Al director Martin Ritt se le puede asociar, libremente, a William Faulkner por un lado de la cámara y a Paul Newman por el otro: "El largo y cálido verano", "El ruido y la furia", "Hud", "Un hombre". El resto de su extensa carrera cinematográfica se me pierde un tanto. "Donde la ciudad termina" es su ópera prima: también se puede asociar, sin tanta libertad sino por obligación, a dos películas previas: "La ley del silencio" de Elia Kazan y "Rebelde sin causa" de Nicholas Ray: turbios asuntos de estibadores de los muelles de Nueva York y chicos perdidos que se escapan de casa, insólitamente, en la América del Sueño, en la bonanza (no la de la familia Cartwright) de los años 50. La comparación con las obras maestras de Kazan y Ray sería desmedida: más pequeña, menos ambiciosa. Tampoco se podría poner a John Cassavetes en el pedestal de Marlon Brando o James Dean: Cassavetes dará lo mejor de sí cuando se convierta en director: puntal del cine independiente, una carrera de libertad creativa que abrió camino a muchos otros francotiradores camarógrafos. Sin embargo la cinta de Ritt aporta con gran fuerza una componente racial al drama, convirtiéndose en pionera a la hora de mostrar la relación de amistad entre un negro y un blanco en el cine: más aún, Sidney Poitier (éste sí merecería su lugar junto a Brando o Dean: "Adivina quién viene a cenar esta noche" de Stanley Kramer, "Rebelión en las aulas" de James Clavell, "En el calor de la noche" de Norman Jewison, "Semilla de maldad" de Richard Brooks: una carrera fulgurante la de Sidney Poitier: sin duda también fue pionero) es el que ostenta el rol superior: el hermano mayor de la televisión transportado al rudo ambiente portuario.
Una amistad tan profunda, tan sincera y desinteresada (¿Qué quieres de mí?, pregunta con insistencia el recién llegado Cassavetes a su benefactor, al poco de conocerse ambos, mosqueado por tanto interés protector), tan candorosa y juguetona que, en algún momento, se puede pensar si se llegaría a lanzar, en plena guerra fría, un misil del calibre de sobrepasar lo interracial para abordar lo homosexual. Rápidamente se busca mujer a uno y novia a otro y fin de la sospecha, compadre. La película no acaba de romper, algunas situaciones se vuelven artificiosas, los colegas no afinan su química (Cassavetes tiene unas facciones demasiado rotundas como para resultar convincente en su desamparo juvenil) y el drama termina de modo abrupto. Pero no por ello se dejará de disfrutar de un clásico intemporal, de nostálgicos ambientes neoyorquinos, de una fantástica fotografía en blanco y negro, de un formidable Poitier y del no menos sensacional secundario Jack Warden. Una pregunta cinéfila a la par que necrófila, no vale emplear el buscador: ¿Sidney Poiter sigue vivo? ¿Y Jack Warden? Cassavetes ya les digo yo que no. Murió prematuramente, en los años ochenta, con mucho cine dentro.
jueves, mayo 28, 2015
jueves, mayo 21, 2015
"Vengadores: La era de Ultrón", de Joss Whedon
De nuevo Joss Whedon al mando de la adaptación cinematográfica de los cómic del grupo de superheroes más formidable que nunca haya salido de una imprenta: lo escrito en su día para "Los Vengadores", hace tres años, aplica sin tener que cambiar ni una sola coma. Sí, más de lo mismo: de nuevo un malvado megalómano intentando culminar sus malévolos planes contra la desamparada raza humana, y de nuevo un esforzado, desinteresado, pero ni mucho menos indefenso, puñado de guerreros dispuesto a derrotarlo. Épica a raudales, característica definitoria del género que las capacidades técnicas del cine actual colocan al nivel de lo nunca visto, desplegando en la pantalla grandiosas batallas, espectaculares hasta el último fotograma, destrucciones masivas en las que Hulk sigue siendo el puto amo.
