En el pasado leí un texto sobre la relación íntima entre el cine negro y las sociedades capitalistas, de las cuales, al parecer, las películas del género serían un reflejo. Un reflejo oscuro, en todo caso. El cine negro, de esencia criminal, suele retratar sórdidos ambientes urbanos, frecuentados por ejemplares de aquel lumpenproletariat marxista que se apuntalaba como uno de los males intrínsecos del capitalismo. Los desposeídos, los marginados, pero también los vagos, los amigos de lo ajeno o los prestos a apretar el gatillo por dinero. A partir del crack bursátil de 1929, la peor pesadilla capitalista, es cuando el film noir, de modo nada casual, eclosiona hasta alcanzar, en los años 40 y 50, su periodo clásico. Realismo social sucio y sangriento, para un cine formidable engendrado entre sombras expresionistas negras... como el carbón.
Si por algo se distingue el nuevo cine chino, cine de la era postcomunista (¿Post? Aunque el gobierno chino mantenga en algún cajón la hoz y el martillo, nadie duda de que esas herramientas ya no simbolizan la economía productiva de la República Popular China), es por despedir un intenso sentimiento de pesimismo. El desarraigo, la pérdida de la identidad, las jornadas laborales interminables, dormir/vivir en estrechos camastros depositados en dormitorios compartidos con multitud de otras hormigas obreras: el progreso convertido en el afán de ganar todos los yuanes posibles para adquirir bienes de consumo vacíos de contenido. Éxodo multitudinario hacia complejos industriales inmensos, sepultados bajo densas nubes de contaminación, campos sembrados de hormigón y asfalto: del arado a la máquina de coser. Quizás el mismo horizonte sin esperanza, pero sin duda peor paisaje. El cine de Zhang Yimou, el director chino más conocido, se llenaba de color para contar historias de fondo rural, llenas de fuerza y donde la mujer tenía un papel central. Su estilo desembocó a principios de este siglo en el wuxia de "Hero" o "La casa de las dagas voladoras", espectacular género de artes marciales lanzado al mundo por otro genial cineasta chino, Ang Lee, en su "Tigre y dragón". Esa épica parece abandonada en la actualidad y los éxitos del cine de China los firman cineastas como Diao Yinan ("Black coal" ganó el Oso de Oro de Berlín de 2014) o Jia Zhang-ke, que con películas como "Naturaleza muerta" o "Un toque de violencia" estableció los presupuestos estéticos sobre los que se generan películas como "Black coal".
Casos enquistados a lo largo de los años, misterios que quedan sin resolver, que condenan a detectives de excesiva dedicación a malvivir en abismos de angustia vital: fatiga más lo pendiente que lo realizado. "Zodiac" de David Fincher como arquetipo del tema, pero también habrá que mencionar otro estupendo título del cine oriental, la surcoreana "Crónica de un asesino en serie", dirigida por Bong Joon-ho. Taludes repletos de carbón frente a planicies cubiertas de hielo, ambientes hostiles para instalar la desazón en el corazón de los hombres. Imágenes poderosas que ya valen el precio de la entrada, para un thriller difícil de seguir en el comienzo, pero que termina develándose: premio para el espectador paciente. Negro y blanco, el yin y el yang. Pero más yin que yang, como siempre.
lunes, septiembre 21, 2015
martes, septiembre 15, 2015
"Aimer, boire et chanter", de Alain Resnais
-Tu n'as rien vu, à Hiroshima. Rien.
-J'ai tout vu. Tout.
"Hiroshima mon amour"
Quedará anclado en la memoria, epitafio insólito, la imagen de la muerte que se anuncia al cineasta como propia, en una cinta que resulta ser la última: ¿cómo saber que la obra a la que te dedicas será, realmente, tu última obra? Morir rodando. Alain Resnais tenía 91 años cuando rodó "Aimer, boire et chanter" y murió poco después del estreno de la película en el Festival de Berlín de 2014, donde recibió el premio FIPRESCI del certamen y el Alfred Bauer, un premio que se otorga a películas que introducen alguna innovación en el arte del cine.
