El actor Louis Gossett Jr. generó un arquetipo del instructor bronco e inflexible al dar vida al sargento Emil Foley en la célebre "Oficial y caballero", dirigida por Taylor Hackford en 1982. Entre él y Debra Winger, consiguieron que el guaperas Richard Gere (el cadete "Mayonesa": en Kansas sólo hay vacas y maricones: cuánta geografía aprendida en el cine) se graduara como alférez de la Marina. Años más tarde, Clint Eastwood refinó el modelo hasta llevarlo al máximo de "chusquerismo" que sólo la mirada acerada del californiano podría lograr. "El sargento de hierro", filmada por el propio Eastwood, dejaría para la posteridad un puñado de frases, exabruptos modulados por la inolvidable voz de doblaje de Constantino Romero y colmadas de los tacos más gordos del diccionario, frases de un guión para olvidar, algunas de ellas tan bestias que sin duda terminarán formando parte del acervo popular. Para rematar el trío, mi preferido: Ronald Lee Ermey como el sargento mayor Hartman en "La chaqueta metálica" de Stanley Kubrick. Y es mi preferido en la lista no sólo porque esta película deje a las otras dos a ras del suelo, sino porque el vociferante Hartman encontró su merecido a mitad de la proyección. En cualquier caso ahí estaban esos sargentos "nasio pa matá" (gran Ivá: puta mili), figuras paternales sustitutivas, que, en el fondo, eran más buenos que el pan y querían a esos chicos como a sus hijos. O más. Sí, el mensaje era que estos tipos hacían evolucionar, a patadas, a la pálida carne de cañón que caía en sus manos, la loable misión de convertir a unos paletos red necks en afinadas máquinas de matar: romperlos, disciplinarlos y obtener un perfecto psicópata, aunque un profesional muy hábil para lo suyo, eso sí: para hacer una tortilla hay que romper huevos, pero siempre son los huevos de otro.
¿Qué tiene que ver toda esta parrafada previa con "Whiplash"? Pues que la cinta me ha recordado a una de cuartel de Marines estadounidenses. Peor aún, ya que en aquellas la camaradería entre reclutas era la regla de oro, todos como una piña, y en "Whiplash" los estudiantes de música del selecto conservatorio Shaffer de Nueva York, se pasan la proyección sacándose de la espalda los puñales que, sin el menor miramiento, se clavan unos a otros a la menor ocasión. Terrible carrera por el éxito. Así que más allá de disfrutar de la música de jazz de la película (las diferentes temporadas de la serie de televisión "Tremé", situada en Nueva Orleans, son una buena recomendación para disfrutar, un capítulo tras otro, de una selección musical imbatible) la cuestión a discernir será si la estresante relación entre el profesor Fletcher (J. K. Simmons) y el aspirante a baterista Andrew (Miles Teller: los dos actores están formidables en la película), verdugo y víctima, terminará en catarsis, con las baquetas lanzadas por el aire como gorras de soldado que ha terminado su instrucción, o de mala manera: el tiro que el recluta "Patoso" le disparó al sargento Hartman en medio de la noche, en las letrinas del cuartel, escena cumbre de la obra maestra de Kubrick. Como dije, me gustaba más esta segunda opción.
viernes, julio 31, 2015
martes, julio 21, 2015
"Del revés", de Pete Docter y Ronaldo del Carmen
Película terrible: la trayectoria demoledora del tiempo, el giro inmisericorde y rotundo de las agujas del reloj. Recuerdos dorados condenados a sobrevivir teñidos de melancolía, fantasmas de momentos felices que sabemos que nunca volverán: sólo podemos bañarnos una vez en el mismo río. El cedazo de la memoria selecciona nada más que unas pocas semillas, sin que sepamos a qué obedece su caprichoso criterio, para plantarlas profundamente en nuestro cerebro y hacerlas germinar en una raigambre que dirigirá, casi sin que se note, la toma de decisiones definitoria del carácter de cada cual. Sin embargo ese limo primordial, pozo de experiencias, puede servir también de suave bálsamo con el que aplacar el dolor de las heridas: me recojo en la templanza de la tregua que me da la anestesia del recuerdo. Vivimos de los recuerdos y nos alimentamos de ellos.
