"Un tipo serio" pasó bastante desapercibida para el gran público, situada discretamente entre aquellos dos campanazos de los hermanos Coen titulados "No es país para viejos" y "Valor de ley". También pasó desapercibida para mí en su día: la vi anoche, en DVD, y confieso que quedé algo perdido, comprendiendo el porqué de lo que había leído acerca de esta película pero, a la vez, convencido de que esta cinta, esta aparente comedia sobre la existencia cotidiana de un profesor de física judío, tiene poco de cómico y nada de cotidiano.
Los problemas existenciales de cualquier habitante del mundo moderno se atropellan en la sencilla vida de Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg) y él, afligido y derrotado, se pregunta los motivos. Acude a la religión en busca de respuestas, porque desde su nacimiento le han educado/inculcado que su dios verdadero es el único responsable de todo. Tres rabinos: uno joven, uno mayor y uno anciano: el tercero ni siquiera querrá recibirle y los otros dos le esperan en los cerros de Úbeda. La Biblia, el Antiguo Testamento, es un compendio de documentos. Unos contienen las normas legales y los usos de convivencia ('El que se acueste con la mujer de su tío paterno...', 'No comeréis camello...', 'No tomarás a una mujer juntamente con su hermana...', en fin, todo eso tan gracioso que se cuenta en el Levítico) en vigor para tribus de pastores nómadas de hace tres milenios. Otros son interpretaciones del mundo y de la naturaleza, adecuadas al nivel científico de la época, y el resto lo forman multitud de relatos de una exactitud histórica "intachable". Con probabilidad todo ello no es más que el catálogo de la tradición, un certificado de autenticidad redactado para que los exiliados hebreos de la época babilónica pudieran reclamar sus derechos al retornar a la patria perdida. Así que, teniendo en cuenta esa finalidad, más vale validarlo por completo y no andar discutiendo si esto sí, si esto no: legitimidad absoluta de la A a la
Z y el que ponga en duda el contenido de este libro a la hoguera. Un libro sin porqués, un libro infalible y que, de modo insólito, ha dirigido el rumbo de la humanidad. Y lo sigue haciendo. Pero el trasfondo de "Un tipo serio" no será una simple denuncia del dogma. Larry se gana la vida llenando pizarras de ecuaciones, difundiendo el poder de la ciencia, el genio del hombre dando respuesta a todo. ¿A todo? Heisenberg con su incertidumbre y Schrödinger con su gato, añadirán el azar necesario para inducir la duda, para justificar las decisiones arbitrarias de un ser superior: el Santo Job moderno no tiene escapatoria.
Reparto de secundarios excelentes, llenos de matices, como es norma en las películas de los Coen. Para esta ocasión, caras que en su mayoría no son muy conocidas: no habrá esta vez un gran nombre en el cartel: retorno al espíritu independiente, al bajo presupuesto, a la libertad creativa (no estará desencaminado relacionar "Un tipo serio" con "Barton Fink", una de sus obras maestras: las desventuras de John Turturro cubriendo el terror a la perdida de la inspiración artística). No habrá moraleja, no se ataran los cabos y se dejará al espectador con un palmo de narices porque no puede haber final para este conflicto: esta película no terminará nunca.
domingo, abril 29, 2012
domingo, abril 22, 2012
"Quiero la cabeza de Alfredo García", de Sam Peckinpah
¿Dónde se puede ambientar un western moderno? ¿Qué territorio reúne las condiciones necesarias para, en los años 70 del siglo XX, localizar una historia de venganza que se pueda resolver a tiros? La ley del más fuerte, la no ley. Habrá que cruzar la frontera: en el lejano oeste no queda nada, busca en el cercano sur.