Un cineasta inquieto que se había asomado a todo, al musical, a la comedia, al cómic, al drama más intenso, al documental más doloroso, y que en todo intentaba aportar un punto de vista inédito, siempre en vanguardia, en la vanguardia de lo que aún no existía. No es extraño que encabezara la Nouvelle Vague junto a Godard y Truffaut, y los años de edad que le sacaba a ambos habían sido empleados en películas de referencia: sí, a lo último de lo último llegaba Resnais con ventaja de esforzado escalador del Tour. Desde "L'aventure de Guy" un corto que dirigió con 14 años, en 1936, pasando por su primer largometraje de 1946, "Schéma d'une identification", la existencia de Resnais, hasta su muerte, se la pasó mirando por una cámara. "Guernica", "Las estatuas también mueren", "Noche y niebla", "Toda la memoria del mundo", "Hiroshima mon amour", "El año pasado en Marienbad", "Muriel", "La guerra ha terminado", "Lejos de Vietnam", "Stavisky", "Mi tío de América", "Smoking/No smoking", "On connaît la chanson", "Asuntos privados en lugares públicos", "Las malas hierbas". El cineasta de la Memoria deja un legado cinematográfico eterno.
Al final de su carrera Alain Resnais se dedica a realizar una serie de comedias burguesas, de tono un tanto "geriátrico", con actores de cabecera como Sabine Azéma (su mujer desde 1998), o André Dussollier, y desgranando de fondo argumental las historias del autor teatral Alan Ayckbourn. Al teatro se dedica, sin la menor duda, "Aimer, boire et chanter" (basada en la obra "Life of Riley" del mencionado Ayckbourn). Tres parejas maduras, ociosas, encantadas de la vida, cuya tranquilidad se ve incomodada por un séptimo en discordia, George Riley, el amigo en fuera de campo, demiurgo travieso que juega con los sentimientos de sus queridas amistades, enredos con aire de entretenimiento cortesano: marionetas manejadas por el titiritero oculto: el propio director, qué duda cabe. El triángulo geográfico de las localizaciones, una casa de cada pareja en cada vértice, se delimita a la perfección por la colaboración del dibujante Blutch, otro habitual en la última época de Resnais. Esos dibujos ayudan a identificar la trama por medios inusuales en el cine: Lars Von Trier demuele los decorados en "Dogville" y Alain Resnais los vuelve a colocar en su sitio, recuperando para el cine la condición primordial de teatro rodado.
L'amour fou. Si no fuera por ese final, esa postal dirigida a un epílogo vital, la película no hubiera provocado más que sonrisas benevolentes. Pero ese final... Eso lo cambia todo.
-J'ai tout vu. Tout.
"Hiroshima mon amour"
Quedará anclado en la memoria, epitafio insólito, la imagen de la muerte que se anuncia al cineasta como propia, en una cinta que resulta ser la última: ¿cómo saber que la obra a la que te dedicas será, realmente, tu última obra? Morir rodando. Alain Resnais tenía 91 años cuando rodó "Aimer, boire et chanter" y murió poco después del estreno de la película en el Festival de Berlín de 2014, donde recibió el premio FIPRESCI del certamen y el Alfred Bauer, un premio que se otorga a películas que introducen alguna innovación en el arte del cine.
Un cineasta inquieto que se había asomado a todo, al musical, a la comedia, al cómic, al drama más intenso, al documental más doloroso, y que en todo intentaba aportar un punto de vista inédito, siempre en vanguardia, en la vanguardia de lo que aún no existía. No es extraño que encabezara la Nouvelle Vague junto a Godard y Truffaut, y los años de edad que le sacaba a ambos habían sido empleados en películas de referencia: sí, a lo último de lo último llegaba Resnais con ventaja de esforzado escalador del Tour. Desde "L'aventure de Guy" un corto que dirigió con 14 años, en 1936, pasando por su primer largometraje de 1946, "Schéma d'une identification", la existencia de Resnais, hasta su muerte, se la pasó mirando por una cámara. "Guernica", "Las estatuas también mueren", "Noche y niebla", "Toda la memoria del mundo", "Hiroshima mon amour", "El año pasado en Marienbad", "Muriel", "La guerra ha terminado", "Lejos de Vietnam", "Stavisky", "Mi tío de América", "Smoking/No smoking", "On connaît la chanson", "Asuntos privados en lugares públicos", "Las malas hierbas". El cineasta de la Memoria deja un legado cinematográfico eterno.