Esta entrega incorpora nuevos personajes (hijos de Magneto, sintezoides ingenuos y promesas de villanos) y verlos aparecer supone una emoción añadida para los que han disfrutado de horas y horas de devorar aventuras asombrosas editadas en papel barato. Es fácil: pasar las páginas de un catálogo infinito de misteriosos enmascarados dotados de facultades de semidioses y denominaciones de frenopático, señalar uno con el dedo y apuntarlo al club. Los Vengadores llegaron a tener decenas de miembros, altas y bajas en el grupo según la saga que tocara desarrollar, de modo que si se quisiera exprimir a conciencia esta gallina de los huevos de oro y aumentar el ritmo de producción de blockbuster de éxito seguro, los guionistas no iban a tener el menor problema a la hora de extraer tramas del baúl de los tebeos. La segunda parte de los Vengadores tiene el propósito loable de introducirse aún más en la psique de estos triunfadores que son un desastre en su vida privada. Incluso se intenta establecer conexiones sentimentales entre algunos de ellos: la bella y la bestia, la doncella que atrapa al unicornio. Y no falta mostrar las tenues barreras que separan al héroe del villano, al salvador del criminal de guerra, al ídolo del monstruo: un gran poder conlleva una gran responsabilidad y todo eso: los comic book se hicieron adultos cuando abandonaron plúmbeas tramas maniqueas y decidieron dotar de matices las esperadas viñetas semanales.
Queda también claro que las Gemas del Infinito son el Macguffin que sirve de hilo conductor de la inmersión cinematográfica en el Universo Marvel, al menos desde "Thor", dirigida por Kenneth Branagh en 2011. Las piedras de poder son un símbolo ancestral del ansia del hombre por poseer objetos mágicos, amuletos, talismanes, cualquier cosa que permita cumplir deseos y demoler barreras: la lámpara de Aladino, el Santo Grial o las bolas de dragón de Goku: fuentes de energía que, mal empleadas, pueden convertirse en un destructor total: fuerzas desencadenadas capaces de arrasar el planeta: pobre mono bípedo ahíto de sueños de grandeza. El héroe es el tótem antiguo que vence al demonio y que restablece el equilibrio, una figura intemporal que no pierde vigencia. Ahora se crece al margen de los tebeos, ay, el fin definitivo de la caballería andante, extinción de quijotes, y estos desheredados de la fantasía épica saben lo que se han perdido porque acuden en masa a presenciar este celuloide hiperrentable, una máquina de fabricar dinero que no tiene visos de querer parar. Por mí, que no lo haga.
Esta entrega incorpora nuevos personajes (hijos de Magneto, sintezoides ingenuos y promesas de villanos) y verlos aparecer supone una emoción añadida para los que han disfrutado de horas y horas de devorar aventuras asombrosas editadas en papel barato. Es fácil: pasar las páginas de un catálogo infinito de misteriosos enmascarados dotados de facultades de semidioses y denominaciones de frenopático, señalar uno con el dedo y apuntarlo al club. Los Vengadores llegaron a tener decenas de miembros, altas y bajas en el grupo según la saga que tocara desarrollar, de modo que si se quisiera exprimir a conciencia esta gallina de los huevos de oro y aumentar el ritmo de producción de blockbuster de éxito seguro, los guionistas no iban a tener el menor problema a la hora de extraer tramas del baúl de los tebeos. La segunda parte de los Vengadores tiene el propósito loable de introducirse aún más en la psique de estos triunfadores que son un desastre en su vida privada. Incluso se intenta establecer conexiones sentimentales entre algunos de ellos: la bella y la bestia, la doncella que atrapa al unicornio. Y no falta mostrar las tenues barreras que separan al héroe del villano, al salvador del criminal de guerra, al ídolo del monstruo: un gran poder conlleva una gran responsabilidad y todo eso: los comic book se hicieron adultos cuando abandonaron plúmbeas tramas maniqueas y decidieron dotar de matices las esperadas viñetas semanales.