La deshonra. Un terrateniente mexicano de porte feudal (el mismo malvado de "Grupo salvaje": el rostro azteca, rotundo, del actor Emilio Fernández), la nobleza sin título pero idéntico poder que en siglos anteriores, ofrece una recompensa de un millón de dolares a aquel que le traiga la cabeza del que ha dejado embarazada a su hija, la cabeza de Alfredo García. De nuevo el antihéroe, en esta ocasión Warren Oates, protagonismo absoluto para un actor que era el reconocible secundario (despreciable: al que odiabas nada más verlo) de carácter en otras cintas como la propia "Grupo salvaje" de Peckinpah, o la imprescindible (otra de culto, otra que hay que ver) "Carretera asfaltada en dos direcciones", de Monte Hellman. Un gringo fronterizo, un desertor del primer mundo que se adentra en México para vivir fuera de cualquier convención social: aporrear un piano en un garito, con una mano en el gollete de una botella de tequila y la otra en las cachas de una pistola. Del brazo, una flor de burdel (Isela Vega) que puede mostrar más cicatrices aún de las que él tendrá nunca. La herrumbre en el coche, la mugre en la ropa: arrugas en la piel que se tumba en destartalados cuartuchos de hostal a pasar la resaca: libertad plena. Los personajes de las películas de Peckinpah son fieros y dispuestos a todo: la madurez del que está de vuelta, del que ya lo vivió, del que no tiene nada que perder y que vislumbra el paso del último tren. Sobrevuela la autenticidad en una puesta en escena dura, poco dada a las concesiones. Y sin embargo la violencia de sus filmes lleva siempre una firma lírica, como la cámara lenta que hace que ninguna muerte sea rápida, fugaz, sino que sea un instante congelado para que perdure en la retina.
Recuerdo la muerte en otra de sus películas, "Pat Garrett and Billy the Kid": la muerte del sheriff Baker (Slim Pickens) que, moribundo tras un tiroteo, camina hasta la orilla del rio: la belleza sublime de aquella escena, al ocaso: las películas de Sam Peckinpah desconciertan al espectador porque son capaces de lo inesperado. "Quiero la cabeza de Alfredo Garcia" también concederá un buen puñado de esos instantes. Quizás sea una de las cintas menos populares, menos conocidas en la trayectoria del director californiano, uno de los títulos que está por descubrir y reivindicar. Una de sus mejores películas.
La deshonra. Un terrateniente mexicano de porte feudal (el mismo malvado de "Grupo salvaje": el rostro azteca, rotundo, del actor Emilio Fernández), la nobleza sin título pero idéntico poder que en siglos anteriores, ofrece una recompensa de un millón de dolares a aquel que le traiga la cabeza del que ha dejado embarazada a su hija, la cabeza de Alfredo García. De nuevo el antihéroe, en esta ocasión Warren Oates, protagonismo absoluto para un actor que era el reconocible secundario (despreciable: al que odiabas nada más verlo) de carácter en otras cintas como la propia "Grupo salvaje" de Peckinpah, o la imprescindible (otra de culto, otra que hay que ver) "Carretera asfaltada en dos direcciones", de Monte Hellman. Un gringo fronterizo, un desertor del primer mundo que se adentra en México para vivir fuera de cualquier convención social: aporrear un piano en un garito, con una mano en el gollete de una botella de tequila y la otra en las cachas de una pistola. Del brazo, una flor de burdel (Isela Vega) que puede mostrar más cicatrices aún de las que él tendrá nunca. La herrumbre en el coche, la mugre en la ropa: arrugas en la piel que se tumba en destartalados cuartuchos de hostal a pasar la resaca: libertad plena. Los personajes de las películas de Peckinpah son fieros y dispuestos a todo: la madurez del que está de vuelta, del que ya lo vivió, del que no tiene nada que perder y que vislumbra el paso del último tren. Sobrevuela la autenticidad en una puesta en escena dura, poco dada a las concesiones. Y sin embargo la violencia de sus filmes lleva siempre una firma lírica, como la cámara lenta que hace que ninguna muerte sea rápida, fugaz, sino que sea un instante congelado para que perdure en la retina.
