lunes, marzo 30, 2020

"La casa de Jack", de Lars von Trier

Si un término puede usarse para definir la filmografía del director danés Lars von Trier y unirla en su sentido argumental, esa sería la palabra tormento: no, la gente que sale en sus películas no se puede decir que sea una gente feliz, precisamente. Esta deriva desesperanzada y angustiosa encontró su máxima expresión en sus tres películas anteriores, la llamada, tal cual, "Trilogía de la depresión", y que estaba formada por los títulos "Anticristo", "Melancolía" y "Nymphomaniac", tres entregas dedicadas al dolor y que era, ante todo, el dolor personal de aquel que se encuentra en callejones vitales sin salida.
En contraposición a esa saga del trauma, "La casa de Jack" aborda los macabros actos criminales de un asesino en serie y, por tanto, realiza un salto al otro lado del espejo: de los que padecen sufrimiento a los que lo provocan. Un sufrimiento, además, violento e injustificado, totalmente gratuito, conducido por el afán irracional de un psicópata social inmune a sentir cualquier tipo de empatía hacia sus congéneres. Lars von Trier no se limitará a componer el relato de las atrocidades del psicokiller de turno, tema de género en multitud de series y películas actuales: las mentes peligrosas venden guiones como nunca.
El autor vincula a su carnicero, interpretado con solvencia por Matt Dillon, con el mundo del arte, con su teoría y su práctica, elevando de este modo el narcisismo homicida del personaje a un nivel trascendente superior: la locura como fuerza creadora del genio artístico, la excentricidad como llave eficaz hacia puntos de vista alternativos, la obra como recipiente seguro para las fantasías más oscuras que pueblan la psique del ser humano. Así, acompañando el celuloide de imágenes de las demoledoras interpretaciones del pianista Glenn Gould, de las barrocas pinturas visionarias del poliédrico William Blake o, sobre todo, de breves insertos de sus anteriores películas, el director ocupa el lugar de su actor: Jack es Lars y Lars es Jack: el ego imparable de los superdotados en su oficio.
El poeta Virgilio guía a Dante, otro poeta, por los terribles caminos que llevan al infierno. Para encarnar ese puesto de infausto cicerone, quién mejor que el gran Bruno Ganz en su, maldita casualidad, último papel antes de fallecer, un epílogo actoral formidable: Verge y Jack adentrándose más y más en las tópicas profundidades del averno, catábasis necesaria, penitencia en efigie del más trastornado de los directores de cine modernos, y a la vez uno de los mejores, que, como de costumbre sin tomar prisioneros, vuelve a entregar una obra maestra.

domingo, marzo 22, 2020

"La trinchera infinita", de Jon Garaño, Aitor Arregi Galdos y José Mari Goenaga

Clandestinidad, reclusión y paranoia. Las condiciones en la que pasaron años, incluso décadas, muchas de las personas perseguidas durante y después de la Guerra Civil española, hacen pensar que el hastag #quedateencasa, que en estos días tiene la consideración de deber cívico, tuvo en aquellos tiempos de terror dictatorial un cariz completamente opuesto: esconderse para evitar juicios sumarísimos que tenían la mala costumbre de terminar con el acusado fusilado frente a la tapia del cementerio. Delaciones, arrestos, batidas, torturas. Sí, mejor quedarse en casa.
Manuel Leguineche fue escritor de cabecera de mi juventud, uno de los más conocidos corresponsales de guerra del periodismo español (a él se le atribuye la frase de que a su "tribu" de reporteros se les describía fácilmente usando tres des: dipsómanos, divorciados y depresivos) que también tenía una excelente obra dedicada al ensayo histórico, con títulos como "Yugoslavia kaputt", "Los años de la infamia", "Annual 1921", "Yo pondré la guerra", "Yo te diré", "El viaje prodigioso" o, uno de los más conocidos, "Los topos", escrito junto a Jesús Torbado. "Los topos" se publica en 1977 y constituye un testimonio fundamental, obtenido tras años de investigación, de una veintena de hombres que vivieron ocultos por sus familias durante los años más duros del régimen franquista, cautiverio autoinfligido que se inició por pura supervivencia y que se prolongó por puro miedo.
¿Cómo pudieron aquellas personas esconderse con tanta eficacia? He conocido muchas casas antiguas, en los pueblos, que eran una colección de estancias, recovecos, oquedades. Al recorrer aquellos hogares de repente aparecía una alcoba, una despensa, una puerta que no daba paso a ninguna parte, una ventana por la que se accedía a cualquier sitio. Sobraos y lagaretas. Tinajas y alacenas. Las necesidades del trabajo, el aumento de la descendencia o el reparto kafkiano de las heredades, habían conseguido que la distribución de esas casonas, muchas con siglos de antigüedad, variara con cada nueva generación de habitantes hasta formar un mapa vital tan característico como único: ni una casa igual a la siguiente: fácil perderse, difícil encontrarse. Y en un pispás se levantaba otra pared o se abría otro hueco. Y a enterrarse en vida.
El equipo de directores que firma y filma "La trinchera infinita", se ha repartido los puestos de director y guión en otros dos largometrajes más, "Loreak" y "Handía", logrando con esta colaboración artística una filmografía de éxito crítico, premiada y nominada como pocas. Si "Loreak" era una brillante propuesta intimista acerca del luto y el matriarcado, "Handía" se adentraba en el retrato de época más pintoresco, y obtenía, sin embargo, el reconocimiento como película con más premios Goya de 2018. "La trinchera infinita" alude a las dos condiciones de sus predecesoras, el intimismo y la aproximación histórica, y tiene éxito en un año en que han vuelto a tener protagonismo cinematográfico los títulos alrededor de la Guerra Civil, como han sido la célebre "Mientras dure la guerra" de Alejandro Amenábar o ese curioso western hispano sobre el maquis titulado "Sordo", ópera prima de Alfonso Cortés-Cavanillas, un cine que, curiosamente, siempre tiene a la Guerra Civil en el telón de fondo y nunca se puede clasificar como cine bélico. En el cine español aún no hay presupuesto para batallas o, simplemente, no hay interés por rodarlas. Espero que sea lo primero.

