El final de "Vengadores: Infinity War", mejor dicho, esa habitual secuencia insertada entre los créditos que obliga a que todos los seguidores de la saga no se muevan de sus butacas al terminar la película, mostraba un busca noventero tirado en el suelo en el que parpadeaba un conocido emblema: Nick Furia había llamado al Capitán Marvel. Cabía pensar entonces que después de la desolación causada por Thanos y su guante engarzado de Gemas del Infinito, el superhéroe de la raza Kree tendría un papel relevante en la continuación de la serie. Pero resultó que no sería un capitán, sino una capitana, la que protagonizaría una posible remontada frente a omnímodos villanos intergalácticos y sus malvados planes de destrucción total.
Brie Larson, ganadora de un Oscar por su interpretación de una mujer secuestrada en "La habitación" de Lenny Abrahamson, iba a ser la que se enfundara el traje de Ms. Marvel, uno de los personajes de la editorial comiquera que no había tenido una especial fama o relevancia hasta el momento, aunque por lo visto en la película va a formar parte del canon fundamental del universo Marvel: al menos del cinematográfico. Girl power absoluto para fomentar la igualdad de género y, tanto es así, que, su "pareja" masculina, el Capitán Marvel original, toma cuerpo en la inopinada Annette Bening, uno de los aspectos más chocantes de la producción para cualquier viejo lector de cómics (pensé que Jude Law sería el Capitán, la verdad).
Larson sabe darle carácter ganador a su personaje, transmitir con firmeza al espectador que sus superpoderes van sobrados para confirmarla como una de las más grandes (o quizás la mayor) potencias de los Vengadores, y devolver así la esperanza de un partido de vuelta con opciones de victoria en "Vengadores: Endgame", esa esperada continuación que se estrenará en los próximos días.
miércoles, abril 24, 2019
martes, abril 16, 2019
"Dolor y gloria", de Pedro Almodóvar
Un artista, en cada obra que realiza, vuelca una parte de su existencia: sus habilidades y conocimientos adquiridos, por supuesto, la evolución técnica que lo ha apuntalado en su profesión, pero también las vivencias, los traumas, los descubrimientos, los instantes de placer y de desgracia: nada queda fuera. Así lo ha hecho siempre Pedro Almodóvar a lo largo de su personal carrera, aunque nunca de modo tan evidente, tan directo, como ahora. Podría considerarse esta película su "8½"particular, pero creo que ese capítulo, habitual en la trayectoria de los grandes cineastas como ejercicio en el que abordar los dilemas creativos de la labor del director de cine, lo dejó completado de manera excelente con "Los abrazos rotos", una de sus mejores películas.
"Dolor y gloria" se entiende como un ensayo de autobiografía, de confesión vital del autor maduro, y desde esa sabiduría de la edad, dejar patente que ha habido mucho más dolor que gloria. Almodóvar es el apellido fundamental del cine español de las últimas décadas, un nombre propio que por sí mismo coloca a España en el panorama cinematográfico mundial: sin Pedro no habría nada, o muy poco, más allá de nuestras fronteras. Premios, reconocimientos y alabanzas allende los mares para el director manchego, méritos que también ha recogido en su país, pero sin faltar tampoco en ello el carácter cainita del mundillo cultural español: duele más una mala crítica que mil elogios.
Dolor, entonces, dolor por encima de todo, y no sólo el dolor del espíritu, el alma atribulada a diario, sino también un intenso dolor físico. Sostiene Salvador Mallo, trasunto certero de Almódovar en el celuloide, que la profesión de director de cine, el oficio envidiable de cineasta, requiere de grandes esfuerzos, de soportar intensas jornadas de rodaje: Miguel Ángel con la espalda destrozada bajo el techo de la Capilla Sixtina. ¿Se puede ser genial sin dolor? ¿Se puede considerar el arte como una actividad salvadora? Circulo vicioso que puede (que debe) acabar mal.
