domingo, octubre 25, 2015

"Fury", de David Ayer

"Corazones de acero" fue el título escogido para la distribución de la película en España, título que se me antoja aplicable a una variedad ingente de temas: desde la pasión romántica más acerada hasta una trama de trasplantados viviendo en un sanatorio. "Fury" es el nombre del tanque Sherman que protagoniza la película. Sabemos que los tanquistas ponen nombre a sus cañones ambulantes: la entrada en París de la Columna Leclerc, de la compañía "La Nueve" formada por excombatientes republicanos españoles, con tanques llamados "Brunete", "Teruel", "Guadalajara", o (olé) "España Cañí" (indispensable el cómic "Los surcos del azar" de Paco Roca para conocer cómo fue la vida de esos míticos soldados españoles que combatieron el nazismo bajo bandera ajena). Mucha "fury" en esta cinta, una buena muestra del cine bélico actual, con estupendas escenas de combates, llenas de acción y de tensión (y, sin embargo, una de las escenas álgidas, de las que paran el pulso del espectador, se produce durante un almuerzo en la casa de un pueblo tomado, donde la brutalidad y la sinrazón del derecho de conquista parece a punto de dispararse sin remedio). La adrenalina a un nivel óptimo, si bien el final, épico como no podía ser de otro modo, final made in Hollywood, sepulta el resultado por ser una conclusión alargada en exceso y poco creíble.
Un tanque recogiendo los restos del avance aliado hacia Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, un artefacto destructor que poco tenía que hacer frente al de su enemigo, el temible Tiger alemán: los estadounidenses tuvieron claro en su invasión europea que una de las mayores prioridades era hacerse con las fábricas, las patentes y los científicos e investigadores que habían convertido la máquina de guerra nazi en la más potente del mundo. Gott mit uns, Dios con nosotros, el lema del ejercito alemán, que una vez derrotado debió pensar que Dios se había cambiado de bando. Y viendo la película, seguro que fue así. No dudo que los soldados estadounidenses no recen, el rifle y la Biblia y todo eso. El día a día del soldado en el frente de guerra es propicio a acordarse del Altísimo en más de una ocasión, pero no recuerdo que hubiera tantas menciones religiosas en el cine bélico antiguo, si acaso algún entierro con toque de corneta y poco más. El Hollywood moderno sorprende, o al menos sorprendía, por la presencia nada testimonial del cristianismo en los fotogramas: el crucifijo como un actor protagonista más, y no para ahuyentar vampiros, precisamente. Mensajes nítidos para alentar la fe del americano medio y alejarlo de veleidades descreídas. Claro, que la película me ha pillado leyendo "Sumisión" de Michel Houellebecq, y la mente se ha situado en modo paranoico, como no podía ser de otro modo cuando se lee al genial escritor francés.

sábado, octubre 17, 2015

"El cochecito", de Marco Ferreri

A propósito del diputado por Aragón Pablo Echenique, apareció un detalle que hizo saltar mis resortes cinéfilos. Resulta que el conocido dirigente del partido Podemos escribió hace un par de años en el periódico digital eldiario.es, un artículo con el llamativo título "Discapacitado y más feliz que tú... sí, que tú". Este título, que podría hacer aparecer un sonrisa irónica en los labios del bípedo más autosuficiente de la manada, anuncia un texto de tono provocador en el que se rebate la extendida costumbre de asociar discapacidad e infelicidad, costumbre que no puede tener nadie que haya contemplado alguna vez la excelente película dirigida por Marco Ferreri y con la firma de Rafael Azcona en el guión. El caso es que Pablo Echenique tiene un cochecito.
Sí, así es, yo ya sabía lo felices que eran los poseedores de, llamémoslo así, un cochecito. Sólo había que ver a Don Anselmo dispuesto a todo por conseguir uno: lo que sea: vender las joyas de la abuela, perder el uso de las piernas o incluso el límite del genocidio familiar. Lo que haga falta con tal de salir de excursión con sus colegas moteros de tres ruedas, inopinados Ángeles del Infierno de marcha por los alrededores de Madrid, arrasando con todo. O casi. Recuerdo haber visto en mi infancia algún cochecito de aquellos y, por supuesto, no haber sentido ninguna lástima por su ocupante. Quizás todo lo contrario. Ya hubiera molado subirse a uno y conducirlo un rato, a quién no le hubiera gustado probar aquello. Para Don Anselmo el deseo se asienta más que en una necesidad de movilidad en un símbolo de pertenencia: como tener una bomber o unos martens o una harley: el cochecito es el tatuaje iniciático, el peaje de entrada a la secta. Y no hay secta que no nuble el entendimiento.
"El cochecito" sorprende no sólo por el tratamiento nada condescendiente que se hace de la discapacidad o por su rotundo humor negro que de puro negro quiere desembocar en un final nigérrimo al que el poder censor de la época no dudó en meterle mano, sino que sorprende también por su atrevimiento visual, con planos nada acostumbrados para el cine español de 1960, incluidas secuencias de rodaje cámara en mano que tiemblan sin la steadicam que está por llegar, pero que realzan el vigor dramático de la historia: el terror a la discriminación y el olvido desde la perspectiva del pobre viejo que no se siente un venerable anciano, el drama de Don Anselmo: Pepe Isbert, protagonista absoluto, actor inmortal que se erige como epítome de la mayoría de las mejores películas rodadas en España bajo el auge asfixiante del régimen de Franco. Se puede hablar, por tanto, del cine de Pepe Isbert, y considerarlo de lo que más merece la pena ver de entonces, y entre esa indispensable colección de títulos de su filmografía, cómo no, la asombrosa "El cochecito". Verla y, claro, darle la razón a Echenique.

