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El director, el hermano pequeño del enorme Ridley, logra una película elegante, correcta, entrenida: eficacia sería el término. Sin duda ayuda tener a Denzel Washington como protagonista, que ya convirtió, en agudo duelo interpretativo con Gene Hackman, a "Marea roja" en probablemente la mejor película del irregular director (me quedo con alguna más como "El último boy scout" o "Amor quemarropa": esta última entra en mi mítica particular: Christopher Walken a punto de matar a Dennis Hopper mientras de fondo suena el archiconocido pasaje de la opera "Lakmé" de Léo Delibes: intensidad emocional en recuerdos de celuloide). Por cierto, en la película aparece Val Kilmer o su otro yo, algo viejuno, que ha viajado diez años hacia el futuro. Los años que no perdonan. Ni los kilos.
El déjà vu es la sensación que deja el argumento de la propia película en el espectador que ya viajó en un DeLorian hace más de 20 años. De nuevo héroes del tiempo, como se titulaba la película de Terry Gilliam. Kyle Reese viajó entre épocas para salvar a Sarah Connor ("ven conmigo si quieres vivir") del ataque del homicida Terminator y, ya de paso, engendrar a John Connor, redentor de la humanidad sometida a la dictadura de las máquinas (tal como hoy), que pasado el tiempo y sabiéndose la historia de carrerilla tendría que ingeniárselas para conocer a su padre, de hecho un hombre más joven que él, y mandarle de vuelta al pasado para que salvara a su madre y, ya de paso, etc. El eterno retorno. ¡Cuanta relatividad especial y general nos ha enseñado el cine! ¡Cuantas paradojas einsteinianas que han contribuido a que los guionistas de sci-fi se ganen el pan!. Si algún día viajamos al pasado sabemos que no debemos tocar nada o nuestra cara se puede borrar de las fotos, como le pasaba a Marty McFly. El truco está en que el pasado debe permanecerer inalterable, por mucho enredo que se monte. Denzel Washington debió perderse la trilogía de Robert Zemeckis al completo.