viernes, mayo 31, 2019

"Vengadores: Endgame", de Anthony Russo y Joe Russo

No creo que haya discusión en cuanto a que conocer de antemano el desenlace final, o un giro argumental trascendente que forme parte de la trama de una película (o de una serie de televisión, o de una novela), puede producir una merma en el disfrute obtenido. Existirá el espectador que considere incluso imprescindible saber de qué va (esos terribles trailers que avanzan tres cuartas partes de un metraje) una cinta antes de dedicar su valioso tiempo personal a ella, pero de ahí a que deseé anticipar los sorprendentes detalles que probablemente contenga, va un mundo. Que te cuenten quién es el inesperado poseedor de la paternidad de Luke Skywalker, uno de los más famosos spoiler de la historia del cine, antes de ver "El Imperio contraataca" de Irvin Kershner, no es motivo inexcusable para no revivir con plenitud la fabulosa saga de "La Guerra de las Galaxias", pero fastidia un momento irrepetible: puedes ver una película muchas veces, pero ninguna como la primera vez.
El concepto de destripe (término que se aconseja emplear en idioma español antes que su pariente anglosajón) ha estado de gran actualidad en las últimas semanas, tanto por la televisiva "Juego de Tronos" como por el estreno de "Vengadores: Endgame", película de asistencia récord. En esencia estas producciones se constituyen en folletines audiovisuales que acaparan la atención de millones de espectadores durante años, hordas de acólitos insomnes a los que les parecería un acto infame que a algún afortunado madrugador de preestreno se le ocurriera volverse un bocazas incontenible, y más hoy día, cuando las redes sociales dificultan las oportunidades de aislamiento cognitivo. En ambos casos, para los tronos y los superhéroes, mis precauciones tuvieron un feliz resultado: logré alcanzar el final de la travesía sin atender cantos de sirena que arruinaran el viaje. Y soy capaz de predicar con el ejemplo, pues desde que empecé a escribir este blog uno de mis propósitos fundamentales fue el de hablar de un título sin contar la película, tarea que en más de una ocasión resultó complicada, pero que intenté llevar a cabo lo mejor que pude.
Dejemos los destripes para Jack y los trolls para los relatos de fantasía épica. En cuanto a "Vengadores: Endgame", algo habrá que escribir, pero tras el sermón pronunciado más vale no traicionarse. Cabe apuntar que el abuso de la autoreferencia y la parodia son señales inequívocas de desgaste en una saga cinematográfica. El capítulo anterior, "Vengadores: Infinity War", será el que marque la cima, el culmen narrativo, mientras que este episodio final se puede considerar un epílogo, un punto y final que sin embargo resulta demasiado extenso: los epitafios han de ser breves. Adiós a Los Vengadores, el más portentoso grupo jamás reunido y que ha logrado asombrarme desde niño. ¿Adiós o hasta luego? Teniendo en cuenta la taquilla recaudada por este game over, es muy posible que en breve vuelva a aparecer el reclamo de otro insert coin...

domingo, mayo 05, 2019

"La importancia de llamarse Oscar Wilde", de Rupert Everett

"The Happy Prince", en su título original inglés, como el nombre de su cuento más famoso, "El príncipe feliz", y como esa estatua desposeída debió sentirse Oscar Wilde en el final de sus días: no fue una golondrina: del todo a la nada. Sobre ese proceso de ruina personal, de desgraciado ocaso para el que fue máxima figura cultural y orgullo de la nación (el clamor del aplauso desaforado, el laurel del reconocimiento unánime), levanta Rupert Everett su denuncia: la caída de los dioses, de los genios, destruidos por la misma sociedad que los encumbró. En el caso de Oscar Wilde, la homosexualidad fue el crimen, la imperdonable condición humana que lo condenó al presidio primero y al destierro después.
Entronca esta película con otro título reciente, "Descifrando enigma" de Morten Tyldum, biopic del matemático Alan Turing en el que se le "acusa", nada menos, de haber ganado la Segunda Guerra Mundial. La gran recompensa le llegó pocos años después, inducido a suicidarse cuando se descubrió que, como le había pasado a Oscar Wilde medio siglo antes, su orientación sexual estaba perseguida por la ley. La moraleja de injusticia irreparable era, por tanto, más nítida en aquella película de 2015, mientras que en la cinta de Everett la cuestión de atropello colmado de sinrazón queda un poco velada al mostrar los desmanes festivos del apasionado Wilde frente al intelectualismo apacible de Turing. De ese aspecto se abusa en cierta medida, produciendo un retrato que abunda en lo sórdido y lo grotesco y a ratos aburre: también puede que la realidad supere la invención que muestran unos fotogramas: quizás cualquier relato histórico sea falso por naturaleza.
Pasan los años, las décadas, y el legado sobrevive, la obra se vuelve inmortal, bautizando con el nombre del condenado calles, teatros y centros escolares -la hipocresía de las masas produce compensaciones estériles- pero al príncipe que nunca más será feliz, todo eso ya le importa un bledo.