Queda también claro que las Gemas del Infinito son el Macguffin que sirve de hilo conductor de la inmersión cinematográfica en el Universo Marvel, al menos desde "Thor", dirigida por Kenneth Branagh en 2011. Las piedras de poder son un símbolo ancestral del ansia del hombre por poseer objetos mágicos, amuletos, talismanes, cualquier cosa que permita cumplir deseos y demoler barreras: la lámpara de Aladino, el Santo Grial o las bolas de dragón de Goku: fuentes de energía que, mal empleadas, pueden convertirse en un destructor total: fuerzas desencadenadas capaces de arrasar el planeta: pobre mono bípedo ahíto de sueños de grandeza. El héroe es el tótem antiguo que vence al demonio y que restablece el equilibrio, una figura intemporal que no pierde vigencia. Ahora se crece al margen de los tebeos, ay, el fin definitivo de la caballería andante, extinción de quijotes, y estos desheredados de la fantasía épica saben lo que se han perdido porque acuden en masa a presenciar este celuloide hiperrentable, una máquina de fabricar dinero que no tiene visos de querer parar. Por mí, que no lo haga.
sábado, mayo 09, 2015
"The Monuments Men", de George Clooney
Película basada en el contenido de un libro de historia del mismo nombre, de lectura recomendable. En él, escrito de forma muy amena por el estadounidense Robert M. Edsel, se detallan los esfuerzos de una sección del ejercito aliado, la MFAA (Monuments, Fine Arts, and Archives), grupo empeñado en preservar, al tiempo que el frente se desplazaba en dirección Berlín, toda catedral, iglesia o edificio histórico que aún se mantuviera en pie: bombardea un poco más lejos de este punto, por favor. También tenían como misión recuperar todo el arte expoliado por el avance imparable de las fuerzas alemanas en los años previos al desembarco de Normandía. Hitler, ese pintor fracasado, tenía, entre sus sueños de grandeza, el de crear en la ciudad austriaca de Linz el museo más grande y mejor dotado del mundo, el Führermuseum, diseñado por él mismo (aparece en la película la maqueta del proyecto, y la bóveda principal, majestuosa, trae rauda a la mente los volúmenes orondos dibujados por el francés Étienne-Louis Boullée, arquitecto francés del siglo XVIII, y con ellos una película magistral, "El vientre de un arquitecto" del Peter Greenaway). El retablo de la catedral de Gante pintado por Jan Van Eyck, la Madonna de Brujas de Miguel Ángel, El astrónomo de Jan Vermer, puntos señalados en un listado enorme: miles de obras dispuestas al capricho saqueador de los gerifaltes nazis, omnipotentes en territorio conquistado. Obras del hombre, irreemplazables, irrepetibles, objetos que se deben preservar a toda costa: más valiosos que cualquier pozo petrolífero, que cualquier yermo terreno fronterizo en disputa, que la megalomanía homicida, que la codicia iletrada (la reciente destrucción de los restos asirios de la ciudad de Nínive, milenarios colosos barbudos con alas y cuerpo de león, destrozados a golpes por la mano insensata de fanáticos opacos y prescindibles: desolación sin retorno).
Que George Clooney se fuera a hacer cargo de la adaptación cinematográfica del libro, no era mala noticia: buen director de cine, ya estaba demostrado. Pero debió pensar que abordar el tema con seriedad sería veneno para la taquilla: mejor realizar una película ligera, de aventuras en el frente, el pelotón chiflado y tal. Tanto no querer ser serio, que la cinta se convierte en una broma: una reunión de amiguetes actores que parecen encantados de juntarse unos días a rodar una película en Europa, a jugar a las batallitas, pero que no acusan el mínimo esfuerzo para dar salida a un guión bastante descolocado de por sí. Cate Blanchett parece la única dispuesta, tampoco mucho, a meterse en el papel, sólo sea porque tiene la misión de encarnar a Rose Valand, auténtica heroína universal en esta odisea de apasionados por el Arte. A partir de los año 90 se produjo un resurgir del género bélico, un ciclo cinematográfico potente preocupado por mostrar más de una cara de los conflictos que retrata: los buenos no lo eran tanto, los malos tampoco. "The Monuments Men" no encaja en esos méritos: la irrefutable pena de la ocasión fallida, del tiempo perdido. Y del dinero malgastado.