miércoles, marzo 11, 2020

"Día de lluvia en Nueva York", de Woody Allen

La asombrosa cadencia anual de estrenos que presentaba el cineasta Woody Allen, se vio súbitamente interrumpida: aún teniendo un título listo para su presentación al público, el año 2018 se iba a quedar sin una película de Woody Allen. Esta irregularidad en su trayectoria de las últimas tres décadas, se debió a que en 2017 se lanzó al mundo, con una energía mediática tremenda, el movimiento conocido como "Me Too", que se distinguía por denunciar públicamente el acoso sexual que sufrían desde los inicios del cinematógrafo las actrices de Hollywood y, en general, cualquier comportamiento inapropiado que hubiera provocado que alguien se sintiera incómodo realizando su trabajo. De aquella ola surgieron, entre otros muchos escándalos, el juicio criminal contra el todopoderoso productor de Miramax Harvey Weinstein, el borrado de Kevin Spacey de los fotogramas de la cinta "Todo el dinero del mundo" de Ridley Scott o, llegando a lo más reciente, la condena al ostracismo del cantante de ópera Plácido Domingo. Para cineastas como Roman Polanski o Woody Allen, propicia carne de cañón del tema, la cosa se ponía fea: en Internet las sentencias se proclaman sin tribunal, jurado ni juez y pueden arrastrar con ellas pérdidas millonarias. Amazon era, a la sazón (rima libre), la productora de "Día de lluvia en Nueva York" y, en vista de cómo crecía la epidemia de denuncias en aquel tiempo, decidió poner la película en "cuarentena". Allen les demandó y mediante un acuerdo extrajudicial consiguió rescindir su contrato con la productora de comercio electrónico y hacerse con los derechos de la obra. Finalmente fue estrenada en salas en el verano de 2019: en Europa, claro, que yo sepa en Estados Unidos no ha pasado por los cines: el director de Brooklyn es un sempiterno exiliado del biempensante y anodino cine hollywoodiense.
¿Y la película qué tal? Pues se trata de una deliciosa comedia romántica que se disfruta de principio a fin y que cuenta en su reparto con algunos de los más brillantes jovenzuelos del panorama cinematográfico actual, como son Timothée Chalamet o Elle Fanning. Desenvuelve su trama, sello de autor, entre los ambientes más pijos e intelectualoides de la alta sociedad neoyorquina. Y de nuevo la firma de Vittorio Storaro en la fotografía, otorgando a los fotogramas una calidez formidable, un aura de melancólica bittersweet que reconforta el espíritu aunque en la calle no pare de llover. Como de costumbre, la cinta dejará para el recuerdo cinéfilo secuencias imborrables, momentos trascendentes que, en esta ocasión, se levantan sobre el lado oscuro de la riqueza y la ostentación, dejando patente que no es oro todo lo que reluce y que los ricos también lloran, válgame el recurso barato de las frases hechas.
Allen en el diván, otra vez, sometido de nuevo al linchamiento artístico. Tanto fue así que algunos de los millennials que actuaron en la película y que seguro que dieron saltos de alegría cuando recibieron la llamada de prestigio del cineasta para participar en el rodaje, donaron sus emolumentos a diversas causas relacionadas con el "Me Too", un ejercicio vacuo y propagandístico destinado a lavar sus hipócritas conciencias de "influencer instagramero". Cría cuervos, Woody.

