Ese devaneo malintencionado ocupaba mi mente después de contemplar una producción tan errática y contradictoria como esta "La isla de las mentiras", perezosa hasta en la creación de un título que tuviera algo más de lustre. Pretendido thriller que agosta la intriga criminal al poco de comenzar la trama y que apoya el conflicto principal en la secular codicia de los despojos de un naufragio para los habitantes de costas peligrosas para la navegación: cualquier cinéfilo habrá disfrutado y descontado en mayor medida ese recurso argumental con la canónica "La posada de Jamaica" de Alfred Hitchcock. Nada nuevo en las orillas atiborradas de pecios.
En cuanto al retrato de las penurias sociales y económicas que empujaron a millones de campesinos españoles a cruzar el Atlántico a principios del siglo XX (mi abuelo entre ellos, un viaje fabuloso para ojos nacidos en la sierra de Salamanca, que embarcó en el Ferrol y alcanzó Buenos Aires para trabajar en un rancho ganadero cercano a Rosario: una aventura de ida y vuelta extraordinaria) se queda en la semblanza de diversos tópicos que la película misma no tarda en anular: tan pronto se habla del sempiterno analfabetismo de las clases bajas, como se nos presenta a las mujeres de la isla manejando la prensa con soltura; tan pronto se quiere criticar la servidumbre al villano marqués decimonónico, como se destaca que en aquel páramo estéril no les falta de nada a sus pobladores, María dixit. El simbolismo forzado de la hoz homicida, de los pies descalzos pero sólo en los encuadres cercanos a los pies del noble, de los pobres incapacitados para amar a no ser que se comporten como animales de cuadra: recursos patéticos para denuncias posmodernas.
A Galicia siempre, en cualquier momento, nowhere fast!, mar vivo, tierra adorada, a la que la idea del retorno se encuentra constantemente unida, más allá de leyendas negras y películas olvidables.
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