lunes, abril 30, 2018

"Vengadores: Infinity War", de Anthony Russo y Joe Russo

En el año 2012 Joss Whedon puso en marcha "Los Vengadores", alcanzando, al fin, un horizonte cinematográfico a la altura del fabuloso grupo de superhéroes que dominó durante décadas el olimpo del comic-book norteamericano: los más poderosos, no había nada más allá. Sin embargo, para encontrar el germen real de este éxito supertaquillero hay que retroceder unos cuantos años más, hasta el estreno en 2008 de "Iron Man" de Jon Favreau: el notable actor Robert Downey Jr. dando cuerpo, a la perfección, al playboy multimillonario Tony Stark: la vida disoluta del intérprete ayudaba en la consecución del verismo del personaje. Diez años, por tanto, una década de recaudaciones tan portentosas como las hazañas representadas, beneficios astronómicos para Disney, actual dueño de la franquicia, que no por ello ha dado lugar a un retroceso en el espíritu mitificador de la saga, sino que ha sido capaz, inopinadamente, de asumir un riesgo ante el público.
En los últimos tiempos he disfrutado muchísimo con una serie de televisión, "The Leftovers", creada por Damon Lindelof y Tom Perrotta. El 14 de octubre de 2011 desaparece, de forma repentina, el dos por ciento de la población mundial: 140 millones de personas, de toda condición social y procedencia, se volatilizan en el mismo instante, sin dejar rastro. Los episodios de la serie, repartidos en tres temporadas, suponen una emocionante semblanza del duelo, de la pena por la pérdida, la ausencia insustituible, la amargura de los interrogantes sin respuesta, desesperación y locura, pero todo ello aderezado con sentido del humor, con cinismo y buenas dosis de realismo mágico: "The Leftovers" conmovía porque mostraba la fragilidad de la existencia del ser humano.
Los cómics de superhéroes se hicieron adultos el día en el que fueron capaces de dar un paso gigantesco en su concepción, algo completamente inesperado para sus lectores y que no figuraba en ningún manual de instrucciones: el héroe era débil y abandonaba su condición de guerrero invencible. Por mucha paliza que llevara encima el enmascarado de turno, por mucha ventaja que tuviera el malvado megalómano que tocara combatir esa semana, sabíamos que un giro final, tan audaz como esperado, acabaría con el malo mordiendo el polvo, otra vez. O no. Diez años para que llegara "Infinity War", diez años para romper, al fin, la mirada inocente. Pocas veces he escuchado un silencio tan denso en una sala de cine ocupada por un público tan joven. Tanto aliento contenido. Tanto duelo.

domingo, abril 22, 2018

"I walk the line (Yo vigilo el camino)", de John Frankenheimer

Aparte de la imponente silueta de Gregory Peck y de su nombre de estrella consagrada encabezando los créditos, la película tiene otro protagonista indiscutible: su banda sonora, integrada de principio a fin por temas de Johnny Cash. "I walk the line" es el título de uno de los primeros éxitos del cantante country, considerado como un auténtico rey del género. El aura legendaria de "El hombre de negro" se adornó también con un rotundo componente carcelario: héroe sonoro de los presos estadounidenses: como "Los Chunguitos" o "Los Chichos" aquí: letras que relataban historias de lumpen y marginación, homologables a la dura existencia de pobres rednecks que malvivían destilando ilegalmente whisky a la sombra de los montes Apalaches. La comparación country/rumba se estiraría demasiado, hasta romperse, si se quisiera llevar la cinta de Frankenheimer a figurar como embrión de un cierto cine "quinqui" americano, como aquel que en España realizaba Eloy de la Iglesia con unas cuotas de libertad y éxito que ahora resultan impensables. Pero no cabe duda de que la abolición en 1967 del código Hays (catálogo de normas que había servido para censurar el cine de Hollywood durante tres décadas) permitió que en 1970 se estrenara una película como "I walk the line": realismo y crudeza para sacudir pantallas asexuadas (el ambiente rural que sirve de telón de fondo de la película, duro e inclemente, recuerda a otro que irrumpiría en los cines pocos años después: "Deliverance" de John Boorman).
Cualquier filmación que se hubiera realizado en España en los años sesenta, simplemente empleando la técnica de dejar a la cámara deslizarse por las calles del primer pueblo o ciudad que a uno se le pasara por la mente, serviría para formar un metraje digno, interesante para el público actual: la vida latía fuera de las casas: barrios llenos de transeúntes, de historias que se desarrollaban en las aceras. En "I walk the line" el director inserta en el celuloide las semblanzas de los paisanos del territorio del sudeste de Estados Unidos donde se realiza el rodaje y esos fotogramas producen, medio siglo después, la atracción irresistible de un documento antropológico.
Los tiempos han cambiado y la geografía mundial se ha colmado de uniformidad mediocre: los niños ya no juegan en las calles, las singularidades de pueblos y ciudades se han transformado en parques temáticos y el comercio cotidiano se realiza por Internet. Tanto han cambiado los tiempos que la apreciación crítica de "I walk the line" se podría centrar únicamente en denunciar el evidente delito de pederastia representado: la escabrosa relación entre el sheriff Tawes (Gregory Peck) y la adolescente Alma (Tuesday Weld). Así, se quedaría la cinta en el retrato de una obsesión enfermiza, Humbert Humbert y Lolita, y el tachado automático de la película por parte del espectador posmoderno (ver el reciente combate de opiniones que se ha producido en el diario "El País" alrededor de la inmortal obra de Vladimir Nabokov). Serán las segundas oportunidades, y ante todo la traición, dos temas a valorar en el enjuiciamiento de este filme: un final inolvidable y ciertamente previsible. No hay redención posible.