lunes, febrero 24, 2020

"Todos lo saben", de Asghar Farhadi

Nunca había escrito sobre una película de Asghar Farhadi a pesar de haber visto todos los títulos de su filmografía: "About Elly", "Nader y Simín, una separación", "El pasado", "El viajante": películas estupendas que afianzaron la atracción por el formidable cine persa, inclinación que habían apuntalado cineastas como Jafar Panahi, Bahman Ghobadi o, por supuesto, el ya fallecido Abbas Kiarostami: Historia del Cine: el cine que deberías ver, el cine que ya deberías haber visto. Como seña de identidad común, el drama cotidiano: las vivencias que adornan y amargan la existencia de cualquiera, presentadas desde el enfoque cerrado de las rígidas convenciones sociales del día a día iraní, pero alentando a la vez la característica fundamental y sorprendente de que no somos tan distintos, de que en Teherán o en Madrid las tragedias íntimas presentan idénticos condicionantes: tan lejos, tan cerca. Así, en "Todos lo saben" realiza Farhadi un salto hacia occidente, trasladando el guion al ecosistema reconocible de un pueblo del interior de la Península Ibérica, entorno rural bien delimitado donde los rencores y las maledicencias son protagonistas del aburrimiento diario. Un pueblo español que podría haber sido cualquier otro del mundo.
Reparto coral y suceso infartante, de los que desvelan y angustian, aproximándose de este modo a su impactante primer largometraje, "About Elly". La abundancia de rostros conocidos del panorama cinematográfico español (y en algunas caras, internacional) que protagonizan el rodaje deja bien claro que los directores de prestigio, que emergen de una cinematografía localista, no tienen problema a la hora de encontrar intérpretes conocidos cuando deciden sacar la cámara del terruño natal. Aunque, bien pensado, los barbudos Ricardo Darín y Javier Bardem o la morena Penélope Cruz hubieran encajado a la perfección entre las facciones que acostumbran a aparecer en las cintas de Farhadi.
La literatura sobre raptos me trae a la memoria títulos antiguos de lectura juvenil como "Las aventuras de David Balfour" de Robert L. Stevenson, en género novelado, y otros más recientes y veraces como "Noticia de un secuestro" de Gabriel García Márquez o "Una novela criminal" de Jorge Volpi. Estas últimas referencias parecen apuntar a que el secuestro posmoderno es un asunto de mayor relevancia en el territorio sudamericano actual que en la parte europea del idioma español (de hecho la trama emparenta más con la novela decimonónica de Stevenson que con las otras dos). Quizá esta circunstancia reste verosimilitud al guion de Asghar Farhadi pero no hay que desdeñar que aquí, en esta piel de toro, tratándose de familia, herencias, bodas y pasiones amorosas clandestinas, cualquier cosa es posible. Farhadi logra presentar emociones intensas, sostenidas por las convincentes actuaciones de su reparto, caracteres angustiados por conflictos que no saben manejar y que sufren aterrorizados por las consecuencias de disimulados actos pasados y presentes que amenazan con arrojarlos a callejones sin salida. Aunque tú no lo sepas.

