domingo, enero 21, 2018

"Carros de fuego", de Hugh Hudson

"¿Y por qué se titula "Carros de fuego"? La pregunta de Francisco, al terminar de ver el DVD de una película que, por otro lado, le ha gustado mucho, me desconcierta. En la época de su estreno, año 1981, ese título no me provocó ningún interrogante: supongo que lo asocié sin más a la épica del deporte, olimpo de campeones en los que abundaban apelativos curiosos: La Saeta Rubia, La Furia Española, La Galerna del Cantábrico, La Naranja Mecánica. Y, en el caso del atletismo, La Locomotora Humana sobre cualquier otro: Emil Zatopek, mítico corredor checoslovaco sobre el que se puede leer un magnífico retrato en la novela "Correr" de Jean Echenoz. Así que Chariots of Fire y su exacta traducción española, dedicada a un grupo de atletas británicos que hicieron historia en los Juegos Olímpicos de París en 1924, proponía un término afortunado y consecuente, más aún cuando sería también el nombre de un tema musical que el compositor griego Vangelis Papathanassiou habrá dejado ligado al esfuerzo deportivo y a sus anhelos de victoria hasta el fin de los tiempos.
La pregunta no la puedo dejar sin respuesta, habrá que intentar resolverla, y rápidamente se me ocurre pensar que al igual que en muchas otras películas, su nombre puede llegar desde una fuente literaria. Y por esa pista se cruza la meta con el poema "And did those feet in ancient time" de William Blake:
And did those feet in ancient time
Walk upon England's mountains green?
And was the holy Lamb of God,
On England's pleasant pastures seen?

And did the Countenance Divine
Shine forth upon our clouded hills?
And was Jerusalem builded here
Among these dark Satanic Mills?

Bring me my Bow of burning gold:
Bring me my Arrows of desire:
Bring me my Spear: O clouds unfold!
Bring me my Chariot of fire!

I will not cease from mental fight,
Nor shall my Sword sleep in my hand:
Till we have built Jerusalem
In England's green and pleasant Land.
Gloria eterna a Inglaterra, tierra prometida, para unos versos de rotunda inspiración bíblica y que sin la menor duda alcanzan a una cinta en la que se glosa sin rubor el pasado patriótico, realizando una mirada melancólica hacia el poder, ya en declive, del Imperio Británico en el periodo de entreguerras, a sus tradiciones, su flema, su clasismo y sus rígidas convenciones sociales, pero colocando el foco en la denuncia del antisemitismo de la época, fuertemente arraigado en aquella sociedad europea. Será "Carros de fuego" una película que ahora nos sorprende por su profunda raíz religiosa, con dos corredores, Harold Abrahams (Ben Croos) y Eric Liddell (Ian Charleston), un judío mundano y un cristiano ferviente, que compiten por algo más que por un puesto en el podio, dos atletas que en la pista trascienden el objetivo de aupar la nación común que adorna sus camisetas a la gloria olímpica y llevar esa carrera hacia una misión sagrada. En cuanto a decidir a quién le coloca moralmente el director Hugh Hodson la corona de laurel, esa es una pregunta que no me toca responder a mí, no, sino a cada uno para sí.

jueves, enero 04, 2018

"Wonder Wheel", de Woody Allen

La colaboración del director de fotografía Vittorio Storaro con Woody Allen se inició en la anterior película del neoyorquino, "Café Society". Ahora, en este nuevo título de firma compartida, esa mirada cromática se apodera de la cinta, resulta omnipresente, coloreando con calidez las penumbras de las habitaciones, los rostros de los personajes, los clarososcuros de un rodaje melancólico, llevando así la emoción interpretativa a un plano superior: el color del fotograma se materializa, muta y actúa. El melodrama clásico que es "Wonder Wheel" se inspira, como se dice durante la propia proyección, en las obras trágicas del dramaturgo Eugene O'Neil, o más hacia atrás en el tiempo aún, en las piezas canónicas del antiguo teatro griego, pero esa recuperación del pasado no caerá en la tentación de recurrir a la escala de grises: una historia típica del cine de los años 50, ambientada en esa misma época pero sólo en el fondo, no en la forma: luz y color: la feria de la niñez.
Una pareja protagonista prodigiosa: Kate Winslet interpreta a uno de los personajes más amargos que haya contemplado en el cine en los últimos tiempos y James Belushi irrumpe en la pantalla como no recuerdo haber visto nunca antes a este inquilino habitual de comedias intrascendentes: de nuevo actores que trabajan a las órdenes de Woody Allen firman unas actuaciones que se instalarán en lo más alto de sus carreras, trabajos para la posteridad. El matrimonio formado por Ginny y Humpty despliega una desesperada lucha cotidiana para encontrar asideros vitales, excusas para afrontar un presente en el filo de la marginación y un futuro que se aventura desolador. El único soporte que parece robusto es el pasado, evocado con nostalgia, y como emblema poderoso de esos tiempos, que siempre fueron mejores, se sitúa el parque de atracciones de Coney Island, mítica instalación lúdica del imaginario norteamericano que entró en declive después de la Segunda Guerra Mundial y que ha aparecido en multitud de películas: icono pop. Wonder Wheel, el nombre de su gran noria, instalación simbólica de ésta y de cualquier feria, emerge como un ojo gigantesco que parece escrutar la vida real de sus vecinos, la desgracia diaria que se pone en marcha cuando se para el carrusel y se desconectan las luces de neón. La fiesta continua, fachada alegre de cartón piedra, da paso a un ambiente opresivo: la feria convertida en infierno personal, en migraña crónica.
Para su lección anual de cine, Woody Allen retrata los sueños rotos y los que se van a romper, las esperanzas defraudadas que buscan salvavidas en amantes ocasionales, en ilusiones redentoras que se desploman sin misericordia, sepultando a sus ocupantes varios metros por debajo de donde se encontraban antes del flechazo: pagar la entrada, montarse en la atracción y terminar el viaje poco después, mareado e insatisfecho: la alegría efímera de las montañas rusas.