viernes, abril 13, 2018

Trece

Llegar a un cifra como el número trece en un viernes trece no puede ser considerado de otra forma que no sea una coincidencia anecdótica. En la última entrada de este blog se hablaba de dilemas resueltos de forma trágica, dramas surgidos del debate entre razón y superstición, y yo siempre he intentado guiarme por lo primero, aunque mentiría si no admitiera que en más de una ocasión he mirado de reojo a lo segundo. Pero para el asunto que toca hoy, trece es una cantidad que lo único que me produce es cierto asombro. Esperemos que haya un catorce.
Este pequeño Licantropunk cumple trece años y, como de costumbre, la persona que recuerda todas las fechas le hace un regalo, el libro "Cine y navegación. Los 7 mares en 70 películas" de Fernando de Cea Velasco. Para mí Fernando de Cea no es otro que Ethan, experto timonel que con mano firme patronea desde hace muchos años "El blog de Ethan", así que celebrar este aniversario con una obra suya es celebrarlo doblemente: ¡Vivan los blogs! Este libro, recién publicado, ocupará un lugar destacado en mi biblioteca junto a otros de Fernando, ensayos y novelas que me han deslumbrado con su sabiduría cinéfila y con su excelente capacidad narrativa. Y me temo que lo mismo sucederá con éste: apenas lo he ojeado y ya ha empezado a atraparme cual maelstrom inexorable. A leer y a navegar por océanos de celuloide.

domingo, abril 08, 2018

"El sacrificio de un ciervo sagrado", de Yorgos Lanthimos

La razón y la superstición enfrentadas en duro combate mortal. En tiempos arcanos se realizaban sacrificios humanos para contentar a temibles deidades vengativas: detén tu mano, Abraham. La finalidad de la violencia era congraciarse con el destino, restituir el equilibrio en el mundo (el karma, el talión), y cuanto más profundo fuera el significado del holocausto, cuanto más querida fuera la víctima, mayor era el efecto de la sangre derramada sobre la fortuna esperada. O así se creía.
El cine de Yorgos Lanthimos ha sabido apuntar con precisión de francotirador hacia las paranoias existenciales del hombre moderno, un pretencioso sabelotodo que piensa que tener acceso a la información equivale a dominarla. La negación de las convenciones establecidas por las generaciones anteriores conduce a abismos de locura, a realizar saltos de fe que terminan con un cretino precipitándose al vacío. La filmografía del director ateniense supone una brillante colección de ejemplos de experimentación con las emociones de la raza humana, ratoncillos de laboratorio que son llevados a extremos vitales donde no queda otra cosa que pesimismo y desconcierto. La educación social, las relaciones afectivas, el miedo al compromiso, la muerte, la desconfianza en la justicia, temas que apuntalan títulos rotundos como "Canino", "Alps", "Langosta" o "El sacrificio de un ciervo sagrado". Cine extraordinariamente bien realizado: la cámara se coloca en ángulos desacostumbrados para a su vez descolocar el foco del espectador, llevar su mente a otra parte y hacerle obviar molestos prejuicios y reconfortantes certidumbres.
Con "Langosta" Lanthimos asumió el tránsito hacia repartos internacionales, fuera del localismo actoral griego que tan buenos frutos le proporcionó, éxito construido sobre actuaciones memorables como las de la actriz Aggeliki Papoulia, y que ahora se manifiesta en cierta perdida de naturalidad a la hora del desarrollo de sus demoledores personajes. De esa internacionalización repite el irlandés Colin Farrell y no está de más admitir que nunca le había visto mayor convicción en la pantalla que trabajando a las ordenes del director griego: notable actuación a la que se une la del joven Barry Keoghan interpretando a Martin, ese inquietante chaval. Hace poco leí que Colin Farrell volvía a ingresar en una clínica de rehabilitación buscando desintoxicarse de sus demonios interiores: quizá fuera mejor que se buscase un ciervo sagrado al que sacrificar y que ese acto terrible le alejase del vicio para siempre. Eso o un exorcista.