domingo, febrero 16, 2020

"First man", de Damien Chazelle

Para el común de los mortales las grandes epopeyas de la humanidad están protagonizadas por nombres propios que concitan tanta admiración que, difícilmente, puede uno hacerse a la idea del nivel de sacrificio y de sufrimiento que acompañan a algunos de esos logros: dolor y gloria. Si hacemos caso a lo retratado en "First man", extracto biográfico del astronauta Neil Armstrong, el primer alunizaje y garbeo lunar por la superficie de nuestro adorado satélite natural fue un gran paso para la humanidad pero un trayecto desgraciado para sus protagonistas. La cinta resalta sobre cualquier otro factor el número de víctimas que se cobraron los proyectos Géminis y Apolo y las durísimas condiciones de los entrenamientos y de los despegues que soportaban los pioneros de la exploración espacial, colocando la cámara en el enfoque alejado de la gloria y cercano siempre al dolor. La trama queda así contrapuesta a aquella película del año 1983 titulada "Elegidos para la gloría", dirigida por Philip Kaufman a partir de las páginas de un conocido libro de Tom Wolfe, y que iluminaba, ante todo, la senda heroica del viaje a la Luna.
¿Para qué ir allí, gastar tanto dinero en una excursión sin provecho económico, si lo que sobran en la Tierra son problemas a solucionar? Parte de la opinión pública de la época cuestionaba el río de millones de dólares que alimentaban, sin reparar en gastos, los presupuestos de la NASA, demostración palpable de que el odio al rival y el ansia incontrolable de superarle era una fuente de energía inagotable. También del otro lado de la Guerra Fría la carrera espacial convertía héroes en víctimas, con Yuri Gagarin, primer hombre en el espacio, convertido en propaganda, paseado como una atracción de feria por todo el territorio soviético, sepultado su esplendor en vodka y depresión.
Damien Chazelle ha apuntalado su exitosa trayectoria cinematográfica en guiones próximos al mundo de la música, con indiscutibles bazas ganadoras como "Grand Piano", "Whiplash" o, ante todas, "La La Land". De esta última saca al todoterreno Ryan Gosling para interpretar a un Armstrong lacónico y atormentado, realizando una incursión intimista y algo desangelada en la vida de uno de los iconos señalados del siglo XX, desvelando al espectador la profundidad de sus desgracias vitales y rematando así un claroscuro existencial que, sin embargo, no logrará opacar la hazaña inmortal de ser el primer hombre en la Luna.

jueves, enero 30, 2020

"Parásitos", de Bong Joon-ho

La expectación cinéfila generada por este título es alta: última Palma de Oro del Festival de Cannes, nada menos. A eso se une que su nombre resuena constantemente como favorita en cualquiera de los premios cinematográficos ya entregados y los que están por entregar en breve. Al director coreano Bong Joon-ho lo conocí a partir de su segunda película, "Memories of murder", del año 2003, un excelente thriller criminal que parecía señalar el rumbo al que el incipiente cineasta iba a dedicar su filmografía, siguiendo además la estela temática del que por entonces era primera figura del cine surcoreano, Park Chan-wook. Sin embargo las siguientes películas suyas que tuve ocasión de contemplar, desmontaban esta hipótesis: tanto "The host" como "Okja" parecían revelar a un autor dotado e interesado por el género fantástico, cierta ciencia-ficción concienciada socialmente, dotada de grandes presupuestos, pero que no renunciaba a adornarse con retazos de humor negro costumbrista: costumbrista coreano, por supuesto.
El comienzo de "Parásitos" me induce a pensar que las películas orientales de vis cómica (o tragicómica: comedias agridulces), protagonizadas por personajes marginales, pertenecientes a un lumpen suburbial que malvive en los bordes de los imperios tecno-industriales modernos, son firmes candidatas a la victoria en el más prestigioso certamen cinematográfico del mundo. Esa sensación de confluencia argumental se produce porque en el año 2018 venció en Cannes la película japonesa "Un asunto de familia", de Hirokazu Koreeda, filme protagonizado por una familia de insólita composición y cuya historia era digna de figurar en algún señalado relato de la literatura picaresca del barroco español. Las coincidencias temáticas entre las dos "palmas" consecutivas son llamativas: particularmente me quedo con la de Koreeda, cineasta con una trayectoria brillantísima y un sello de autor absolutamente reconocible.
La película plantea una trama curiosa, interesante, más aún una vez superada la primera hora de proyección, pero no destacará por las emociones que pueda producir en el espectador. A ello contribuye que los personajes de "Parásitos" (título peyorativo, sin duda), resulten bastante planos, estereotipados en exceso, provocando situaciones poco creíbles y en ciertos momentos mal rematadas: vicios de guion que interrumpen la credibilidad de la trama y que el indiscutible preciosismo técnico del director o el sorprendente giro argumental que se produce a la mitad del metraje, no logran equilibrar.
En cualquier caso no hay inconveniente en aplaudir el cine que propone últimamente Bong Joon-ho: historias para llegar a cualquier público y en las que se inserta la denuncia indisimulada de las desigualdades y excesos del capitalismo tecnológico actual. Y así mismo felicitarle por todos los premios y parabienes alcanzados con su película, tantos que, para qué necesita un Oscar. Ese galardón que se lo deje a otra.