Que George Clooney se fuera a hacer cargo de la adaptación cinematográfica del libro, no era mala noticia: buen director de cine, ya estaba demostrado. Pero debió pensar que abordar el tema con seriedad sería veneno para la taquilla: mejor realizar una película ligera, de aventuras en el frente, el pelotón chiflado y tal. Tanto no querer ser serio, que la cinta se convierte en una broma: una reunión de amiguetes actores que parecen encantados de juntarse unos días a rodar una película en Europa, a jugar a las batallitas, pero que no acusan el mínimo esfuerzo para dar salida a un guión bastante descolocado de por sí. Cate Blanchett parece la única dispuesta, tampoco mucho, a meterse en el papel, sólo sea porque tiene la misión de encarnar a Rose Valand, auténtica heroína universal en esta odisea de apasionados por el Arte. A partir de los año 90 se produjo un resurgir del género bélico, un ciclo cinematográfico potente preocupado por mostrar más de una cara de los conflictos que retrata: los buenos no lo eran tanto, los malos tampoco. "The Monuments Men" no encaja en esos méritos: la irrefutable pena de la ocasión fallida, del tiempo perdido. Y del dinero malgastado.
sábado, mayo 02, 2015
"Big Eyes", de Tim Burton
"Big Eyes" es la primera película de Tim Burton que no me defrauda desde hace unos cuantos años: exactamente desde hace diez, desde el año 2005, año del estreno de "La novia cadáver", aquella fantástica oda a la necrofilia romántica, a novelistas decimonónicos ahítos de láudano y amores malditos. De aquella en adelante, los títulos que llevaban la firma del director californiano han sido una suma de decepciones, una tras otra, piedra de Sísifo harta de rodar cuesta abajo: otra vez. Pero "Big Eyes" no. Tampoco es que haya alcanzado el nivel de sus antiguas obras maestras, ni mucho menos: quizás había quedado ya tan bajo el listón, que con no oír despotricar a mis neuronas durante la proyección, se ha conseguido una victoria plena.
Los motivos de esta mejoría se podrían buscar en cierto abandono de la poderosa estética burtoniana, ese genial chorro de fantasía que creaba unos personajes ideales, pero que se había vuelto un lastre invasor, un abuso de imaginería, borrachera de barroquismo, que ahogaba la trama y despojaba de sentido los guiones que había que desarrollar. El sello Burton como aval y como losa. Bienvenido este soplo de aire fresco, sin merma de otra de las grandes virtudes del director, la creación de ambientes, y no sólo sórdidos, sino también cotidianos, como la casa donde se desarrolla "Bettlejuice" o aquel barrio de clase media en el que fue a aterrizar "Eduardo Manostijeras". La atmósfera beatnik de San Francisco a principios de la década de los 60, será la retratada de manera eficaz en "Big Eyes".
Si no recrearse en su estética (los obsesivos ojos grandes ya dan cuenta de ella) ha permitido ventilar el celuloide, no menos importante será la elección de la pareja protagonista, Amy Adams y Christoph Waltz, formidables ambos en su papel del matrimonio Keane. Un clavo saca a otro clavo, y parecía que no había forma de echar de los fotogramas de Burton a Johnny Deep y Helena Bonham Carter. No pretendo ser hipócrita: del actor Johnny Deep he visto películas estupendas, muchas de ellas de la mano de Tim Burton, o aquella interpretación de John Dillinger para "Enemigos públicos" de Michael Mann, pero últimamente se ha convertido en la caricatura de un actor, un delirio gestual hacia ninguna parte. Adams y Waltz dando el punto justo a sus interpretaciones, ella como una pintora entregada a su trabajo, entre el talento callado y la tristeza que destila en sus cuadros, y él como un vendedor locuaz y caradura, perfecto tendero para engatusar a un esquimal y venderle hielo.
La trama de "Big Eyes", basada en hechos reales, tiene referencia cinéfila de primer orden en "Perversidad" de Fritz Lang. En ella Edward G. Robinson interpreta a un pintor aficionado que tiene la buena costumbre de no firmar sus cuadros. El pobre hombre se cuela por Joan Bennet y el novio de ésta, un villano de libro interpretado por Dan Duryea, le pone firma falsa a los cuadros (la firma de ella) y los vende. Aquel ménage à trois de Fritz Lang, joya del cine negro, tiene su reflejo colorido en "Big Eyes", sólo que en ésta es ella la que pinta y él el que firma. La película permite arrojar una mirada profunda al mundo del arte: la idea original, la copia, el talento, el mercado: tan importante es el artista como el marchante, alguien que ponga tu obra en el mapa. Y más allá de caballetes y pinceles, la cinta recoge el espíritu reivindicativo de la época mostrada y se vuelca hacia el lado de la lucha feminista, de la igualdad de derechos y el movimiento de liberación de la mujer. Adiós al corsé.