Miedo, asco, ira, alegría, tristeza. Sentimientos básicos, cinco colores que mezclar en una paleta para terminar formando una escala de grises más coherente con la mediocridad cotidiana de la edad adulta. De repente, un trauma. La crisis como oportunidad, como forma de avance, dicen, sin avisar de que ese impulso lo da la desesperación, no la reflexión: la crisis te empuja porque no te queda otra opción, eso o la nada: cuestión de supervivencia: amarga victoria. Llegó la pérdida de la inocencia. La primera etapa pictórica de nuestra vida concluye destruyendo todos los cuadros pintados: ni la técnica, ni el estilo, ni mucho menos los modelos, volverán a ser los mismos. Otra vez a aprender a pintar.
En un momento de la proyección, el nutrido público infantil de la sala, excesivamente infantil, amenaza con ser sepultado bajo el peso de un vocabulario que parece salido del verbo cadencioso de un episodio del programa "Redes" de Eduard Punset. Recordaba a un antiguo documental Disney, "Nuestro amigo el átomo", nada menos, o aquel dibujo animado de la televisión ochentera, "M. I. M., Mi Inteligente Muñeco". Para contrarrestar el mensaje subliminal de neurociencia de la película, parece que existe un ánimo de forzar el candor de algunos personajes, como en el elefante "invisible" Bing Bong o en el exceso de colorido del celuloide, señales que encienden la alarma de que la película termine pareciéndose a la reciente "Home. Hogar dulce hogar" de Tim Johnson, por ejemplo. No, otro Disney moderno no, por favor.
Y no. De repente se enciende el flexo de Pixar, muchos años olvidado en el trastero, y la trama despega hacia otra parte, hacia esos rincones que esta productora de dibujos animados iluminaba como nadie cada verano, y las lágrimas de los mayores, de los arrasados por la memoria, de los únicos capaces de reconocer el momento y de reconocerse en él, fluyen al fin. El alivio del llanto, tan necesario, tan inoportuno.
Miedo, asco, ira, alegría, tristeza. Sentimientos básicos, cinco colores que mezclar en una paleta para terminar formando una escala de grises más coherente con la mediocridad cotidiana de la edad adulta. De repente, un trauma. La crisis como oportunidad, como forma de avance, dicen, sin avisar de que ese impulso lo da la desesperación, no la reflexión: la crisis te empuja porque no te queda otra opción, eso o la nada: cuestión de supervivencia: amarga victoria. Llegó la pérdida de la inocencia. La primera etapa pictórica de nuestra vida concluye destruyendo todos los cuadros pintados: ni la técnica, ni el estilo, ni mucho menos los modelos, volverán a ser los mismos. Otra vez a aprender a pintar.
En un momento de la proyección, el nutrido público infantil de la sala, excesivamente infantil, amenaza con ser sepultado bajo el peso de un vocabulario que parece salido del verbo cadencioso de un episodio del programa "Redes" de Eduard Punset. Recordaba a un antiguo documental Disney, "Nuestro amigo el átomo", nada menos, o aquel dibujo animado de la televisión ochentera, "M. I. M., Mi Inteligente Muñeco". Para contrarrestar el mensaje subliminal de neurociencia de la película, parece que existe un ánimo de forzar el candor de algunos personajes, como en el elefante "invisible" Bing Bong o en el exceso de colorido del celuloide, señales que encienden la alarma de que la película termine pareciéndose a la reciente "Home. Hogar dulce hogar" de Tim Johnson, por ejemplo. No, otro Disney moderno no, por favor.
Y no. De repente se enciende el flexo de Pixar, muchos años olvidado en el trastero, y la trama despega hacia otra parte, hacia esos rincones que esta productora de dibujos animados iluminaba como nadie cada verano, y las lágrimas de los mayores, de los arrasados por la memoria, de los únicos capaces de reconocer el momento y de reconocerse en él, fluyen al fin. El alivio del llanto, tan necesario, tan inoportuno.
miércoles, julio 15, 2015
"Mad Max: Fury Road", de George Miller
Treinta años después, una continuación de la saga. Se puede pensar que es innecesaria, más allá del beneficio taquillero que seguro que reporta este espectacular nuevo episodio, pero quedaban tan lejanas ya aquellas marabuntas del motor, aquellos chiflados en sus locos cacharros, lanzados en persecuciones suicidas repletas de explosiones, acción y violencia, que se agradece el revival. Y mucho. Si encima la dirige George Miller, responsable de todas las entregas realizadas hasta el momento, más aún (gran virtud no haber abusado de infografía y que los vehículos tengan consistencia real: humo, aceite y acero).