El director elige a Antonio Banderas (quién si no) para representarse a sí mismo, y para retratar los conflictos que han regido su vida, los familiares, los sentimentales y los profesionales, coloca a Julieta Serrano y Penélope Cruz para encarnar a su madre en distintas edades, a Leonardo Sbaraglia para el amor de juventud y a Asier Etxeandia para ser el sufrido actor, pues, según se cuenta, los rodajes del manchego se distinguían por llevarse por delante algún que otro ego interpretativo. Merece ser destacado el momento de emoción apenas contenida que logran Antonio Banderas y Leonardo Sbaraglia recreando un reencuentro tan doloroso como glorificado: la demolición personal que producen las adicciones y la victoria incontestable que supone superarlas. La adicción, sea al trabajo, a las drogas o a otras personas, es la verdadera protagonista de esta película.
"Dolor y gloria" se entiende como un ensayo de autobiografía, de confesión vital del autor maduro, y desde esa sabiduría de la edad, dejar patente que ha habido mucho más dolor que gloria. Almodóvar es el apellido fundamental del cine español de las últimas décadas, un nombre propio que por sí mismo coloca a España en el panorama cinematográfico mundial: sin Pedro no habría nada, o muy poco, más allá de nuestras fronteras. Premios, reconocimientos y alabanzas allende los mares para el director manchego, méritos que también ha recogido en su país, pero sin faltar tampoco en ello el carácter cainita del mundillo cultural español: duele más una mala crítica que mil elogios.
Dolor, entonces, dolor por encima de todo, y no sólo el dolor del espíritu, el alma atribulada a diario, sino también un intenso dolor físico. Sostiene Salvador Mallo, trasunto certero de Almódovar en el celuloide, que la profesión de director de cine, el oficio envidiable de cineasta, requiere de grandes esfuerzos, de soportar intensas jornadas de rodaje: Miguel Ángel con la espalda destrozada bajo el techo de la Capilla Sixtina. ¿Se puede ser genial sin dolor? ¿Se puede considerar el arte como una actividad salvadora? Circulo vicioso que puede (que debe) acabar mal.
El director elige a Antonio Banderas (quién si no) para representarse a sí mismo, y para retratar los conflictos que han regido su vida, los familiares, los sentimentales y los profesionales, coloca a Julieta Serrano y Penélope Cruz para encarnar a su madre en distintas edades, a Leonardo Sbaraglia para el amor de juventud y a Asier Etxeandia para ser el sufrido actor, pues, según se cuenta, los rodajes del manchego se distinguían por llevarse por delante algún que otro ego interpretativo. Merece ser destacado el momento de emoción apenas contenida que logran Antonio Banderas y Leonardo Sbaraglia recreando un reencuentro tan doloroso como glorificado: la demolición personal que producen las adicciones y la victoria incontestable que supone superarlas. La adicción, sea al trabajo, a las drogas o a otras personas, es la verdadera protagonista de esta película.
domingo, abril 14, 2019
"At Eternity's Gate", de Julian Schnabel
La primera vez que vi a Willem Dafoe en una pantalla debió ser en una película considerada ahora de culto, al menos de mi culto particular: aquella épica fábula de Rock&Roll titulada "Calles de fuego" y que estaba dirigida por uno de los grandes directores de westerns modernos, Walter Hill: Nowhere, fast. El año era 1984 y la interpretación de Dafoe del villano rocker Raven Shaddock seguro que no era de las que dejaba indiferente: un loco peligroso, no cabía duda, un maniático de su profesión dispuesto a tatuar fotogramas con sus actuaciones. Poco después Oliver Stone lo lanzó a la fama mundial al concederle el papel del buen sargento Elías de "Platoon", otra película generacional, y aquel personaje parecía anticipar que muchas de sus mejores actuaciones exigirían una inmolación final: hacer el cristo sin necesitar anillas.
