Si un término puede usarse para definir la filmografía del director danés Lars von Trier y unirla en su sentido argumental, esa sería la palabra tormento: no, la gente que sale en sus películas no se puede decir que sea una gente feliz, precisamente. Esta deriva desesperanzada y angustiosa encontró su máxima expresión en sus tres películas anteriores, la llamada, tal cual, "Trilogía de la depresión", y que estaba formada por los títulos "Anticristo", "Melancolía" y "Nymphomaniac", tres entregas dedicadas al dolor y que era, ante todo, el dolor personal de aquel que se encuentra en callejones vitales sin salida.
En contraposición a esa saga del trauma, "La casa de Jack" aborda los macabros actos criminales de un asesino en serie y, por tanto, realiza un salto al otro lado del espejo: de los que padecen sufrimiento a los que lo provocan. Un sufrimiento, además, violento e injustificado, totalmente gratuito, conducido por el afán irracional de un psicópata social inmune a sentir cualquier tipo de empatía hacia sus congéneres. Lars von Trier no se limitará a componer el relato de las atrocidades del psicokiller de turno, tema de género en multitud de series y películas actuales: las mentes peligrosas venden guiones como nunca.
El autor vincula a su carnicero, interpretado con solvencia por Matt Dillon, con el mundo del arte, con su teoría y su práctica, elevando de este modo el narcisismo homicida del personaje a un nivel trascendente superior: la locura como fuerza creadora del genio artístico, la excentricidad como llave eficaz hacia puntos de vista alternativos, la obra como recipiente seguro para las fantasías más oscuras que pueblan la psique del ser humano. Así, acompañando el celuloide de imágenes de las demoledoras interpretaciones del pianista Glenn Gould, de las barrocas pinturas visionarias del poliédrico William Blake o, sobre todo, de breves insertos de sus anteriores películas, el director ocupa el lugar de su actor: Jack es Lars y Lars es Jack: el ego imparable de los superdotados en su oficio.
El poeta Virgilio guía a Dante, otro poeta, por los terribles caminos que llevan al infierno. Para encarnar ese puesto de infausto cicerone, quién mejor que el gran Bruno Ganz en su, maldita casualidad, último papel antes de fallecer, un epílogo actoral formidable: Verge y Jack adentrándose más y más en las tópicas profundidades del averno, catábasis necesaria, penitencia en efigie del más trastornado de los directores de cine modernos, y a la vez uno de los mejores, que, como de costumbre sin tomar prisioneros, vuelve a entregar una obra maestra.
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