jueves, agosto 27, 2015

"Magical girl", de Carlos Vermut


Todos los caminos me llevan al infierno.
Pero ¡si el infierno soy yo!
¡Si por profundo que sea su abismo,
tengo dentro de mí otro más horrible!

"El paraíso perdido", John Milton

El mundo, el demonio y la carne, los enemigos del alma, tres partes en las que se divide la película, anunciando que cualquier virtud que se pretenda mostrar está prohibida y que el único camino a señalar será el que conduce a las puertas de la perdición: atravesar la entrada a la estancia coronada por un lagarto negro, que en la película simboliza la última casilla de un juego sin premio. Pulsión de muerte, como teorizaba Sigmun Freud en "Más allá del principio del placer": de la "Venus de las pieles" de Leopold von Sacher-Masoch a "Justine" de Sade, de "La historia de O" de Pauline Réage a la última transgresión cinematográfica de Lars Von Trier en "Nymphomaniac". Bárbara, la niña de fuego de la canción de Manolo Caracol (al final incluyo una versión de ese tema realizada por Pony Bravo: no pretendo decir que sea mejor que la original, pero yo la he oído más veces): La Niña de Fuego te llama la gente y te están dejando que mueras de sed. De Eros a Tánatos.
Magical girls, uno de los múltiples subgéneros de los que está dotado el manga japonés (Carlos Vermut procede del mundo del cómic), niñas con habilidades mágicas, poseedoras de un objeto que les confiere un poder especial: el traje de Yukiko y su imprescindible varita mágica son el talismán apropiado para derrotar los terrores de la infancia, peor aún, del desfiladero de la adolescencia, peor aún, de la angustia irredenta de la edad adulta. El estilo de dibujo, lolitas japonesas de ojos lunares esculpidas en cera con sabor a fresa, esconde cierta perversión, deseos inconfesables de otakus descarriados, perturbados por la visión de la cosplay más bella de la última comic-con.
"Diamond flash", aquella película de superhéroes (más cómic por tanto), ópera prima de Carlos Vermut, creaba una atmósfera irreal, también se alimentaba de magia: de brujería en realidad, de legiones del mal contras fuerzas del bien. En "Magical girl", su segunda película, ha mejorado la estructura del guión resultando una cinta mucho más accesible que la ciertamente bizarra y desconcertante (no por ello mala) "Diamond flash". Y gana sobre todo en interpretaciones. Los actores de "Magical girl" realizan a la perfección su cometido. Todos son víctimas, formándose dos pérfidas relaciones ama-esclavo: de un lado Alicia (Lucía Pollán), la niña que quiere ser mágica, y Luis (Luis Bermejo) el padre desesperado por complacer a su hija; del otro Bárbara (Bárbara Lennie), que aparece como una antigua magical girl desolada por un poder que no supo controlar o que el resto del mundo no supo entender (los descarrilados de los cauces de la normalidad) y Damián (José Sacristán) profesor de Bárbara cuando era niña, al que un momento mágico encadenó, para siempre, al destino de la chica.
Pero esas dominaciones cambian de signo, de sentido e incluso de pareja, a lo largo de la trama, que termina volcándose en ambientes sórdidos y escenas violentas (aunque Carlos Vermut tiene el gran acierto de ser sutil y no explícito a la hora de mostrar barbaridades), moduladas por el pulso inigualable de la voz de José Sacristán (qué mal se les entiende a algunos actores jóvenes en el cine español actual, más allá de que estén más o menos dotados para la interpretación: cuando hay que hablar no vale eso de lucir abdominales y poner ojitos: son incapaces de vocalizar, dándote ganas de activar los subtítulos del DVD, así que si aparece algún maestro como Sacristán en pantalla y empieza a hablar, tus oídos se estremecen como si estuvieran escuchando una sinfonía de Beethoven). Diamond Flash era el nombre de un superhéroe salvador: de Diamond a Damián. De superhéroe a antihéroe.
El laberinto en que la película amenaza con llegar a convertirse, jeroglífico sin manual de instrucciones (el puzle inacabado de Damián), se solventa con acierto, generando una cinta extraña que logra mantener en todo momento la atención del espectador. Desenlaces fatales, pero círculos cerrados, aunque sin dar todas las explicaciones: en la vida real no existen las varitas mágicas. Además, así, haciéndote discurrir sobre lo visto y oído, esto del cine es mucho más interesante.

