Otra película de la mafia. A los que hemos visto tantas, esa sentencia, ese “otra más”, puede resultar coherente, deseable, y en ningún modo tratarse de un término peyorativo. Por otro lado, la oportunidad de acercar con esta oferta actual el género a nuevas generaciones de espectadores no es desdeñable. ¿Supondrá el estreno de “El irlandés” en la mayor plataforma mundial de streaming un reverdecimiento del esplendido celuloide dedicado a la Cosa Nostra durante décadas, un motivo para que ojos renovados se asomen a filmografías imprescindibles? Me temo que no, al menos en el sentido ofrecido por Martin Scorsese para su última película. Los consumidores actuales de series de todo orden y condición, buscan en su mayoría otra velocidad narrativa, otras historias. Ese objetivo de mediocridad de consumo inmediato, ha llevado a emitir múltiples acusaciones a “El irlandés” de ser una película larga y sobre todo lenta, como si su frecuencia en fotogramas por segundo fuera menor que la de otras cintas: la lentitud no habrá de buscarse en el proyector, sino en la sinapsis del espectador casual poco dispuesto a realizar el menor esfuerzo cognitivo.
La autobiografía de Frank “The Irishman” Sheeran, proyecto largamente acariciado por Scorsese, es el foco de la trama: un repaso a treinta y cinco años de posguerra, llenos de violencia y corrupción, a través de la
figura de un excombatiente, interpretado por De Niro, que de camionero de carne congelada llega a ser protagonista por mérito homicida en el ámbito del crimen organizado estadounidense: I heard you paint houses. Pero si por algo llegó a ser realmente conocido Mr. Sheeran, fue por ser la sombra del omnímodo sindicalista Jimmy Hoffa. Kennedy, Hoover, Nixon, McCarthy…, Hoffa. Ese apellido merece nombrarse dentro de un
grupo que representa como ninguno el poder en la política y en la sociedad de Estados Unidos durante buena parte del siglo XX. Hoffa, presidente del mayor sindicato de camioneros de la época, podía presumir de tener la capacidad de paralizar su nación con el chasquido de los dedos. Y Al Pacino, en la piel del personaje, arrolla las secuencias en las que participa con una energía desbordante.
En realidad, este mítico reparto al completo –completado con grandes secundarios– logra arrancar a los caracteres en los que debe introducirse unas interpretaciones portentosas: actores crepusculares en una historia crepuscular: será por eso: canto del cisne para cuatro antiguos cómicos a punto de convertirse en octogenarios. Pesci lleva cuasi-retirado bastante tiempo (lo que no impide que esté fenomenal en su papel), no así los otros tres. De Niro ha demostrado estar en plena forma en otra de las películas del año, “Joker” y Pacino también se ha dejado ver por otra de las renombradas del anuario, “Erase una vez en... Hollywood”. Así que lo de “canto del cisne” mejor aparcarlo de momento. Gran película, gran director, grandes actores.
Queda por decir algo malo de una película buena, que he visto dos veces y la segunda con mejores sensaciones aún que con la primera. Lo malo, o al menos no tan bueno, sería el poco texto que se le ha concedido a la
actriz Anna Paquin. Su intervención como conciencia familiar del brutal irlandés resulta fundamental para una historia en la que la doble vida del criminal y sus consecuencias a largo plazo son uno de sus puntos fuertes. Bien es verdad que las relaciones entre todos los personajes de esta trama se nutren de miradas y sobreentendidos: no es nada fácil trasmitir ese lenguaje al espectador y la película lo logra con creces. Y lo otro malo, o en este caso lo peor, se encuentra en el rejuvenecimiento digital del propio De Niro, alguien de quien todos sabemos de sobra cómo era con cuarenta años menos y no es ese que aparece en la pantalla. El lenguaje cinematográfico nunca ha tenido problema para introducir un segundo actor en las escenas de juventud de cualquier personaje (Robert De Niro lo fue de Marlon Brando en “El Padrino II”, nada menos, con gran éxito, y no fue Don Vito Corleone veinteañero por su parecido con Brando, precisamente), un recurso que siempre chirriará menos, aunque parezca mentira, que el gato por liebre informático. Pero me temo que esa técnica, ay, ha llegado para quedarse: usar y abusar de ella sin reparo. Y, si el prestigio de Martin Scorsese, encima, le concede patente de corso, pues no quedará más que acostumbrarse: ya está uno muy mayor para que encima lo anden acusando de retrogrado.