Puede presumir este actor estadounidense de atesorar una carrera íntegra en la que ha defendido con notoriedad los trabajos que tocara abordar, ya fueran tareas mercenarias de cine palomitero o encargos que precisaran de una mayor enjundia artística. Y si una de sus encarnaciones más aclamada fue la de Jesús de Nazareth para "La última tentación de Cristo" de Martin Scorsese, ahora toca otro dios, un dios del arte, otro incomprendido de su tiempo que tuvo morir para alcanzar un aura de grandeza inmortal y atravesar esa puerta de la eternidad, la del reconocimiento mundano, una travesía que no está al alcance de cualquiera. Pasados los sesenta Willem Dafoe interpreta a un pintor que falleció con treinta y siete, pero la elección del protagonista por parte de Julian Schnabel parece acertada: interpretación mesiánica.
En la película Vincent Van Gogh es presentado como un místico, una existencia arrebatada por la dedicación en cuerpo y alma al arte, un eremita del óleo que despide cierto halo de santidad y que considera que tiene la misión trascendente de salvar a la humanidad con sus pinturas. Cinta lisérgica, onírica en muchos aspectos, en la que el lado realista lo aporta otro gran actor, Oscar Isaac como Paul Gauguin, pero que en la mayor parte de su metraje está protagonizada por la cámara: la búsqueda constante del plano extraviado, del desenfoque molesto, del punto de vista inquieto, llegando en algún momento a ser tan excesivo el abuso del recurso, que el alarde técnico se hace pesado: la consciencia de que existe la cámara conduce al espectador fuera de la acción (no sé si se quería hacer patente que Van Gogh tenía problemas en la vista, como cataratas u otro mal parecido, pero eso solo da pie a la teoría absurda de la genialidad como defecto de fábrica, como si la capacidad de poseer una mirada alternativa sobre la realidad la pudiera conceder únicamente una tara física).
Aún así esta obra quedará instalada en el anaquel de las mejores películas sobre el mundo de la pintura y, sobre todo, del Arte como dedicación absoluta, como manifestación de una voluntad creadora indomable que es capaz de dictar una vida y justificarla aunque durante esa existencia no se haya sido capaz de vender ni un cuadro: la eternidad es una cualidad ajena, concedida por otros, y bastante tiene uno con afrontar el reloj cotidiano como para tener que preocuparse además de que el nombre propio supere la última frontera de la lápida del cementerio.
Puede presumir este actor estadounidense de atesorar una carrera íntegra en la que ha defendido con notoriedad los trabajos que tocara abordar, ya fueran tareas mercenarias de cine palomitero o encargos que precisaran de una mayor enjundia artística. Y si una de sus encarnaciones más aclamada fue la de Jesús de Nazareth para "La última tentación de Cristo" de Martin Scorsese, ahora toca otro dios, un dios del arte, otro incomprendido de su tiempo que tuvo morir para alcanzar un aura de grandeza inmortal y atravesar esa puerta de la eternidad, la del reconocimiento mundano, una travesía que no está al alcance de cualquiera. Pasados los sesenta Willem Dafoe interpreta a un pintor que falleció con treinta y siete, pero la elección del protagonista por parte de Julian Schnabel parece acertada: interpretación mesiánica.
En la película Vincent Van Gogh es presentado como un místico, una existencia arrebatada por la dedicación en cuerpo y alma al arte, un eremita del óleo que despide cierto halo de santidad y que considera que tiene la misión trascendente de salvar a la humanidad con sus pinturas. Cinta lisérgica, onírica en muchos aspectos, en la que el lado realista lo aporta otro gran actor, Oscar Isaac como Paul Gauguin, pero que en la mayor parte de su metraje está protagonizada por la cámara: la búsqueda constante del plano extraviado, del desenfoque molesto, del punto de vista inquieto, llegando en algún momento a ser tan excesivo el abuso del recurso, que el alarde técnico se hace pesado: la consciencia de que existe la cámara conduce al espectador fuera de la acción (no sé si se quería hacer patente que Van Gogh tenía problemas en la vista, como cataratas u otro mal parecido, pero eso solo da pie a la teoría absurda de la genialidad como defecto de fábrica, como si la capacidad de poseer una mirada alternativa sobre la realidad la pudiera conceder únicamente una tara física).