martes, abril 03, 2018

"Ready Player One", de Steven Spielberg

Anáil nathrach, orth bhais betha, do cheol déanta.
Escucho en la sala de cine el hechizo que se emplea en la película para poner en marcha no sé qué chisme "megapoderoso", y resulta que lo que logra el encantamiento es abrir el baúl de mis recuerdos cinéfilos, invitándome a que rebusque hasta encontrar en qué otra película oí pronunciar ese sortilegio impronunciable: el Conjuro de la Creación que Morgana intentaba sonsacarle al mago Merlín en "Excalibur" de John Boorman: el héroe de "Ready Player One" no se llama Perceval, entonces, por casualidad.
Spielberg entra de lleno en la posmodernidad con esta película: el pastiche como seña de identidad de los videojuegos, un revoltijo de iconos pop que proporcionan a los diseñadores de aventuras digitales un inmenso catálogo de personajes y de situaciones argumentales. Desde hace unos años diversas cifras de negocio han anunciado con frialdad que la industria del videojuego le ha ganado la partida a la industria cinematográfica, así que era cuestión de tiempo que Steven Spielberg, genuino rey Midas del Séptimo Arte, ofreciera una visión propia del fenómeno, mirada que contendrá, sin la menor duda de que sería así, un buen ejemplo del particular estilo del cineasta californiano: el sello Spielberg.
En el año 2001 ya se asomó a distopías cibernéticas con "A. I. Inteligencia Artificial", pero aquella cinta fue la continuación de un proyecto inacabado de Stanley Kubrick, así que se puede considerar "Ready Player One" (basada en la novela homónima de Ernest Cline) un trabajo propio. Y a Kubrick, y a muchísimos otros, rinde homenaje la película, un cúmulo impresionante de referencias al lado más popular de la cultura ligada al cine, al cómic y a los videojuegos de los últimos cuarenta años. Y solo con tener la ocasión de ver una carrera que cuente con el DeLorean de Marty McFly y la motocicleta de Kaneda entre los vehículos participantes, merece la pena darle una oportunidad al filme.
Platón liberó al ser humano de la caverna, de la falsedad de las sombras que se proyectaban en ella, y por lo visto en este siglo XXI por el que avanzamos (o retrocedemos), a la humanidad no le importaría retornar a aquella cueva primordial, encadenarse a su irrealidad y tirar la llave. Las redes digitales se llenan de opciones para convertirnos en cualquier cosa, en todo lo que en una mediocre existencia cotidiana ni por asomo se nos permite aspirar a ser. Aventuras, romances, revoluciones y desafíos sin límite nos esperan en universos artificiales alimentados por el enchufe eléctrico de la pared y una conexión de banda ancha, paraísos en los que nacer y morir a diario: sin compromisos, sin remordimientos, sin excusas. Pero si algo ha demostrado la posmodernidad, hueca, simplista y de consumo fácil, es que no debe tomarse demasiado en serio: jueguen su partida y regresen al mundo real, que, como se dice en la película, es el único sitio donde se puede comer dignamente.