Recuerdo la muerte en otra de sus películas, "Pat Garrett and Billy the Kid": la muerte del sheriff Baker (Slim Pickens) que, moribundo tras un tiroteo, camina hasta la orilla del rio: la belleza sublime de aquella escena, al ocaso: las películas de Sam Peckinpah desconciertan al espectador porque son capaces de lo inesperado. "Quiero la cabeza de Alfredo Garcia" también concederá un buen puñado de esos instantes. Quizás sea una de las cintas menos populares, menos conocidas en la trayectoria del director californiano, uno de los títulos que está por descubrir y reivindicar. Una de sus mejores películas.
sábado, abril 21, 2012
"Deliverance (Defensa)", de John Boorman
Esta película de 1972, de John Boorman, se puede considerar precursora (como otra suya, "A quemarropa"). Cuando se está viendo, hay un asalto continuo de referencias cinematográficas posteriores: "Rio salvaje" (1994) de Curtis Hanson, seguro. Pero también "El cazador" (1978) de Michael Cimino: la presa en el punto de mira: el perdón. O "El acorralado" (1982) de Ted Kotcheff: en "Deliverance" John Voight aparece como un Rambo asustado, con arco y todo. Y, por qué no, "Perros de paja" (1971) de Sam Peckinpah. Sí, la fecha de la de Peckinpah es anterior, casi contemporánea, pero esa escena de sodomización (squeal like a pig!), del turista o del extraño que es violado brutalmente en medio del bosque por un "indígena", del paleto humillando vilmente al urbanita, es la misma chispa de violencia que inducirá la tragedia posterior: el campo frente a la ciudad, un desprecio clasista mutuo, un odio eterno. Pero ese conflicto entre Atlanta, la capital de Georgia, y la zona rural de los Apalaches situada en el mismo estado, tendrá un ganador claro: un embalse que lo anegará todo: la naturaleza doblegada: la inundación de la América rural, profunda, territorio de endogamia, de aislamiento, de pobreza, de los parias red necks.
Cuatro tipos (los protagonistas son Jon Voight, Burt Reynolds, Ned Beatty y Ronny Cox) abandonan por un día los palos de golf y deciden bajar en canoa por un rio para enfrentarse a unos rápidos que pronto ya no estarán allí. Unos pedantes llenos de suficiencia, unos payasos de ciudad a los que habrá que bajar los humos. La primera sorpresa se la llevarán en un famoso "duelo de banjos".
Gran película.
Cuatro tipos (los protagonistas son Jon Voight, Burt Reynolds, Ned Beatty y Ronny Cox) abandonan por un día los palos de golf y deciden bajar en canoa por un rio para enfrentarse a unos rápidos que pronto ya no estarán allí. Unos pedantes llenos de suficiencia, unos payasos de ciudad a los que habrá que bajar los humos. La primera sorpresa se la llevarán en un famoso "duelo de banjos".
Gran película.
viernes, abril 13, 2012
Enciclopedia. "1001 cómics que hay que leer antes de morir", de Paul Gravett (Ed.)
Este pequeño Licantropunk cumple hoy siete años: "The seven year itch", Mr. Wilder: la comezón del séptimo año: el ánimo de seguir habitando esta madriguera. La persona que sabe todas las fechas me trae de nuevo un regalo, y de nuevo un "1001 algo", como aquel del primer año. Entonces fue de películas, ahora es de tebeos: dos medios muy cercanos: del storyboard al celuloide
En el prefacio, Terry Guilliam, el Monty Phyton americano, que dio sus primeros pasos profesionales en el mundo de la historieta (suya es, entre muchas otras que realizó, la animación de figuras recortables, siluetas de grabados antiguos, que acompaña los créditos iniciales de "La vida de Brian"), argumenta la influencia decisiva que tuvieron los cómics que leyó en su adolescencia en su formación cultural y en su visión artística: caminos de libertad plena: la necesaria subversión de la mediocre realidad para cualquier chaval que viviera en los tiempos previos a las pantallitas. La libertad creativa de las tiras cómicas, su capacidad para sostener ideas de cualquier tipo y género (fantasía, humor, crítica social y política, épica, violencia, erotismo: si lo puedes imaginar lo puedes dibujar), siempre ha superado a la del cine. Los tebeos son un gran escuela de cineastas, no solo por la obviedad del encuadre, sino también por la forma del discurso narrativo, el juego de luces y sombras, la economía de medios, el gesto del personaje. Se puede concluir que la viñeta se encuentra un paso por delante del fotograma, aunque sería más acertado percibir que existe un proceso de realimentación entre uno y otro, un tráfico de influencias enriquecedor por necesidad.
