No hace mucho que terminé de leer la autobiografía de Woody Allen, ese famoso libro publicado este año y que lleva por título "A propósito de nada". Famoso y esperado, ya que debía ser la ocasión propicia para que el director neoyorquino contara su parte de la historia: la versión personal de las amargas vicisitudes sentimentales que estallaron a partir de su ruptura con la actriz (y gran actriz, por cierto) Mia Farrow, después de que esta tuviera conocimiento de que su novio mantenía relaciones amatorias con su hija adoptiva: no, no la hija adoptiva de Allen, la hija adoptiva de Farrow: para enterarse bien del asunto Woody Allen le dedica al tema aproximadamente la quinta parte del libro, aportando suficiente claridad al espinoso asunto como para dejar claro que se trata de un caso cerrado. Años oscuros de linchamientos mediáticos e indefesión internauta vivimos, me temo. Pero seguro que habrá quien sostenga lo contrario, quien proponga que las autopistas de la información son sendas justicieras y que llegó la hora del castigo del impune. Años oscuros y además ingenuos.
En particular del libro me interesa más el camino artístico del que para mí es uno de los grandes genios vivos del Séptimo Arte y, en ese sentido, en cuanto a descubrir decisiones, inquietudes, intereses, influencias, en cuanto a desgranar los porqués y los cómos, el libro resulta sensacional: Woody al desnudo: gran Woody. Casualmente, la primera película en la que contó con Mia Farrow fue "La comedia sexual de una noche de verano", del año 1982, y no podrá negar el cineasta de Brooklyn que esa cinta guarda gran parecido argumental con la que encabeza esta entrada, "Sonrisas de una noche de verano" de Ingmar Bergman. Allen se fue a rodar al campo: Siempre había querido hacer una película que rindiera homenaje a los placeres y la belleza del campo. No me pregutéis por qué. Yo odiaba el campo. Pero la idea de combinar magia y música de Mendelssohn me resultaba atractiva. Puede que sí, que odiara el campo, pero no cabe duda de que amaba el cine de Bergman.
Ambas películas son comedias, las dos presentan a parejas de personajes acomodados, de época victoriana, y emplean un fin de semana campestre, para, apoyándose en la pasión de las cálidas noches estivales, desemparejar y emparejar de nuevo, mezclar la baraja y extraer del mazo nuevas combinaciones que parecen más acertadas, más románticas, más de "amor verdadero", que dírian el pirata Roberts y la princesa Buttercup. Allen echará mano del realismo mágico para conjugar sus arcanos mientras que Bergman, maestro insuperable del cine pero que a la comedia se dedicó poco, no podrá disimular su dominio del retrato de emociones profundas del ser humano, ofreciendo en su película un abanico irrepetible de situaciones afectivas: del platonismo más inconfesable hasta los amores más abiertos e irrefrenables: polvos de amos y de criados, arriba y abajo, no hay clases sociales si la líbido aprieta, y todos felices mientras el estado químico del enamoramiento irracional aparte cualquier borrasca del horizonte. "Maridos y mujeres" es la última película que Mia y yo hicimos juntos, sentencia Woody. La última, sí. Y no creo que la vuelva a contratar.
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