafka le dio carácter de universalidad a la indefensión del ciudadano ante la rigidez ilógica del sistema. No sólo le dio ese carácter global, también le proporcionó, con la raíz de su nombre, el adjetivo perpetuo y certero para este tipo de situaciones.
La pesadilla kafkiana de Daniel Blake entristece y enerva a partes iguales, conduce al espectador hacia la terrible constatación de la fragilidad de sus circunstancias. La sociedad surgida de la crisis se ha visto polarizada por el miedo: el miedo de los que ya no tienen y el miedo de los que tienen pero temen perderlo. La ciudadanía ha extraviado la potestad de generar un sistema socioeconómico que se adapte a sus necesidades. Por el contrario, es el sistema el que manda y el que obliga, como una mera cuestión de supervivencia, a esclavizarse a él sin condiciones. Un sistema inclemente que no toma prisioneros.
La pobreza como enfermedad: el no-consumidor pierde su derecho a la vida, igual que los nazis consideraban un acto legítimo la eutanasia masiva de los discapacitados, fueran arios o no: esa es otra de las advertencias de "Yo, Daniel Blake": el británico de pura cepa no se libra de ser entregado en sacrificio: en los laberintos burocráticos habitan hambrientos minotauros que no hacen distinción de nacionalidad a la hora del almuerzo. La informatización de los trámites públicos es, sin lugar a dudas, una oportunidad para agilizar los plazos, los tiempos de espera que postergan una decisión legal indefinidamente. Sin embargo para Daniel esa ventaja digital no es más que otra barrera, otra forma de impersonalizar al individuo, que ya ni siquiera es un papel en una carpeta con su póliza pegada y su firma al final del escrito, sino un leve bache virtual de las autopistas de la información, una anomalía a formatear cuanto antes. I, Daniel Blake, con nombre y apellido, es la sentencia que nos reafirma, que establece nuestra existencia y la voluntad firme de no desaparecer.

lunes, mayo 15, 2017

"La La Land", de Damien Chazelle

Comprendí, sin la menor duda, el motivo de su éxito. Un musical de Hollywood como los de antes, de los que cuentan historias banales que sólo sirven para dar continuidad a las canciones y bailes que conforman el meollo de la cuestión. Pequeñas líneas de diálogo para el enredo, la casualidad, todo muy ligero, sin arrebatos pasionales de melodrama, candoroso incluso, para no robarle protagonismo a ellos, Ryan Gosling y Emma Stone demostrando su dominio de cualquier territorio escénico. Tremendos estos actores estadounidenses que, prácticamente desde la cuna (chicos Disney), se preparan para saber encajar cualquier guión que les tiren y cabecearlo a puerta con la certeza del tanto seguro: la ambición rubia que todos llevan dentro.
Camareras que van a trabajar en un Toyota Prius de muchos miles de dolares (los bobos, burgueses bohemios, esa fachada hueca), avanzan la impostura de una cinta que intenta extraer rasgos de autenticidad secuestrándola de iconos del pasado como Ingrid Bergman o Thelonius Monk. La carrera o la vida, amenazan estos muchachos: fijo que lo primero: todos dicen I love you (el director Woody Allen cuajó, también, un musical cuando se lo propuso), pero realmente lo que desean es ser famosos, carne de reality, generación OT. "Quizás te gustaba cuando era un fracaso porque te sentías mejor contigo misma", le suelta él sin anestesia a ella en plena discusión. Ay, la farándula, la carrera del éxito, que la llaman carrera porque escasean los ganadores y se amontonan los perdedores.
Aguardaba una coda final, el universo paralelo que hubiese supuesto la renuncia de uno de ellos (bueno, de él, en realidad, a qué ocultarlo) a sus sueños de grandeza. Y también comprendí en ese momento que esta película ya la había visto, que se llamaba "Café Society", el gran Woody mencionado de nuevo (esa última escena de rencuentro en un club, magistral: magistral la del cineasta de Brooklyn, claro), y que la comparación terminaba ahí, pues de la de Allen me gustó la letra y la música, y en cuanto a emociones auténticas, para qué comparar. Play it again, Sam.