sábado, enero 25, 2020

"1917", de Sam Mendes

Y llegó "1917" y le pegó un revolcón a las quinielas de los Oscar en un año cinematográfico en el que parecía que ya se había visto todo lo que merecía verse, que ya había suficiente competencia para decidir, con dificultad, qué película ha de ser considerada la mejor del año 2019 desde el punto de vista, todopoderoso, de la industria hollywoodiense. Una película que se apuntó a última hora y que puede presumir de una genética más británica que estadounidense: desde su director a los actores que la protagonizan y, cómo no, la nacionalidad del bando retratado. Si enlazamos "1917" con "Dunkerque" de Christopher Nolan, poca duda quedará de que el mejor cine bélico actual, el más sorprendente y mejor realizado, tiene su origen en la pérfida Albión.
¿Pero es "1917" una película de guerra o de aventuras? Pregunta estúpida, claro, pues no se puede negar que el telón de fondo de la trama lo constituye la barbaridad que supuso la guerra de trincheras que se enquistó durante años en las fronteras del norte de Francia: dos bandos y la masacre cotidiana: las alambradas, los páramos desolados, la vida diaria de reclutas imberbes que lloran por las noches en la zanja que es su hogar, arropados por el barro y acunados por los chillidos de las ratas. Sí, la Primera Guerra Mundial presente y rotunda en los fotogramas de "1917" (y la lectura recomendada es "Adiós a todo eso" de Robert Graves, autor conocido por su erudición grecorromana que también dejó un gran relato autobiográfico de sus experiencias en la Grande Guerre). Pero su leitmotiv es una misión, un reto para valientes, una incursión breve en territorio hostil que es filmada con el preciosismo técnico de un falso plano secuencia (para ver una película entera con una plano secuencia único y por tanto la absoluta ausencia de montaje, el título de referencia es "El arca rusa", de Aleksandr Sokurov). Esta Odisea de un día, Indiana Jones entre los "voches", y el punto de vista que el director de "American Beauty" persigue y consigue, arroja al espectador a acompañar a los soldados Blake (Dean-Charles Chapman) y Schofield (George MacKay) en su camino a la perdición (otra película de Mendes), viviendo dos horas de metraje de alta intensidad. Emoción a raudales.
En busca de un coronel. ¿Marlow y Kurtz? Por qué no: el corazón de las tinieblas no se encuentra sólo en remotos terrenos africanos y las ruinas nocturnas de la localidad francesa de Écoust-Saint-Mein, iluminadas por fogonazos de artillería, remueven la memoria cinéfila y la llevan a "Apocalypse now" de Francis Ford Coppola. ¿Más referencias? "Senderos de gloria" de Stanley Kubrick, sin dudarlo un momento, y descubrir si la orden trascendental del coronel Mackenzie (Benedict Cumberbatch) enmendará o no la que recibió el coronel Dax cuando lo interpretó Kirk Douglas hace más de 60 años. ¿Y no han dicho algo de un hermano? Pues ese era el macguffin de "Salvar al soldado Ryan" de Steven Spielberg, una película con la que he oído que se quiere comparar a "1917" y que creo que se parecen poco, más allá de breves coincidencias argumentales. Retengo el nombre de Spielberg porque en algún momento me pareció que una roca iba a rodar detrás de los protagonistas y de ese dron, cámara voladora que les acompaña en todo momento. No viene mal recordar que la propuesta del plano secuencia, compleja de idear y aún más de realizar, sumó puntos para que hace pocos años "Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia)", de Alejandro González Iñárritu, fuera considerada la mejor película de su año. En las antiguas cartillas militares españolas en el apartado "Valor", se acostumbraba a poner "SS", es decir, "Se le supone", pues si la mili se había hecho en tiempo de paz, no había habido forma de demostrarlo. No es el caso de Sam Mendes: valor demostrado. Otra vez.