Licantropunk es un nombre sacado de un cómic, de un álbum del dibujante Max del año 1987 perteneciente a la serie "Peter Pank": qué era aquel cuento infantil invadido por tribus urbanas; qué caminos terribles y fascinantes atravesaban el territorio underground; dónde era capaz de adentrarse la imaginación.
Ojeo la enciclopedia y veo que "El Licantropunk" no está, pero sí está Max con "Bardin el Superrealista" y también otros autores españoles como Francisco Ibáñez, Victor de la Fuente, Martí, Nazario, Carlos Giménez, Miguelanxo Prado, Kim, Juanjo Guarnido. Muchos cómics que ya he leído, pero tantos otros que hay que leer: puntos de partida para seguir explorando, para continuar sorprendiéndose, para no dejar de alucinar con el talento ajeno.
Estos regalos en realidad son una condena. Una dulce condena.
En el prefacio, Terry Guilliam, el Monty Phyton americano, que dio sus primeros pasos profesionales en el mundo de la historieta (suya es, entre muchas otras que realizó, la animación de figuras recortables, siluetas de grabados antiguos, que acompaña los créditos iniciales de "La vida de Brian"), argumenta la influencia decisiva que tuvieron los cómics que leyó en su adolescencia en su formación cultural y en su visión artística: caminos de libertad plena: la necesaria subversión de la mediocre realidad para cualquier chaval que viviera en los tiempos previos a las pantallitas. La libertad creativa de las tiras cómicas, su capacidad para sostener ideas de cualquier tipo y género (fantasía, humor, crítica social y política, épica, violencia, erotismo: si lo puedes imaginar lo puedes dibujar), siempre ha superado a la del cine. Los tebeos son un gran escuela de cineastas, no solo por la obviedad del encuadre, sino también por la forma del discurso narrativo, el juego de luces y sombras, la economía de medios, el gesto del personaje. Se puede concluir que la viñeta se encuentra un paso por delante del fotograma, aunque sería más acertado percibir que existe un proceso de realimentación entre uno y otro, un tráfico de influencias enriquecedor por necesidad.
Licantropunk es un nombre sacado de un cómic, de un álbum del dibujante Max del año 1987 perteneciente a la serie "Peter Pank": qué era aquel cuento infantil invadido por tribus urbanas; qué caminos terribles y fascinantes atravesaban el territorio underground; dónde era capaz de adentrarse la imaginación.
Ojeo la enciclopedia y veo que "El Licantropunk" no está, pero sí está Max con "Bardin el Superrealista" y también otros autores españoles como Francisco Ibáñez, Victor de la Fuente, Martí, Nazario, Carlos Giménez, Miguelanxo Prado, Kim, Juanjo Guarnido. Muchos cómics que ya he leído, pero tantos otros que hay que leer: puntos de partida para seguir explorando, para continuar sorprendiéndose, para no dejar de alucinar con el talento ajeno.
Estos regalos en realidad son una condena. Una dulce condena.
miércoles, abril 11, 2012
"La fría luz del día", de Mabrouk El Mechri
A este director ya la conocía por su anterior película, que me gustó bastante: desmontando a Van Damme: "JCVD". Ahora me ha gustado menos, un thriller de espías de guión plano, del montón. Pero en el cartel relucían dos nombres: Bruce Willis y Sigourney Weaver. A ese atractivo evidente, la excusa en la taquilla, luego se sumará una película bastante lograda en las escenas de acción, en la tensión de la puesta en escena, que consigue un ritmo frenético (como aquella de Polanski, "Frenético": me la ha recordado la trama: turista despistado abducido en una cuestión de vida o muerte). Pero por encima de todo se deja ver por las localizaciones del rodaje: la costa mediterránea española (creo que Altea) y la ciudad de Madrid, sobre todo esta última. Persecuciones y tiroteos, los clásicos del género, entre la CIA y el Mossad, con el telón de fondo de la plaza del Callao, el parque del Retiro, la plaza de toros de Las Ventas, la puerta de Alcalá, etc., hacen merecer el precio de la entrada. Si acaso...
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