martes, agosto 25, 2015

"Qué extraño llamarse Federico", de Ettore Scola

El título de la película está tomado de los versos de otro Federico, del poema de Lorca "De otro modo": Llegan mis cosas esenciales. / Son estribillos de estribillos. / Entre los juncos y la baja-tarde, ¡qué raro que me llame Federico! El "raro" pasó a ser "strano" en la traducción italiana de los poemas del granadino (com'è strano chiamarsi Federico!) y extrañamente se ha quedado en la vuelta al español del título de la película. Federico y Ettore, nombres raros, les dice una prostituta, que recuerda a Anouk Aimée, a la que la pareja de directores de cine recogen en uno de sus paseos nocturnos en macchina, garbeos insomnes a la caza de conversaciones, de imágenes, de transeúntes fellinianos que sirvieran para construir su mítico imaginario. A mí no me parecen extraños. Federico por supuesto que no, en desuso en todo caso, una más de las denominaciones repudiadas por una modernidad iletrada y mediocre. Y el de Ettore tampoco, curiosamente, sólo sea por las tantas veces que Anna Magnani pronuncia el nombre de su hijo en la magnífica "Mamma Roma" de Pier Paolo Pasolini, alargando entre la resignación y la alegría la e inicial. ¡Eeeettore!
El biopic cinematográfico suele construirse basándose en recuerdos de otros. Se parte del interés por un personaje más o menos conocido, y la recopilación de hechos vitales del mismo desemboca en un retrato firmado que intente desvelar las claves de su existencia. Ettore Scola no ha tenido más necesidad que recurrir a las fuentes de la propia memoria. A propósito del vigésimo aniversario de la muerte de Fellini, Scola, amigo íntimo del gran maestro, desempolva el álbum de fotos, daguerrotipos felices, y elabora un alegre palimpsesto sentimental en el que al grabado ajeno termina superniendo los recortes de la vida de Scola, algo que a la vez que aporta veracidad al informe, lo llena de caracteres subjetivos. El retrato de Federico, el retrato de Ettore. No conozco la obra de Ettore Scola, clásico director de comedias italianas. Me temo que de la cinematografía de aquel país me he dedicado, esencialmente, a devorar títulos de directores cuyo apellido terminaba en "ni": Fellini, Rossellini, Pasolini, Antonioni. Seguro que a Scola también merece la pena descubrirle (bueno, no hay que exagerar, he visto películas de muchos otros directores italianos, películas que me han deslumbrado: De Sica, Visconti, Bertolucci, Moretti, Monicelli, Olmi, Pontecorvo, Garrone, Sorrentino, etc. Italia es uno de los grandes países de la Historia del Cine).
La película arranca con brillantez, los tiempos teñidos de sepia en los que ambos iniciaron sus carreras profesionales trabajando en el semanario satírico "Marc'Aurelio", escuela del chiste mayúsculo del humor gráfico, en la época en que existían publicaciones que vendían cientos de miles de ejemplares y apuntalaban a dibujantes, escritores y sus creaciones de cita semanal, como personajes de máxima popularidad. Buenos tiempos para el papel impreso que ya nunca volverán. El ambiente de la redacción de "Marc'Aurelio" construido por Ettore Scola me recuerda al mostrado por Óscar Aibar en "El gran Vázquez", al dibujado mucho antes por Carlos Giménez en "Los profesionales", o más recientemente por Paco Roca en "El invierno del dibujante": humildes oficinas editoriales rebosantes de creatividad y de ilusión por la sagrada tarea de maquetar las páginas de un periódico. 
Tras esa revisión de la juventud, la película (en la taquilla del cine la clasificaban como documental: no lo parece) se enreda en un vaivén de instantáneas improvisadas, como un anciano senil que desgrana sus recuerdos y al que le resulta, paradójicamente, más sencillo desenredar lo más antiguo. El estudio 5 de Cinecittà donde Fellini realizó la mayoría de sus obras, los ya mencionados paseos nocturnos, las figuras imprescindibles de Marcello Mastroianni y Giulietta Masina, los cinco premios Oscar, su multitudinario funeral. Y pasajes de sus películas: el circo y la melancolía mezclándose para engendrar una alegría de vivir inacabable.