domingo, enero 19, 2020

"Los dos papas", de Fernando Meirelles

La coexistencia temporal de dos papas en la Iglesia Católica, es un suceso poco frecuente. Además, se trata de dos tipos cuya percepción pública resulta contrapuesta: Benedicto el malo, Francisco el bueno. Esta reducción maniquea de la interpretación eclesiástica que sendos cardenales pueden tener, particularmente, en cuanto a su objetivo como líderes al frente de millones de feligreses repartidos por todo el orbe (término papal como pocos), queda desmentida en el retrato amable que el director Fernando Meirelles realiza, sin embargo, de forma excelente.
El metraje pasa de puntillas por los escándalos (por ejemplo el manejo indulgente de los casos de abusos a menores o la gestión opaca de las cuentas vaticanas) que asediaron el pontificado de Benedicto XVI y se muestra mayor hincapié en cuestionar las responsabilidad de Jorge Bergolio como jerarca de los jesuitas argentinos durante la dictadura del general Videla. El díptico, así, se equilibra, y la trama se genera a partir de la reconstrucción de una serie de encuentros ficticios entre ambos personajes: largas conversaciones que se tornan en confesión mutua y que toman fuerza en las magníficas actuaciones de Anthony Hopkins y Jonathan Pryce. Además, el espectador tiene la oportunidad de disfrutar de la contemplación de emplazamientos de rodaje extraordinarios como la Capilla Sixtina: no, me temo que las cámaras del director brasileño nunca tuvieron permiso para situarse debajo de los inmortales frescos de Miguel Ángel, pero no se puede negar que el decorado y la iluminación mostrados en esta cinta son impresionantes.
Hannibal Lecter vs Don Quijote, si nos fijamos en algunas de las interpretaciones más icónicas de Hopkins y Pryce. En una esquina, con calzón blanco, Benedicto XVI, campeón del mundo de la categoría, y en el rincón contrario, de negro, el aspirante al título, Francisco. Dos virtuosos de su estilo, dos técnicas opuestas, tan reconocibles e irreconciliables como sus respectivos bandos de seguidores: la frialdad del intelectualismo teológico cara a cara con la cercanía cálida de la Iglesia de los pobres. Un duelo Alemania - Argentina de los que hacen época: el viejo y el nuevo mundo frente a frente, disputándose el ansiado Anillo del Pescador. El papado en el diván.

martes, diciembre 31, 2019

“El irlandés”, de Martin Scorsese

La suma de horas de placer cinéfilo que nos han concedido figuras del séptimo arte de la talla de Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci o Martin Scorsese,es realmente grande: póquer de italoaméricanos a los que añadir el nombre de Harvey Keitel, que no tiene el mismo origen étnico en sus apellidos pero cuando menos tiene el mismo talento. Así, saber que a estas alturas de la película una nueva producción iba a propiciar la reunión en un mismo plató de rodaje de todos ellos, era una noticia que generaba una expectación cinematográfica inmensa. La duda por aclarar estaba en descubrir si esas esperanzas resultarían vanas.
Otra película de la mafia. A los que hemos visto tantas, esa sentencia, ese “otra más”, puede resultar coherente, deseable, y en ningún modo tratarse de un término peyorativo. Por otro lado, la oportunidad de acercar con esta oferta actual el género a nuevas generaciones de espectadores no es desdeñable. ¿Supondrá el estreno de “El irlandés” en la mayor plataforma mundial de streaming un reverdecimiento del esplendido celuloide dedicado a la Cosa Nostra durante décadas, un motivo para que ojos renovados se asomen a filmografías imprescindibles? Me temo que no, al menos en el sentido ofrecido por Martin Scorsese para su última película. Los consumidores actuales de series de todo orden y condición, buscan en su mayoría otra velocidad narrativa, otras historias. Ese objetivo de mediocridad de consumo inmediato, ha llevado a emitir múltiples acusaciones a “El irlandés” de ser una película larga y sobre todo lenta, como si su frecuencia en fotogramas por segundo fuera menor que la de otras cintas: la lentitud no habrá de buscarse en el proyector, sino en la sinapsis del espectador casual poco dispuesto a realizar el menor esfuerzo cognitivo.
La autobiografía de Frank “The Irishman” Sheeran, proyecto largamente acariciado por Scorsese, es el foco de la trama: un repaso a treinta y cinco años de posguerra, llenos de violencia y corrupción, a través de la figura de un excombatiente, interpretado por De Niro, que de camionero de carne congelada llega a ser protagonista por mérito homicida en el ámbito del crimen organizado estadounidense: I heard you paint houses. Pero si por algo llegó a ser realmente conocido Mr. Sheeran, fue por ser la sombra del omnímodo sindicalista Jimmy Hoffa. Kennedy, Hoover, Nixon, McCarthy…, Hoffa. Ese apellido merece nombrarse dentro de un grupo que representa como ninguno el poder en la política y en la sociedad de Estados Unidos durante buena parte del siglo XX. Hoffa, presidente del mayor sindicato de camioneros de la época, podía presumir de tener la capacidad de paralizar su nación con el chasquido de los dedos. Y Al Pacino, en la piel del personaje, arrolla las secuencias en las que participa con una energía desbordante.
En realidad, este mítico reparto al completo –completado con grandes secundarios– logra arrancar a los caracteres en los que debe introducirse unas interpretaciones portentosas: actores crepusculares en una historia crepuscular: será por eso: canto del cisne para cuatro antiguos cómicos a punto de convertirse en octogenarios. Pesci lleva cuasi-retirado bastante tiempo (lo que no impide que esté fenomenal en su papel), no así los otros tres. De Niro ha demostrado estar en plena forma en otra de las películas del año, “Joker” y Pacino también se ha dejado ver por otra de las renombradas del anuario, “Erase una vez en... Hollywood”. Así que lo de “canto del cisne” mejor aparcarlo de momento. Gran película, gran director, grandes actores.
Queda por decir algo malo de una película buena, que he visto dos veces y la segunda con mejores sensaciones aún que con la primera. Lo malo, o al menos no tan bueno, sería el poco texto que se le ha concedido a la actriz Anna Paquin. Su intervención como conciencia familiar del brutal irlandés resulta fundamental para una historia en la que la doble vida del criminal y sus consecuencias a largo plazo son uno de sus puntos fuertes. Bien es verdad que las relaciones entre todos los personajes de esta trama se nutren de miradas y sobreentendidos: no es nada fácil trasmitir ese lenguaje al espectador y la película lo logra con creces. Y lo otro malo, o en este caso lo peor, se encuentra en el rejuvenecimiento digital del propio De Niro, alguien de quien todos sabemos de sobra cómo era con cuarenta años menos y no es ese que aparece en la pantalla. El lenguaje cinematográfico nunca ha tenido problema para introducir un segundo actor en las escenas de juventud de cualquier personaje (Robert De Niro lo fue de Marlon Brando en “El Padrino II”, nada menos, con gran éxito, y no fue Don Vito Corleone veinteañero por su parecido con Brando, precisamente), un recurso que siempre chirriará menos, aunque parezca mentira, que el gato por liebre informático. Pero me temo que esa técnica, ay, ha llegado para quedarse: usar y abusar de ella sin reparo. Y, si el prestigio de Martin Scorsese, encima, le concede patente de corso, pues no quedará más que acostumbrarse: ya está uno muy mayor para que encima lo anden acusando de retrogrado.