Al final de su carrera Alain Resnais se dedica a realizar una serie de comedias burguesas, de tono un tanto "geriátrico", con actores de cabecera como Sabine Azéma (su mujer desde 1998), o André Dussollier, y desgranando de fondo argumental las historias del autor teatral Alan Ayckbourn. Al teatro se dedica, sin la menor duda, "Aimer, boire et chanter" (basada en la obra "Life of Riley" del mencionado Ayckbourn). Tres parejas maduras, ociosas, encantadas de la vida, cuya tranquilidad se ve incomodada por un séptimo en discordia, George Riley, el amigo en fuera de campo, demiurgo travieso que juega con los sentimientos de sus queridas amistades, enredos con aire de entretenimiento cortesano: marionetas manejadas por el titiritero oculto: el propio director, qué duda cabe. El triángulo geográfico de las localizaciones, una casa de cada pareja en cada vértice, se delimita a la perfección por la colaboración del dibujante Blutch, otro habitual en la última época de Resnais. Esos dibujos ayudan a identificar la trama por medios inusuales en el cine: Lars Von Trier demuele los decorados en "Dogville" y Alain Resnais los vuelve a colocar en su sitio, recuperando para el cine la condición primordial de teatro rodado.
L'amour fou. Si no fuera por ese final, esa postal dirigida a un epílogo vital, la película no hubiera provocado más que sonrisas benevolentes. Pero ese final... Eso lo cambia todo.
jueves, septiembre 10, 2015
"Lawless", de John Hillcoat
La Ley Seca, promulgada por el gobierno de Estados Unidos en el año 1920 y que estuvo vigente hasta 1933, supuso, además de un intento fallido de reconducir las ansias etílicas de toda una nación hacia anhelos más virtuosos, un filón inspirador para una generación tras otra de guionistas de Hollywood. Aquella ley tuvo sobre la sociedad de la época un desagradable (no sé si inesperado: algo así podían suponer los políticos que acabaría pasando) efecto secundario, que fue el de generar una boyante economía ilegal alrededor de la fabricación, distribución y venta de bebidas espirituosas: del alambique oculto en medio del monte, al lingotazo en la barra de un bar clandestino: todo a hurtadillas y sin pagar ni un céntimo en impuestos, más allá de financiar con disimulo la ceguera de funcionarios públicos. Una mina de oro al alcance de los osados para explotarla, pero también de los capaces de proteger, a toda costa y sin escrúpulos, su margen de beneficio. A gánsteres trajeados al estilo Capone y a garitos elegantes al borde siempre de la redada, se le han dedicado toneladas de fotogramas.
"Lawless" emplea su celuloide en una parte menos vista del proceso productivo de whisky a gogó. La película cuenta, basándose en hechos reales, las andanzas de los hermanos Forrest durante los años de la prohibición, un trío de paletos de Virginia que se dedicaban a la destilación y el contrabando de alcohol casero a los pies de los Apalaches. Sueños de grandeza, vida loca, sin dios ni amo. Estados Unidos ha construido una mítica curiosa tomando como base a los delincuentes que han teñido de sangre su territorio a lo largo de su no muy extensa historia, pero que sin duda es una historia de violencia. De Billy "el Niño" a John Dillinger, pasando por un largo etcétera, asaltan al espectador de las salas de cine nombres legendarios que atestiguan los actos de brutalidad salvaje que jalonaban las páginas de sucesos, nombres que han arraigado con fuerza en la cultura popular de allí y, por efecto del cinematógrafo, de todas partes.
Y brutalidad no le falta a "Lawless", una película con un reparto sorprendentemente estelar (Shia LaBeouf, Tom Hardy, Gary Oldman, Mia Wasikowska, Jessica Chastain, Guy Pearce; a Tom Hardy me lo encuentro este año en dos de cada tres, pero en ésta lo encuentro especialmente bien) y una ambientación formidable, pero que no va a alcanzar el Olimpo del género, es decir, todas aquellas producciones gansteriles que no quiero enumerar, y cuyo título está grabado a fuego en la cartelera de la memoria. Las casi dos horas de cinta de "Lawless" se quedan cortas para que la acción se asiente en hechos vitales suficientemente desarrollados, de modo que parece apresurada, terminada con urgencias inexplicables. Lo que podría haber sido un relato épico (de la mítica a la mística) de las circunstancias de la Ley Seca, contempladas desde un punto de vista desacostumbrado, se queda en lo dicho, en página de sucesos, no en retrato de una época, condición necesaria para que las películas de esta clase se vuelvan eternas.