lunes, agosto 24, 2015

"Locke", de Steven Knight

La puesta en escena sería la mejor cualidad de "Locke", más por desacostumbrada que por sorprendente. De hecho, si a la película se le suprimieran los diálogos, sustituyéndolos por una banda sonora tenue y lánguida, se obtendría un anuncio de coches de hora y media de duración, similar a aquel del eslogan ¿Te gusta conducir? que, hace unos años, se resistía a mostrar el vehículo y su marca, intentando vender únicamente sensaciones. "Locke" sería, precisamente, un comercial de la misma fábrica de automóviles: supongo que esos avispados alemanes habrán subvencionado adecuadamente el emplazamiento del producto. Y ese emplazamiento bien delimitado es el valor de "Locke", el valor y el riesgo, pues se puede terminar por cansar al espectador si no se produce un grado de tensión dramática que alimente la curiosidad por el viaje existencial, nocturno y solitario de Ivan Locke, Tom Hardy como aislado objeto de enfoque, en una interpretación que no admite lucimientos. Locke y sus circunstancias.
Una caja, un hombre y un teléfono. Así era la magnífica "Buried" dirigida por Rodrigo Cortés, la claustrofóbica cinta que hace unos años llevó a buen fin el reto de rodar en un espacio reducido la desventura de un tipo secuestrado en Irak y enterrado vivo. El aroma hitchcockiano que desprendía la película, transmitía con suma eficacia la angustia del pobre Ryan Reynolds al espectador de su desgracia. "Locke" también intenta encontrar la empatía del patio de butacas mediante el pinchazo de las conversaciones telefónicas del angustiado chófer: problemas familiares y problemas laborales, unos enlazando con los otros, nudo gordiano imposible de resolver sin cortarlo por lo sano. Los primeros, los personales, me parece que dan poco empaque al guión, sea porque ya están muy vistos. En todo caso me puedo solidarizar con los segundos: la voraz absorción vital que ejerce la empresa moderna sobre sus trabajadores, chupóptero insaciable de tiempo, de atención, de pensamientos, de desvelos. A pesar de ello para Locke aún existe la pasión por el trabajo bien hecho, el orgullo insobornable que produce la obra acabada, un afán insomne que no se paga ni con todo el oro del mundo. Quizás sea esa, realmente, la publicidad subliminal de la película.

lunes, agosto 03, 2015

"Mommy", de Xavier Dolan


Because maybe
You're gonna be the one that saves me
And after all
You're my wonderwall

"Wonderwall", Oasis

El ciclo veraniego de cine en versión original, programado un año más por los cines Van Dyck, proporciona la oportunidad de poder ver en pantalla grande esta película de Xavier Dolan, un título que llevaba tiempo prendido a la lista de pendientes, una lista que crece y crece cada día: el cine no se acaba nunca. La ocasión no se podía dejar pasar y sin duda mereció la pena. De Xavier Dolan, ese joven prodigio canadiense, había visto "Laurence anyways", y lo que me gustó, ahora se ve reforzado hacia un nivel mayor de excelencia. Almodovariano, escribí entonces, y ese adjetivo podría volver a aplicarlo: si en aquella era la transexualidad, en ésta son las madres, otro de los personajes mejor tratados por Pedro Almodóvar. En cualquier caso y aunque la referencia sea inmejorable, en "Mommy" Dolan demuestra que es Dolan, sin necesidad de auparse a los hombros de nadie.
El silencio. Curioso que en una película en la que se habla constantemente, verborrea incesante, sea tan importante lo que se calla: el dolor del pasado, del momento trascendental en que sucede algo y sabes que tu vida cambiará por completo, que ya nada será como fue, que no hay retorno. Madre e hijo, Die (Anne Dorval) y Steve (Antoine-Olivier Pilon), deben seguir adelante pero delante no hay nada, sólo un mañana imposible. Yocasta y Edipo (en algún momento de la proyección se asomó Louis Malle con "Un soplo al corazón", obra maestra sobre el amor maternal: rastrear "Madre e hijo" de Aleksandr Sokúrov sería mucho más complicado) perdidos en un laberinto del que no pueden salir juntos (cierta ley S-14 de Canadá se menciona antes de empezar la película, como un prólogo que puede convertirse en epitafio).
Die y Steve arrastrados por un temperamento pasional extremo, como si quisieran devorar cada instante de la vida, sobre todo en el caso del chico, que parece un dibujo animado escapado de Dibulliwood. La pareja encuentra el contrapunto ideal en el carácter tácito y en proceso de reinicio de su vecina Kyla (Suzanne Clément), otra naúfraga: tres robinsones que improvisan una balsa entrelazando sus dramas vitales como si fueran maderos recuperados del último pecio. Kyla es el personaje perfecto para que la película respire, para que el encuadre se rompa a la vez que suenan los acordes de "Wonderwall" de Oasis: el cine es un estado de ánimo (las viejas canciones que albergan el hálito de otros tiempos, el resguardo de la melancolía por lo que no ha de volver a vivirse jamás, pero que al menos fue vivido). Xavier Dolan demuestra en su cine una gran energía narrativa, fuerza cinematográfica al servicio de la cual no duda en poner en marcha cualquier recurso apropiado, técnico o artístico. Cine para conmover y para convencer. Gran Dolan.