Lo que más me ha sorprendido de esta película, ha sido ver al insigne Sir Paul McCartney (ese ser al que mataron muchos años atrás sustituyéndolo por su abuela) haciendo un cameo. Ya estaba acostumbrado a la escena en la que, en alguna otra entrega, aparecía Keith Richards, estrambótica leyenda del rock que al parecer sirvió en su día de inspiración para la composición del personaje del capitán Jack Sparrow, pero que en esta última McCartney le haya sustituido, como si hubiera estado calentando banquillo hasta el minuto 85, los Beatles de segundo plato de los Rolling... hoy me siento malvado.
El viento sopla en las velas y el espíritu libertino de los piratas nos ha acompañado siempre: sabíamos de sobra lo que era un kraken, un maelstrom, la isla de la Tortuga, la Mota Negra o el Holandés Errante: por las novelas de aventuras que ya no se regalan a los jóvenes, Robert Louis Stevenson y Emilio Salgari ante todos, de Long John Silver al Corsario Negro; por el cine con los clásicos protagonizados por Errol Flynn o Burt Lancaster o incluso aquella "Piratas" de Roman Polanski que supongo que casi nadie recuerda; o por los cómics de "El Corsario de Hierro" o del periplo pirata de Conan junto a la fiera Bêlit. Pero si un pirata fue icono de mi generación, sin duda hay que marcharse del Caribe y viajar al sudeste asiático, con un televisor en blanco y negro, en busca de Sandokán.
"Piratas del Caribe" se entroniza como un derroche de efectos digitales que, sello de la casa, dejan poco espacio a la imaginación. Además de la inmensa popularidad adquirida por el capitán Jack Sparrow encarnado de manera única y singular por Johnny Deep, la saga se ha caracterizado por sus salvajes grupos de malos, modelados de manera extrema por el ordenador más cercano, ejércitos fantasmagóricos a los que no les falta detalle. Tanto el capitán Barbosa (Geoffrey Rush), como Davy Jones (Bill Nighy) o el más reciente Salazar (Javier Bardem: el más reciente y el menos carismático de todos ellos), lucían fabulosos en la pantalla grande: ya no hay límites a la hora de materializar en el celuloide (que ya no existe, soporte invalidado para las nuevas técnicas de rodaje) lo que sea.
El cine como parque de atracciones. Y de uno de ellos, de una de sus instalaciones más populares, surge la idea de la saga "Piratas del Caribe". Y el triunfo comercial de las películas lleva más gente al parque, y el bucle del dinero se realimenta y crece y crece. Puro divertimento estos "Piratas del Caribe", aunque también son capaces de aburrir: la acción y la aventura han de tener un cronómetro corto en la mano del realizador. Pero es posible que esta quinta haya resultado menos plomiza que sus predecesoras y quizás lo sea por la velada intención, o así lo parece, de no hacer una sexta. Quinta entrega para ir cerrando todos los temas y temillas que quedaban pendientes de capítulos anteriores. Quinta con vocación de última, de colofón, de comer perdices para siempre y todo eso, si bien el final de los créditos deja, tímidamente, abierta la puerta a que, si los fondos de inversión quieren, la Perla Negra, siga surcando los Siete Mares.
lunes, junio 26, 2017
jueves, junio 22, 2017
"Paterson", de Jim Jarmusch
La belleza del bucle cotidiano. La écfrasis de lo infraordinario: detenerse en la contemplación del día a día, de las señales de la costumbre, y cosechar un puñado de frases certeras, hermosas. He leído a maestros consumados de ese ardid literario, francotiradores de la palabra escrita como Georges Perec o David Foster Wallace, pero no he leído a William Carlos Williams, poeta de Paterson, New Jersey, que da lustre a los fotogramas posándose en el celuloide: demiurgo inspirador.
Salvados por el arte: la libreta en blanco que el literato impostado Henry le regalaba a Simon en "Henry Fool" de Hal Hartley, nada más que para salvarle la vida. El cuadernito de tapas duras, como el que ojeo en estos instantes, aquel en el que apunto frases que surgieron después de ver la película, después de ver todas las películas que figuran en este blog (muchos cuadernitos gastados ya), frases que se disparan mientras conduces, mientras paseas, incluso cuando estás a otras cosas, multitarea del subconsciente, frases que parecen buenas y que quizás merezca la pena no dejar pasar, pues nunca sabe uno cuándo volverán a producirse. ¿Cómo era la cita? ¿No era de Oscar Wilde? ¿No parecía exagerada? Ayer me pasé el día escribiendo: por la mañana puse una coma, por la noche la quité. Resulta que, en ocasiones, fue verdad.
Paterson, el conductor de autobús de Paterson, New Jersey, atrapado en la misma ruta diaria, aliteración, repetición, reiteración, siempre idéntica rutina, siempre distinta. Buscar signos de extrañeza en lo habitual hasta descubrir en lo más nimio rasgos de superioridad estética indudable, el objeto que despierta de su anonimato, de su condición efímera, hasta transformarse en un icono perpetuo, en un recuerdo nítido atesorado en la conciencia íntima. Porque el primer destinario de lo que se escriba deberá ser, invariablemente, uno mismo.
Salvados por el arte: la libreta en blanco que el literato impostado Henry le regalaba a Simon en "Henry Fool" de Hal Hartley, nada más que para salvarle la vida. El cuadernito de tapas duras, como el que ojeo en estos instantes, aquel en el que apunto frases que surgieron después de ver la película, después de ver todas las películas que figuran en este blog (muchos cuadernitos gastados ya), frases que se disparan mientras conduces, mientras paseas, incluso cuando estás a otras cosas, multitarea del subconsciente, frases que parecen buenas y que quizás merezca la pena no dejar pasar, pues nunca sabe uno cuándo volverán a producirse. ¿Cómo era la cita? ¿No era de Oscar Wilde? ¿No parecía exagerada? Ayer me pasé el día escribiendo: por la mañana puse una coma, por la noche la quité. Resulta que, en ocasiones, fue verdad.
Paterson, el conductor de autobús de Paterson, New Jersey, atrapado en la misma ruta diaria, aliteración, repetición, reiteración, siempre idéntica rutina, siempre distinta. Buscar signos de extrañeza en lo habitual hasta descubrir en lo más nimio rasgos de superioridad estética indudable, el objeto que despierta de su anonimato, de su condición efímera, hasta transformarse en un icono perpetuo, en un recuerdo nítido atesorado en la conciencia íntima. Porque el primer destinario de lo que se escriba deberá ser, invariablemente, uno mismo.
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