"Lawless" emplea su celuloide en una parte menos vista del proceso productivo de whisky a gogó. La película cuenta, basándose en hechos reales, las andanzas de los hermanos Forrest durante los años de la prohibición, un trío de paletos de Virginia que se dedicaban a la destilación y el contrabando de alcohol casero a los pies de los Apalaches. Sueños de grandeza, vida loca, sin dios ni amo. Estados Unidos ha construido una mítica curiosa tomando como base a los delincuentes que han teñido de sangre su territorio a lo largo de su no muy extensa historia, pero que sin duda es una historia de violencia. De Billy "el Niño" a John Dillinger, pasando por un largo etcétera, asaltan al espectador de las salas de cine nombres legendarios que atestiguan los actos de brutalidad salvaje que jalonaban las páginas de sucesos, nombres que han arraigado con fuerza en la cultura popular de allí y, por efecto del cinematógrafo, de todas partes.
Y brutalidad no le falta a "Lawless", una película con un reparto sorprendentemente estelar (Shia LaBeouf, Tom Hardy, Gary Oldman, Mia Wasikowska, Jessica Chastain, Guy Pearce; a Tom Hardy me lo encuentro este año en dos de cada tres, pero en ésta lo encuentro especialmente bien) y una ambientación formidable, pero que no va a alcanzar el Olimpo del género, es decir, todas aquellas producciones gansteriles que no quiero enumerar, y cuyo título está grabado a fuego en la cartelera de la memoria. Las casi dos horas de cinta de "Lawless" se quedan cortas para que la acción se asiente en hechos vitales suficientemente desarrollados, de modo que parece apresurada, terminada con urgencias inexplicables. Lo que podría haber sido un relato épico (de la mítica a la mística) de las circunstancias de la Ley Seca, contempladas desde un punto de vista desacostumbrado, se queda en lo dicho, en página de sucesos, no en retrato de una época, condición necesaria para que las películas de esta clase se vuelvan eternas.
miércoles, septiembre 02, 2015
"Los Cuatro Fantásticos", de Josh Trank
El pasado mes de junio, el timonel del flamante blog "La bocina de Harpo" recibió como regalo, tras superar con brillantez sus obligaciones escolares, un libro titulado "Marvel 75 años: La era clásica", inmenso volumen de 700 páginas que recoge muchos de los mejores cómics de superhéroes que nunca se hayan realizado. En el año 1939 se publicó "Marvel Comics #1" en Estados Unidos, big bang del que sería, con el tiempo, el mayor universo de ficción del noveno arte. Pero ese número uno no es el que abre la recopilación editada por Panini (de hecho no figura en el volumen: al parecer se va a publicar un segundo tomo recopilatorio). Ese honor recae en un cómic publicado en 1962: "The Fantastic Four #1". Aquel tebeo creado por el guionista Stan Lee y el dibujante Jack Kirby, es considerado uno de los más importantes en la trayectoria de la editorial Marvel: las páginas que lo cambiaron todo, revolucionando un medio agonizante. Se había logrado un producto capaz de atraer tanto a lectores jóvenes como a adultos, llenando las viñetas no sólo con épicos combates contra malvados megalómanos, sino también contra los problemas cotidianos que un héroe, al parecer, padecía como cualquier otro ciudadano e incluso más: no es fácil conciliar la vida familiar y laboral cuando te dedicas a salvar el mundo.
El sábado La bocina de Harpo y Licantropunk se fueron al cine. La decisión del título de la cartelera para el que se iba a comprar la entrada estaba más que tomada, a pesar de los cantos de sirena (de sirena de alarma, es decir) que llegaban desde cualquier punto de la blogosfera: la película, proclamaban, no vale un pimiento. Pero a La bocina de Harpo y a Licantropunk, les gustó. El ático en el edificio Baxter lo reclama ahora una pandilla de jovenzuelos que han hecho desaparecer las sienes nevadas de Reed Richards. Así, el origen de Los Cuatro Fantásticos es trasladado a la época actual, desempolvando de este modo el miedo anticomunista que destilaban las circunstancias históricas del nacimiento de la saga, empleando, además, para "el viaje", una puerta a otros mundos, si bien éste sea un recurso muy manido últimamente en el cine sci-fi, como se puede comprobar en las recientes "Interstellar" o "Big Hero 6" (la aventura espacial de Reed, Susan, Ben y Johnny convertido en el clásico 'a que no hay huevos' de después de una noche de borrachera, leitmotif que sin duda aporta veracidad a la trama y que hace dudar al espectador de si el supergrupo no será en realidad oriundo de alguna noble zona del territorio español: como en un monólogo de Leo Harlem, si saben a quién me refiero). Y claro, unos efectos especiales que "son la caña (sic)".