sábado, diciembre 28, 2019

"Puñales por la espalda", de Rian Johnson

Los métodos policiales avanzan que es una barbaridad. El nivel técnico actual es tan abrumador a la hora de aprovechar los recursos disponibles para descubrir y catalogar pistas que conduzcan a la detención del –presunto– culpable de un crimen (ver la excelente serie británica “Line of Duty” para hacerse una buena idea del estado del arte), que la pregunta crucial acerca de “Puñales por la espalda” reside en saber si, a estas alturas, es posible plantear una trama detectivesca cuasidecimonónica como las que maquinaban las mentes geniales de autores como Agatha Christie o Arthur Conan Doyle. En ese sentido se puede entender “Puñales por la espalda” como un homenaje a un género perdido, un cluedo postmoderno en el que hasta el nombre del detective protagonista, Benoit Blanc (Daniel Craig), alude a la estirpe del mítico investigador belga Hercule Poirot. Y eso a pesar de tener cara de James Bond millennial
Ana de Armas contempla altiva, desde el balcón de la mansión, reina recién coronada, a la manada wasp que la ha tratado con el disimulado menosprecio que la América blanca más rancia reserva para su mano de obra esclava inmigrante. Así, Rian Johnson emplea también esta cinta para modelar una alegoría de la situación política que atraviesa Estados Unidos en estos tiempos vacuos y ejercer a la vez cierto derecho a la justicia poética, una suerte de victoria moral que, como todas las de esa clase, no sirve para nada. Sin embargo sí puede ser un aval suficiente para que Ana de Armas, actriz cubano-española, consiga figurar en todas las nominaciones a premios que están por llegar, y lo haga por delante de sus compañeras de reparto: el histrionismo siempre al borde de un ataque de nervios de Toni Collette o el aplomo actoral indiscutible de Jamie Lee Curtis.
Al director Rian Johnson lo descubrí en la estupenda “Brick”, aquel sorprendente paseo hard boiled por un instituto de secundaria. Su carrera continuó con éxito por los saltos temporales de “Looper” y, hablando de saltos, el siguiente fue ni más ni menos que al hiperespacio en el “Episodio VIII: Los últimos jedi”.De este modo, habiendo demostrado sobradamente su capacidad como director solvente y guionista original, apuntala su trayectoria en una de un género ausente de cualquier moda o tendencia en boga, una intriga de asesinatos en mansión antigua que en ningún momento huele a naftalina y que reverdece páginas amarillentas de viejas novelas de bolsillo.