Es curioso ver cómo ha ido cambiando el entorno depredador de "El loco" Max. En la primera se percibían vestigios de un mundo civilizado que se estaba desmoronando a pasos agigantados. El público que acudía al cine en 1979 tenía pocos motivos para el optimismo. La segunda crisis del petróleo sacudía con fuerza la economía mundial, impulsada por motores de gasolina, al disparar el precio del crudo hasta el triple de su valor previo. Por otro lado, el reloj del apocalipsis nuclear, implacable baremo del grado de conflicto durante la Guerra Fría, seguía con las agujas muy cerca de la medianoche. De aquel espíritu bebe sin freno "Mad Max: Salvajes de la autopista", y su estética nihilista y postpunk tiene sus referentes en autores de cómic distópicos como Moebius, Richard Corben, Jodorowsky y otros, que en la época dejaban constancia de su arte en revistas míticas como Métal Hurlant o Totem. En las siguientes partes el panorama empeora sin remedio. De la refinería, acosada como un fuerte del far west, de la segunda película, "Mad Max 2: El guerrero de la carrtera" (recuerda a lo que se hizo más tarde en "Waterworld" de Kevin Reynolds, muchas similitudes, pero desierto de agua salada en ese caso), a la bulliciosa Negociudad de la tercera, "Mad Max, más allá de la cúpula del trueno": Tina Turner, en la cima de su popularidad, interpretando a la reina del saloon (la Vianna de "Johnny Guitar" de Nicholas Ray: mujer que domina un territorio de hombres salvajes) en una especie de indómito poblado minero que requiere mucha mano dura para seguir funcionando: duelos singulares para dirimir diferencias y ruletas de la fortuna para decidir destinos: el juicio de Dios sigue impartiendo justicia tras el fin del mundo. Niños perdidos y mitos fundacionales. Los guiones de las aventuras de Mad Max siempre han estado bien rematados.
Y en la cuarta el ecosistema evoluciona hacia la cultura mística de La Ciudadela: el Motor es la divinidad suprema, los símbolos de sus sacramentos son el volante, los pistones, el cromado o el V8, y el líder absoluto, el sumo sacerdote Immortan Joe, parece sacado de las portadas de los discos de Motorhead, Megadeth o Iron Maiden: estética metalera como una consecuencia obvia para la saga: las crestas mohawk pasaron a la historia. La Ciudadela es una colmena bien organizada, donde cualquier ser humano ha sido reducido a la condición de insecto, destinado desde niño a ocupar una casta uniforme en aspecto y funcionalidad, prescindible en su anonimato. No hay civilización sin revolución, ni revolución sin héroe, y de nuevo surge, procedente de ninguna parte, el australiano errante, más antihéroe que héroe, entre el altruismo y la lucha por la propia supervivencia, condenado a vagar eternamente por el desierto. ¿Quién es Mad Max? ¿Tom Hardy? ¿Charlize Theron? Quizás sean los dos, quizás no lo sea ninguno. Me temo que Mel Gibson sea el único actor capaz de portar el nombre del loco, el de un lunático de mirada tan alucinada como desvalida, que trasmitía eficazmente sentimientos de dolor y desesperación: el trauma iniciático y sin retorno que consumía sus días. El loco que hace tres décadas dejó una huella cinéfila imborrable.
