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Un dios. O dos dioses.
Kusturica realiza este documental, acumulando encuentros que mantiene con Maradona a lo largo de dos años: el
Pelusa se hincha y se deshincha a lo largo de ese tiempo, con una transformación nunca vista en el cine desde aquella de Robert de Niro, cuando encarnó a un Jake la Motta retirado. Kusturica chupa mucha cámara (si Oliver Stone se arrimó a Fidel Castro para rodar "Comandante" por qué motivo no lo iba a hacer él en la misión de retratar a la reencarnación balompédica del Ché Guevara). "
Diego Armando Maradona from the world of the cinema", presentan al de Sarajevo cuando se pone a tocar la guitarra durante un concierto de rock en Buenos Aires. Y no tiene pudor en incluir esa escena al principio de la cinta. Y ya puestos, ¿por qué no de utilizar escenas de sus (magníficas) películas a la hora de contextualizar diversos momentos de la vida de Maradona? ¿No hará falta un dios para rodar la vida de otro? Pues hala, haz otra toma de mi persona que el Diego ya sale mucho.
El documental se alimenta casi en su mayoría de imágenes que han rodado otros, mil veces vistas. Los golazos, por supuesto: lo único que importa, en realidad. Y las detenciones, las celebraciones, los baños de masas. Los ingresos hospitalarios. Y en la última etapa de su vida, ese carácter contestatario e izquierdista que nadie sospechaba que tuviera: Maradona con Fidel Castro, Maradona con Evo Morales, Maradona con Hugo Chavez. Maradona con Kusturica.
Maradona fue tan grande dentro de un estadio, consiguió reunir tanto fervor popular (el héroe de un país que fue vencido en el campo de batalla y que arrancó la venganza sobre un césped: no sé si mucha gente recordará la guerra de las Malvinas, pero seguro que mucha, mucha más recuerda o ha visto alguna vez los dos goles a Inglaterra en el mundial de México: el primero,
la mano de dios; el segundo,
el gol del siglo) que la admiración dio paso al fanatismo. Y tantas veces le dijeron que era un dios, que se lo terminó creyendo. Como pruebas están los milagros: ganar la liga con el Nápoles. Y por partida doble. No es poca cosa.
Reafirmando la divinidad del personaje, Kusturica le da (demasiada) cancha (dígase arrastrando suavemente la che) a los colgados de la iglesia
maradoniana, una peña gamberra que parece poseída por los antiguos vicios de su deidad (misas en discotecas de
streptease: la comunión con farlopa, fijo). Y las pequeñas entrevistas entre actor y director que van apareciendo, esos momentos de sinceridad sublime que hubieran sido el punto álgido de esta película, no llegan a producirse: la altivez (qué contrasentido) del personaje y la vanidad de sus frases, además de estar perpetuamente acompañado de un ingente séquito familiar (al Diego hay que atarle en corto y no perderle mucho de vista, por si acaso) lo hacen imposible.
Maradona, el mejor futbolista de todos los tiempos. Para mi, sin duda.
Definición de este deportista: nada mejor que la frase que pronunció aquél locutor en pleno éxtasis futbolístico:
¡Barrilete cósmico! ¿De qué planeta viniste?