sábado, octubre 03, 2015

"El río", de Jean Renoir

"El río", que puede ser una de mis películas más afectadas, es en realidad la más próxima a la naturaleza. Si no existiera una historia basada en fuerzas inmutables como la infancia, el amor y la muerte, la película sería un documental. Así escribía Jean Renoir sobre la película en su autobiografía "Mi vida y mi cine", delimitando con esas palabras la condición de la cinta como espacio de tensión, de puesta en común de características distintas pero que en este celuloide resultan ser integrables a la perfección: una obra maestra. Confluencia de culturas a orillas del Ganges, el colonialismo fascinado por su posesión, por lo que sucede más allá de la valla: la hacienda como un jardín del edén: la conquista del paraíso. Se mira a los indios, pero no se les ve, no más que como mano de obra barata, fuente de pingües beneficios y espejo de tópicos simplistas (a Renoir los productores de la película le instaban a que introdujera escenas de una caza del tigre, con elefantes y toda esa parafernalia, que era lo que el público occidental, supongo que por influencia de "La vuelta al mundo en ochenta días" de Julio Verne, espera ver en una película localizada en la India). Para abrir mentes y arrojar miradas sin prejuicios, el punto de vista se encarna en una joven adolescente, Harriet (Patricia Walters), enamoradiza, soñadora, al borde de la edad adulta: el impacto del amor, peor aún, del amor no correspondido, idealizado e insatisfecho. Los amantes convertidos en divinidades ancestrales: la música y la danza, el portento de abstraer al espectador y de conducirlo a otra parte (el escritor Javier Marías, en las críticas de cine recogidas en el libro "Donde todo ha sucedido: al salir del cine", declaraba "El río" como una de sus películas favoritas, una que, cuando se ponía a verla, producía en él el efecto de no poder apartar la mirada). Atrapados en un encantamiento, como la cobra hipnotizada por la melodía que surge de una pequeña flauta.
Los ojos curiosos de Harriet, desesperados por vivir, escrutan una sociedad que no se puede aprehender con la acción racional de la Ilustración, sino que requiere la ruptura de cualquier dogma previo. Celebraciones y rituales con miles de años de antigüedad, imbricados en la existencia cotidiana, como la ceremonia en honor a la diosa Kali que se puede ver en la película y que se realizó como una invocación para que no se produjeran accidentes entre los electricistas indios que trabajaban en el rodaje. Renoir filmó aquel culto ancestral y lo incorporó al metraje de la película: ficción y documental. La reverencia a Kali de la religión hindú en oposición al baile de bienvenida al capitán John (Thomas E. Breen), cada civilización sostiene su cultura sobre demostraciones que pueden resultar chocantes a los no educados en ella. "El río" defiende cierto sincretismo, apoyado en la capacidad de aceptar al otro. En una película moderna, "Viaje a Darjeeling" de Wes Anderson, otra película embebida de espiritualidad orientalista, se producía un trayecto místico al generarse el choque cultural, en ella el realismo pasaba a ser mágico, pero en la de Renoir se asienta una idea más poderosa, que es la de hacer que ese tránsito onírico por la existencia resulte costumbrista, pleno de naturalidad, exento de cualquier trascendencia.
La mayoría de actores que aparecen en "El río" son poco conocidos o directamente no son profesionales, de modo que se enfatiza su carácter neorrealista. Colores tenues (la primera vez que Renoir filmaba en color) para personajes imperfectos, de vuelta de todo, víctimas de los horrores recientes de la Segunda Guerra Mundial. Debemos celebrar que un niño muera siendo niño aún. Uno de ellos, al menos, se ha escapado. A los niños los encerramos en nuestras escuelas, les enseñamos nuestros tabúes, los enganchamos en nuestras guerras y no pueden resistirlo. No tienen armadura y los matamos impunemente. Destrozamos a los inocentes, sin darnos cuenta de que el mundo es para los niños. El estremecedor discurso del padre del pequeño Bogey, alerta de la época recién vivida, y cómo la infancia se convirtió en depositaria involuntaria del terror bélico desencadenado. El fatalismo hindú ante la muerte se muestra extraño para el occidental porque, precisamente, no es en absoluto fatalista. La vida y la muerte otra vez más en un ciclo perpetuo de reencarnación: uno muere, uno nace. El río sigue fluyendo.