Es curioso ver cómo ha ido cambiando el entorno depredador de "El loco" Max. En la primera se percibían vestigios de un mundo civilizado que se estaba desmoronando a pasos agigantados. El público que acudía al cine en 1979 tenía pocos motivos para el optimismo. La segunda crisis del petróleo sacudía con fuerza la economía mundial, impulsada por motores de gasolina, al disparar el precio del crudo hasta el triple de su valor previo. Por otro lado, el reloj del apocalipsis nuclear, implacable baremo del grado de conflicto durante la Guerra Fría, seguía con las agujas muy cerca de la medianoche. De aquel espíritu bebe sin freno "Mad Max: Salvajes de la autopista", y su estética nihilista y postpunk tiene sus referentes en autores de cómic distópicos como Moebius, Richard Corben, Jodorowsky y otros, que en la época dejaban constancia de su arte en revistas míticas como Métal Hurlant o Totem. En las siguientes partes el panorama empeora sin remedio. De la refinería, acosada como un fuerte del far west, de la segunda película, "Mad Max 2: El guerrero de la carrtera" (recuerda a lo que se hizo más tarde en "Waterworld" de Kevin Reynolds, muchas similitudes, pero desierto de agua salada en ese caso), a la bulliciosa Negociudad de la tercera, "Mad Max, más allá de la cúpula del trueno": Tina Turner, en la cima de su popularidad, interpretando a la reina del saloon (la Vianna de "Johnny Guitar" de Nicholas Ray: mujer que domina un territorio de hombres salvajes) en una especie de indómito poblado minero que requiere mucha mano dura para seguir funcionando: duelos singulares para dirimir diferencias y ruletas de la fortuna para decidir destinos: el juicio de Dios sigue impartiendo justicia tras el fin del mundo. Niños perdidos y mitos fundacionales. Los guiones de las aventuras de Mad Max siempre han estado bien rematados.
Y en la cuarta el ecosistema evoluciona hacia la cultura mística de La Ciudadela: el Motor es la divinidad suprema, los símbolos de sus sacramentos son el volante, los pistones, el cromado o el V8, y el líder absoluto, el sumo sacerdote Immortan Joe, parece sacado de las portadas de los discos de Motorhead, Megadeth o Iron Maiden: estética metalera como una consecuencia obvia para la saga: las crestas mohawk pasaron a la historia. La Ciudadela es una colmena bien organizada, donde cualquier ser humano ha sido reducido a la condición de insecto, destinado desde niño a ocupar una casta uniforme en aspecto y funcionalidad, prescindible en su anonimato. No hay civilización sin revolución, ni revolución sin héroe, y de nuevo surge, procedente de ninguna parte, el australiano errante, más antihéroe que héroe, entre el altruismo y la lucha por la propia supervivencia, condenado a vagar eternamente por el desierto. ¿Quién es Mad Max? ¿Tom Hardy? ¿Charlize Theron? Quizás sean los dos, quizás no lo sea ninguno. Me temo que Mel Gibson sea el único actor capaz de portar el nombre del loco, el de un lunático de mirada tan alucinada como desvalida, que trasmitía eficazmente sentimientos de dolor y desesperación: el trauma iniciático y sin retorno que consumía sus días. El loco que hace tres décadas dejó una huella cinéfila imborrable.
martes, julio 07, 2015
"Perdida", de David Fincher
Sostenía Luigi Pirandello que somos la suma de la mirada de los demás, lo que los otros ven en uno y no lo que uno piensa o sabe que es. Ese aforismo relativista es aún más cierto en el caso de que tu profesión sea la de actor, claro: conocemos a esa gente porque aparecen en una pantalla interpretando a un personaje, y, por tanto, mintiendo, lo cual hará muy complicado que nos hagamos una idea cierta de quién es la persona detrás de la actuación, ese trabajador del séptimo arte que tendrá una vida propia al terminar los rodajes. Sólo podríamos juzgar, por ejemplo, si el personaje, Nick Dunne, la creación del guionista, es una buena o mala persona, pero no si lo es Ben Affleck (de Affleck lo que podemos calibrar es su actuación: más adelante). Y nuestro juicio también sería mentira, al menos hasta que termine la película y el director tenga la bondad de darnos un veredicto fundamentado: nuestra sociedad de la información inmediata y ubicua, pero poco meditada, tiene el vicio de dictar sentencia, de confundir imputado con culpable, detenido con condenado, un cruel epitafio para el piensa mal y acertarás: los prejuicios que, como su propio nombre indica, se realizan sin esperar al juicio, esa facultad humana tan desconocida. Como caricatura del tribunal mediático que las televisiones ejercen a diario, sin la menor cordura, "Perdida" alcanza su mayor valor.