jueves, diciembre 26, 2019

"Star Wars: Episodio IX - El ascenso de Skywalker", de J. J. Abrams

Volver a cerrar una saga por tercera vez se puede considerar un ejercicio de orden bastante inútil. Tres trilogías para conformar un paquete en el que la virtud de ser considerada una obra de arte acabada sólo penderá del tenue hilo de la oportunidad comercial. Múltiples ocasiones de negocio abordan una galaxia cuyo futuro se ensueña colmado de secuelas, precuelas, spin-offs, parques temáticos y mercadotecnia infinita: demasiado jugoso es el pastel como para no volver a cocinarlo más veces. Pero estaba claro que la rama principal de la mitología post-moderna, ubicua y celebérrima que George Lucas pergeñó hace cuatro décadas merecía un cierre –aunque sea un cierre de los que dejan la puerta entornada– a la altura de su fama universal. Y no lo ha tenido.
J. J. Abrams vuelve a pilotar el Halcón Milenario después de conducirlo un rato durante el "Episodio VII: El despertar de la Fuerza", ocasión en que lo hizo, a mi entender, de forma sumamente eficaz, aunque fuera a base de copiar sin reparo los pilares argumentales del “Episodio IV: Una nueva esperanza”, germen del drama interestelar de la familia Skywalker. Rian Johnson tomó el mando para el "Episodio VIII: Los últimos jedi" y mantuvo el nivel galáctico, si bien empezaba a hacerse patente el abuso en el empleo de los acostumbrados personajes planos (y muy monos, eso sí), que han supuesto un continuado lastre (ewoks, Jar Jar binks, Darth Vader de niño, el pingüinillo que aparece en el episodio VIII y que no sé cómo se llama, etc.) de la impresión crítica generada por esta gran ópera espacial (¡esa banda sonora!) que siempre brilló, ante todo, en el matiz épico de su pasión heroica. Abrams pilota de nuevo pero pierde el rumbo durante buena parte del metraje.

Se podría entender que se ha preestablecido un reparto ecuánime del protagonismo concedido a los personajes genéricos de Star Wars en esta tercera trilogía, de modo que el episodio VII se centraría en Han Solo (Harrison Ford), el VIII en Luke Skywalker (Mark Hamill) y el IX en Leia Organa (Carrie Fisher). Esta ecuación proporcionaría una coartada al episodio IX, pues el fallecimiento prematuro de la actriz Carrie Fisher supuso un indisimulable trastoque de los planes originales que la productora Disney podría tener a la hora de amortizar la compra de Lucasfilm. Así, dos terceras partes del episodio IX son empleados en una atolondrada “búsqueda del tesoro” en la que se encajan, de cuando en cuando y de mala manera, recortes antiguos de Carrie Fisher interpretando a la princesa Leia: fotogramas reciclados que no han sido incorporados a la cinta de una forma mínimamente elegante: un despropósito: tantos nombres en los créditos y ninguno capaz de alzar el dedo para señalar una torpeza tan evidente.

Quedará el esperado desenlace, una parte final –parte contratante de la tercera parte– que será la que pueda salvar la galaxia y al menos ofrecer respuesta al mayor enigma planteado en esta última trilogía, que será el del origen de Rey (Daisy Ridley). En cuanto a sus compañeros Poe (Oscar Isaac) y Finn (John Boyega), pasean por este capítulo sin la menor oportunidad de lucimiento, sobre todo en el caso de Boyega: de renegado stormtrooper a descafeinado general rebelde. El cuarto joven héroe en discordia, Kylo Ren/Ben Solo interpretado por Adam Driver, será el personaje por el que al actor, que está a punto, si no lo es ya, de convertirse en icono de prestigio para el Séptimo Arte, le preguntarán como anécdota en las entrevistas que están por venir. 
Rey, Poe y Finn, un ménage à trois para el que el cine del siglo XXI se encuentra menos receptivo que el del siglo XX y que se va a quedar en pálido reflejo del trío formado por Leia, Luke y Han. La actualidad, de consumo rápido y escasamente paladeado, no permite el asentamiento de los mitos cinematográficos: el suceso cinéfilo que se anclaba indeleble en una generación pasó a la historia, difícilmente se vuelve a dar, y cualquier alegoría trascendente dura lo que un tweet y vale lo que es capaz de recaudar. Pero a los que los inmortales acordes de la música que John Williams compuso para la saga les provoquen un escalofrío en la espalda, a esos la fuerza les acompañará siempre.