"Blade Runner" de Ridley Scott, estrenada en 1982, es, probablemente, la película de culto con más idólatras de la historia del cine. Su primordial fracaso en taquilla no se ve justificado por la pasión posterior que han ejercido sus fotogramas en la cinefilia mundial, convertida en prestigioso hito del reproductor de vídeo doméstico. ¿Dónde estaba, entonces, el público cinematográfico en aquel verano del 82? Pues supongo que si no estaba viendo el campeonato mundial de fútbol, estaría en la salas donde se proyectaba "E.T., el extraterrestre" de Steven Spielberg o "Poltergeist" de Tobe Hooper: aquel verano del 82 está considerado uno de los más potentes en cuanto a los estrenos que tuvieron lugar.
Uno de los puntos fuertes de "Blade Runner" era su estética, muchas veces imitada, nunca replicada. En el futuro imaginado por Philip K. Dick en su novela "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?", que fue publicada en 1968 y que situaba su trama en el año 1992, se presentaba a la Tierra como un territorio en decadencia irreversible y a los terrícolas convertidos en una especie invasora de otros planetas, colonias utópicas a las que todos querían escapar. Ridley Scott llevó la acción al año 2019 y cambió San Francisco por Los Angeles, convirtiendo a la megaurbe californiana en una ciudad espectral, oscura, sepultada por una lluvia negra incesante y por los acordes magistrales de la banda sonora de Vangelis. Y para la construcción de los escenarios y el diseño de los vestuarios, nada como aprovechar la imaginería fantástica del dibujante francés Jean Giraud, el gran Moebius.
Treinta años después, "Blade Runner 2049" deja entrar el sol, pero para mostrar paisajes desérticos que alientan aún más la desolación extinguidora de alguna catástrofe climática. "Blade Runner 2049", dirigida por Denis Villeneuve, una elección alentadora, contiene en realidad dos películas. Una sería la obvia, la continuación, la que daría respuesta al qué fue de Deckard y Rachel, una pregunta que, en realidad, no había demasiado interés en que fuera contestada. La otra, digna de mayor interés pero conseguidora de un menor metraje, ahonda en los factores que establecía el texto de Philip K. Dick. La relación entre 'K' y Joi, interpretados brillantemente por Ryan Gosling y Ana de Armas, remueve los dramas existencialistas que planteaba "Blade Runner": el replicante más humano que los humanos: lo irreal y lo falso: el sentimiento establecido como lo auténtico, como el configurador verdadero de la realidad: el libre albedrío frente a las leyes de Asimov: la consciencia independiente: los actos determinando al sujeto y no su naturaleza: "La existencia precede a la esencia", proclamaba Sartre. Todo justifica la rebelión de los replicantes, y las rebeliones, en nuestra sociedad de raíz judeo-cristiana, necesitan un mesías nacido milagrosamente. ¿Acaso Roy Batty, la actuación icónica de Rutger Hauer, no atravesó su palma con un largo clavo y pronunció unas palabras eternas antes de declarar que era la hora de morir? La cuarta revolución industrial busca líder carismático.
La actualización tecnológica constante puede dejar obsoleto cualquier relato de ciencia ficción a poco que pasen los años y ya no será el androide orgánico, sino el holograma surgido de las amistades virtuales de las redes sociales (como en otra película visionaria que realmente no es sino un reportaje de actualidad: "Her" de Spike Jonze), la promesa de la pareja perfecta. Y a propósito de obsolescencia, en la película sólo faltaba por comprobar quién vencería en el hipotético combate actoral Gosling vs. Ford. En mi humilde opinión Ryan Gosling supera a un Harrison Ford desganado, falto de pasión, encasillado últimamente en el eterno remake de sí mismo, de los éxitos que dejó atrás hace décadas, triunfos descomunales que quizá Harrifon Sord esté pensado, a estas alturas, que no sean más que un implante de recuerdos ajenos. Ser o no ser.
miércoles, octubre 18, 2017
miércoles, octubre 04, 2017
"American Graffiti", de George Lucas
La primera vez que vi esta película, en algún VHS de videoclub, yo era un joven inmortal. Entonces me pareció una comedia gamberra más, de esas en las que John Belushi ("Desmadre a la americana" o "The Blues Brothers", ambas de John Landis), por ejemplo, arremetía como el maestro de ceremonias descontrolado de la bacanal desaforada que, en la ficción y en la realidad, le llevó a la tumba: la noche, la fiesta: la locura adolescente pugnando por no ser atrapada en un uniforme, en un traje con corbata, en un manual de usuario. Bebo para que pase algo, sostenía Bukowski.
Cherchez la femme. Richard Dreyfuss, Curt, busca desesperadamente a la rubia que le guiñó un ojo (un acto divino, un milagro para el calenturiento sueño de una noche de verano) mientras que su colega Milner (Paul Le Mat) se encadena a su destino trágico del volante más rápido del valle: una leyenda sin futuro, un campeón de la nada: las batallas perdidas y las ganadas: todo se evaporará al amanecer.
Aquel día, en esa primera visión de la cinta, junto a las risas y el cachondeo que la trama despedía, uno sentía que algo iba mal, que una nube oscura se cernía sobre aquellos fotogramas que retrataban una larga noche de marcha, una de tantas, de las que apurábamos hasta los primeros rayos de sol. La pátina gris de la nostalgia tiznaba el celuloide, nostalgia que, ahora, vista la película tantos años después, es pura melancolía. El fin del verano en un pueblo de California que era el fin del verano en cualquier pueblo español. Y el fin del verano siempre es triste: la constatación terrible de que un territorio que recién se empezaba a dominar, mutaría hacia una incógnita, hacia lo desconocido, hacia algo que puede ser mejor o peor, pero desde el que no habrá posibilidad de retorno.
Cherchez la femme. Richard Dreyfuss, Curt, busca desesperadamente a la rubia que le guiñó un ojo (un acto divino, un milagro para el calenturiento sueño de una noche de verano) mientras que su colega Milner (Paul Le Mat) se encadena a su destino trágico del volante más rápido del valle: una leyenda sin futuro, un campeón de la nada: las batallas perdidas y las ganadas: todo se evaporará al amanecer.
Aquel día, en esa primera visión de la cinta, junto a las risas y el cachondeo que la trama despedía, uno sentía que algo iba mal, que una nube oscura se cernía sobre aquellos fotogramas que retrataban una larga noche de marcha, una de tantas, de las que apurábamos hasta los primeros rayos de sol. La pátina gris de la nostalgia tiznaba el celuloide, nostalgia que, ahora, vista la película tantos años después, es pura melancolía. El fin del verano en un pueblo de California que era el fin del verano en cualquier pueblo español. Y el fin del verano siempre es triste: la constatación terrible de que un territorio que recién se empezaba a dominar, mutaría hacia una incógnita, hacia lo desconocido, hacia algo que puede ser mejor o peor, pero desde el que no habrá posibilidad de retorno.
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