Chasing Amy. Ben Affleck ya buscó una Amy una vez, en "Persiguiendo a Amy" de Kevin Smith. Reviso lo que escribí en aquella entrada, una de las primeras en el blog, hace más de una década, y mi apreciación acerca de la labor de Affleck en la película fue realmente pésima. Poco ha cambiado esa valoración. Siguiendo a Pirandello, resulta que la suma crítica mayoritaria sobre el actor Ben Affleck, por lo que he leído durante estos años, es bastante pobre: la gente no ve a Affleck como un actor, ciertamente. Será otra cosa. Basta que se diga que va a ser el próximo Batman, para que los seguidores de las aventuras del Hombre Murciélago sufran un repentino corte de digestión. Para mí es un tanto haragán: no le veo esforzándose en exceso ante la cámara y quizás sea la herencia laboral de aquellas películas a las órdenes de Kevin Smith, comedias gamberras y tontunas con las que se hizo famoso y que sólo le exigían salir guapo y pasota. Sin duda la ocasión en que le vi emplearse más a fondo fue en "Argo", como si trabajar para uno mismo fuera el acicate necesario para poner el despertador y salir de la cama temprano.
Perdida o pérdida. Tras la formidable "Zodiac", las películas que ha realizado David Fincher no han logrado asombrarme como sí lo hizo en el pasado: ni "El curioso caso de Benjamin Button", ni "La red social", ni "Perdida". Mi admiración por Fincher ha ido disminuyendo a la par que reventaba taquillas, curiosamente. En "Perdida" no es únicamente que no me haya convencido Affleck, es que el guión tiene unos agujeros del tamaño de Iowa, lo cual es poco acertado a la hora de poner en celuloide la elaboración de un thriller criminal. Leo que el guión corre a cargo de Gillian Flynn, la escritora de la novela en la que se basa la película, bestseller que, me chiva Internet, desbancó a "Cincuenta sombras de Grey", nada menos. De la experiencia anterior como guionista cinematográfica de Flynn no me aparece nada, lamentablemente. Ah, pero sostiene haber visto "Psicosis" un millón de veces. Ay, Pirandello.
Chasing Amy. Ben Affleck ya buscó una Amy una vez, en "Persiguiendo a Amy" de Kevin Smith. Reviso lo que escribí en aquella entrada, una de las primeras en el blog, hace más de una década, y mi apreciación acerca de la labor de Affleck en la película fue realmente pésima. Poco ha cambiado esa valoración. Siguiendo a Pirandello, resulta que la suma crítica mayoritaria sobre el actor Ben Affleck, por lo que he leído durante estos años, es bastante pobre: la gente no ve a Affleck como un actor, ciertamente. Será otra cosa. Basta que se diga que va a ser el próximo Batman, para que los seguidores de las aventuras del Hombre Murciélago sufran un repentino corte de digestión. Para mí es un tanto haragán: no le veo esforzándose en exceso ante la cámara y quizás sea la herencia laboral de aquellas películas a las órdenes de Kevin Smith, comedias gamberras y tontunas con las que se hizo famoso y que sólo le exigían salir guapo y pasota. Sin duda la ocasión en que le vi emplearse más a fondo fue en "Argo", como si trabajar para uno mismo fuera el acicate necesario para poner el despertador y salir de la cama temprano.
Perdida o pérdida. Tras la formidable "Zodiac", las películas que ha realizado David Fincher no han logrado asombrarme como sí lo hizo en el pasado: ni "El curioso caso de Benjamin Button", ni "La red social", ni "Perdida". Mi admiración por Fincher ha ido disminuyendo a la par que reventaba taquillas, curiosamente. En "Perdida" no es únicamente que no me haya convencido Affleck, es que el guión tiene unos agujeros del tamaño de Iowa, lo cual es poco acertado a la hora de poner en celuloide la elaboración de un thriller criminal. Leo que el guión corre a cargo de Gillian Flynn, la escritora de la novela en la que se basa la película, bestseller que, me chiva Internet, desbancó a "Cincuenta sombras de Grey", nada menos. De la experiencia anterior como guionista cinematográfica de Flynn no me aparece nada, lamentablemente. Ah, pero sostiene haber visto "Psicosis" un millón de veces. Ay, Pirandello.
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