Pósters para dormitorios de adolescentes, de niños, monerías de esas de las que compran los padres sin preguntar a sus hijos. Arte pop que genera iconos que se propagan de manera viral, a una velocidad y con un alcance que superan toda lógica. Todo el mundo quería uno, dice la película, y seguro que era verdad. Recuerdo las mujeres morenas que pintaba Julio Romero de Torres: no había hogar en los años del franquismo que no tuviera colgada una de esa láminas (de Romero de Torres o de otro pintor de gusto similar) en alguna pared destacada. Papel pintado lleno de flores y cuadros de payasos tristes: al baúl de los recuerdos habría que ponerle candados dobles. Y tirar las llaves.
Los motivos de esta mejoría se podrían buscar en cierto abandono de la poderosa estética burtoniana, ese genial chorro de fantasía que creaba unos personajes ideales, pero que se había vuelto un lastre invasor, un abuso de imaginería, borrachera de barroquismo, que ahogaba la trama y despojaba de sentido los guiones que había que desarrollar. El sello Burton como aval y como losa. Bienvenido este soplo de aire fresco, sin merma de otra de las grandes virtudes del director, la creación de ambientes, y no sólo sórdidos, sino también cotidianos, como la casa donde se desarrolla "Bettlejuice" o aquel barrio de clase media en el que fue a aterrizar "Eduardo Manostijeras". La atmósfera beatnik de San Francisco a principios de la década de los 60, será la retratada de manera eficaz en "Big Eyes".
Si no recrearse en su estética (los obsesivos ojos grandes ya dan cuenta de ella) ha permitido ventilar el celuloide, no menos importante será la elección de la pareja protagonista, Amy Adams y Christoph Waltz, formidables ambos en su papel del matrimonio Keane. Un clavo saca a otro clavo, y parecía que no había forma de echar de los fotogramas de Burton a Johnny Deep y Helena Bonham Carter. No pretendo ser hipócrita: del actor Johnny Deep he visto películas estupendas, muchas de ellas de la mano de Tim Burton, o aquella interpretación de John Dillinger para "Enemigos públicos" de Michael Mann, pero últimamente se ha convertido en la caricatura de un actor, un delirio gestual hacia ninguna parte. Adams y Waltz dando el punto justo a sus interpretaciones, ella como una pintora entregada a su trabajo, entre el talento callado y la tristeza que destila en sus cuadros, y él como un vendedor locuaz y caradura, perfecto tendero para engatusar a un esquimal y venderle hielo.
La trama de "Big Eyes", basada en hechos reales, tiene referencia cinéfila de primer orden en "Perversidad" de Fritz Lang. En ella Edward G. Robinson interpreta a un pintor aficionado que tiene la buena costumbre de no firmar sus cuadros. El pobre hombre se cuela por Joan Bennet y el novio de ésta, un villano de libro interpretado por Dan Duryea, le pone firma falsa a los cuadros (la firma de ella) y los vende. Aquel ménage à trois de Fritz Lang, joya del cine negro, tiene su reflejo colorido en "Big Eyes", sólo que en ésta es ella la que pinta y él el que firma. La película permite arrojar una mirada profunda al mundo del arte: la idea original, la copia, el talento, el mercado: tan importante es el artista como el marchante, alguien que ponga tu obra en el mapa. Y más allá de caballetes y pinceles, la cinta recoge el espíritu reivindicativo de la época mostrada y se vuelca hacia el lado de la lucha feminista, de la igualdad de derechos y el movimiento de liberación de la mujer. Adiós al corsé.
Pósters para dormitorios de adolescentes, de niños, monerías de esas de las que compran los padres sin preguntar a sus hijos. Arte pop que genera iconos que se propagan de manera viral, a una velocidad y con un alcance que superan toda lógica. Todo el mundo quería uno, dice la película, y seguro que era verdad. Recuerdo las mujeres morenas que pintaba Julio Romero de Torres: no había hogar en los años del franquismo que no tuviera colgada una de esa láminas (de Romero de Torres o de otro pintor de gusto similar) en alguna pared destacada. Papel pintado lleno de flores y cuadros de payasos tristes: al baúl de los recuerdos habría que ponerle candados dobles. Y tirar las llaves.
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