I'm all lost in the supermarket, I can no longer shop happily, I came in her for that special offer, a guaranteed personality.
Lost in the supermarket, cantaba The Clash en 1979, mezclando las sensaciones agridulces de deseo compensado e insatisfacción permanente que produce la sociedad consumista. Y uno de los eslabones fundamentales de esa cadena implacable, de ese maelstrom que gira continuamente atrapando sin remedio a náufragos urbanitas, se encuentra en la figura del reponedor. ¿Se puede hacer una película (buena) sobre las vicisitudes de los reponedores de supermercado?
Los lugares de trabajo forman un microcosmos, un universo paralelo, como si atravesar la puerta del curro supusiera un alucinante viaje a otra dimensión. Second life. No importa tu vida privada, algo que, sin ningún problema, puedes desconocer de la persona con la que compartes ocho horas diarias durante treinta años. No importa el pasado ni lo que hiciste ni lo que harás antes y después de fichar: cada entrada limpia el alma, cada salida desciende al infierno del yo: la película invierte de modo espléndido el papel que la tradición asigna al trabajo, aquel funesto pecado original: la esclavitud enfermiza del horario laboral transformada en periodo cotidiano de salvación: el terror está ahí fuera: yo para ser feliz quiero una carretilla.
Máquinas elevadoras que danzan a ritmo de vals mientras atraviesan largos pasillos flanqueados por estanterías colmadas de palés llenos hasta el último hueco. Las secciones del hipermercado son territorios bien delimitados en los que habitan tribus vecinas que encienden hogueras durante la noche, en los muelles de carga, mientras meriendan alimentos caducados de los contenedores de basura repletos de los desechos del capitalismo. El amor florece entre el pasillo de bebidas y el de las golosinas, clanes que cruzan sus vástagos para evitar la endogamia de la especie. Tensión hitchcockiana para el espectador atento al manejo de la elevadora eléctrica y comedia mundana en el vestuario dividido por géneros: me pareció ver pasar por allí a Aki Kaurismäki. El híper como alegoría del mundo, bola suspendida en el espacio y que no para nunca. Salvo algunos festivos.
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