Aún así esta obra quedará instalada en el anaquel de las mejores películas sobre el mundo de la pintura y, sobre todo, del Arte como dedicación absoluta, como manifestación de una voluntad creadora indomable que es capaz de dictar una vida y justificarla aunque durante esa existencia no se haya sido capaz de vender ni un cuadro: la eternidad es una cualidad ajena, concedida por otros, y bastante tiene uno con afrontar el reloj cotidiano como para tener que preocuparse además de que el nombre propio supere la última frontera de la lápida del cementerio.
sábado, abril 13, 2019
Catorce
Catorce, la edad de la adolescencia, la etapa en la que ya se suele haber dado el estirón y ciertos afanes se apoderan de la existencia cotidiana: se aparta lo que antes era norma, se despiertan nuevos intereses. Algo así parece haberle sucedido a este blog, en el que últimamente escasean las entradas, pero no porque se haya topado uno con un camino vital más atractivo que el cine al que dedicarle el tiempo, sino porque ese tiempo, el otorgable a las devociones en vez de a las obligaciones, ha menguado o simplemente se ha vuelto más complicado de juntar. En cualquier caso, catorce años dedicados a describir de vez en cuando las sensaciones que han surgido de ver una película, una tarea que me complace y que no tengo intención de abandonar. A por los quince.
Este pequeño Licantropunk cumple catorce años y, como de costumbre, la persona que recuerda todas las fechas le hace un regalo, el cómic "Buñuel en el laberinto de las tortugas", novela gráfica de Fermín Solís que fue publicada en el año 2008 y que ahora se reedita aprovechando que dentro de poco se estrenará un largometraje de animación basado en las viñetas de Solís. El libro ilustra las circunstancias del rodaje, en 1933, del famoso documental "Las Hurdes, tierra sin pan", película que fue censurada por el gobierno de la Segunda República: sí, la censura sobre Buñuel no fue asunto únicamente del franquismo: diversos gobiernos salidos de urnas democráticas como fue el mencionado caso en España, pero también en Francia (con "La edad de oro"), o en México (con "Los olvidados") o en Italia (con "Viridiana"), prohibieron la proyección, durante un plazo más o menos largo, de algunas de sus obras. Muchos han sido los casos de visiones geniales que han padecido incomprensión y rechazo en la época que les tocó vivir, pero lo peor de todo es que esos linchamientos artísticos no sean propios de un pasado oscurantista, sino que se acrecientan con la época de revisionismo pacato que se ha instaurado, cual dictadura inquisitorial, en la actualidad. A peor, no te quepa duda, vamos a peor: del laberinto de las tortugas, al laberinto de los majaderos.
Este pequeño Licantropunk cumple catorce años y, como de costumbre, la persona que recuerda todas las fechas le hace un regalo, el cómic "Buñuel en el laberinto de las tortugas", novela gráfica de Fermín Solís que fue publicada en el año 2008 y que ahora se reedita aprovechando que dentro de poco se estrenará un largometraje de animación basado en las viñetas de Solís. El libro ilustra las circunstancias del rodaje, en 1933, del famoso documental "Las Hurdes, tierra sin pan", película que fue censurada por el gobierno de la Segunda República: sí, la censura sobre Buñuel no fue asunto únicamente del franquismo: diversos gobiernos salidos de urnas democráticas como fue el mencionado caso en España, pero también en Francia (con "La edad de oro"), o en México (con "Los olvidados") o en Italia (con "Viridiana"), prohibieron la proyección, durante un plazo más o menos largo, de algunas de sus obras. Muchos han sido los casos de visiones geniales que han padecido incomprensión y rechazo en la época que les tocó vivir, pero lo peor de todo es que esos linchamientos artísticos no sean propios de un pasado oscurantista, sino que se acrecientan con la época de revisionismo pacato que se ha instaurado, cual dictadura inquisitorial, en la actualidad. A peor, no te quepa duda, vamos a peor: del laberinto de las tortugas, al laberinto de los majaderos.
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