Si algo se le puede achacar a la cinta es que consume más tiempo en colocar las piezas en el tablero que en jugar la partida, amén de que alguna de esas piezas no se haya modelado con demasiado acierto. Poca cosa, en mi opinión: esta película no es para dar saltos de alegría por el resultado obtenido, pero tampoco para despellejarla de forma inmisericorde. Las adaptaciones cinematográficas modernas de las aventuras de Los Cuatro Fantásticos ya tuvieron dos entregas anteriores, dirigidas por Tim Story y producidas por 20th Century Fox, con escasa fortuna a la hora de recibir críticas. Esta tercera resulta más estimulante que sus predecesoras pero parece que tampoco será capaz de triunfar en taquilla, aspecto obligatorio para que las productoras estén dispuestas a otorgarle continuidad a la serie. Sí, es probable que Los Cuatro Fantásticos de celuloide entren en vía muerta, envidiando desde el olvido de lectores y espectadores la suerte cinematográfica de sus colegas Los Vengadores. Una pena. Aunque la verdad es que yo me conformo con bien poco: escuchar a La Cosa gritar aquello de ¡Es la hora de las tortas! y salgo del cine tan contento.
El sábado La bocina de Harpo y Licantropunk se fueron al cine. La decisión del título de la cartelera para el que se iba a comprar la entrada estaba más que tomada, a pesar de los cantos de sirena (de sirena de alarma, es decir) que llegaban desde cualquier punto de la blogosfera: la película, proclamaban, no vale un pimiento. Pero a La bocina de Harpo y a Licantropunk, les gustó. El ático en el edificio Baxter lo reclama ahora una pandilla de jovenzuelos que han hecho desaparecer las sienes nevadas de Reed Richards. Así, el origen de Los Cuatro Fantásticos es trasladado a la época actual, desempolvando de este modo el miedo anticomunista que destilaban las circunstancias históricas del nacimiento de la saga, empleando, además, para "el viaje", una puerta a otros mundos, si bien éste sea un recurso muy manido últimamente en el cine sci-fi, como se puede comprobar en las recientes "Interstellar" o "Big Hero 6" (la aventura espacial de Reed, Susan, Ben y Johnny convertido en el clásico 'a que no hay huevos' de después de una noche de borrachera, leitmotif que sin duda aporta veracidad a la trama y que hace dudar al espectador de si el supergrupo no será en realidad oriundo de alguna noble zona del territorio español: como en un monólogo de Leo Harlem, si saben a quién me refiero). Y claro, unos efectos especiales que "son la caña (sic)".
Si algo se le puede achacar a la cinta es que consume más tiempo en colocar las piezas en el tablero que en jugar la partida, amén de que alguna de esas piezas no se haya modelado con demasiado acierto. Poca cosa, en mi opinión: esta película no es para dar saltos de alegría por el resultado obtenido, pero tampoco para despellejarla de forma inmisericorde. Las adaptaciones cinematográficas modernas de las aventuras de Los Cuatro Fantásticos ya tuvieron dos entregas anteriores, dirigidas por Tim Story y producidas por 20th Century Fox, con escasa fortuna a la hora de recibir críticas. Esta tercera resulta más estimulante que sus predecesoras pero parece que tampoco será capaz de triunfar en taquilla, aspecto obligatorio para que las productoras estén dispuestas a otorgarle continuidad a la serie. Sí, es probable que Los Cuatro Fantásticos de celuloide entren en vía muerta, envidiando desde el olvido de lectores y espectadores la suerte cinematográfica de sus colegas Los Vengadores. Una pena. Aunque la verdad es que yo me conformo con bien poco: escuchar a La Cosa gritar aquello de ¡Es la hora de las tortas! y salgo del cine tan contento.
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