En el año 2010 el director de cine iraní Jafar Panahi fue encarcelado por rodar un documental que ponía el foco en las protestas que se producían en su país después de que las elecciones del 2009 hubieran proclamado ganador a Mahmud Ahmadinejad. Las sospechas de amaño en el escrutinio de los votos provocaron la revuelta popular de los descontentos, y en ciertos países del mundo, en fin, tomarse ciertas libertades que parecen fundamentales es más peligroso que en otros. En cualquier caso el cineasta es juzgado y condenado a seis años de cárcel, además de no poder viajar al extranjero ni hacer cine en un plazo de veinte años. Nada menos. Para un cineasta, un hombre armado con una cámara, la pena a cumplir parece un despropósito y la campaña internacional en favor de su causa da frutos rápidamente: tres meses después de su encarcelamiento es puesto en libertad bajo fianza.
Y en cuanto a lo de no hacer cine, bueno, desde entonces ya ha realizado tres películas (el empuje de Panahi por seguir adelante con su obra y con su oficio, frente a todo tipo de trabas y conflictos, es de los que no se creen), cintas en las que él mismo es protagonista y realizador: "Esto no es una película", rodada sin salir de su domicilio, "Pardé", que sería continuación de la primera, y al fin, "Taxi Teherán": el proscrito dando pasos cada vez más atrevidos hasta alcanzar de nuevo el exterior, y de nuevo, como una constante en su obra ("El círculo", "El espejo", "El globo blanco"), adentrándose en las pequeñas historias que se tejen cotidianamente en Teherán, vivencias que parecen intrascendentes y que sirven sin embargo para derribar fronteras, para hacernos pensar que la vida diaria en la capital persa no es tan distinta de la de cualquier otra parte del mundo, y que sus habitantes están tan lejos pero tan cerca de nosotros mismos.
viernes, septiembre 30, 2016
domingo, septiembre 25, 2016
"The Purge: La noche de las bestias", de James DeMonaco
Entre las 19:00 del día 21 de marzo y las 7:00 del día 22 de marzo, en ese intervalo de 12 horas, cualquier crimen será legal, y por tanto no se producirá ninguna detención o enjuiciamiento de los ciudadanos que decidan ejercer actos violentos sobre el resto de la población. Se podrá emplear el tipo de armamento que se desee, exceptuando explosivos, bazucas, granadas, o cualquier otro arma de poder destructor superior. Durante ese tiempo, los servicios de emergencia estatales, como son bomberos, policías o ambulancias, estarán desactivados. Esta es la premisa sobre la que se asienta la trama de "The Purge", la abolición temporal del contrato social de Rousseau, del orden establecido, del imperio de la ley, una cláusula al margen de la constitución estadounidense para un futuro cercano.
La película asegura que, gracias a ese desenfreno violento del vecino contra el vecino, el "Duelo a garrotazos" de Goya en versión yanqui, el país ha logrado un crecimiento económico inusitado y unas tasas de paro despreciables. ¿Sería imaginable que una sociedad civilizada permitiera desmanes semejantes? Antecedentes los hay. Por ejemplo la Sharia, ley islámica que concede derecho de venganza a los familiares de un asesinado, leitmotiv de la reciente "Lejos de los hombres" de David Oelhoffen, protagonizada por Viggo Mortensen, y que transporta, de modo magnífico, aires de western al desierto de Argelia en la época de la guerra de independencia contra el poder colonial francés. Y muchos siglos antes, el ejemplo se encuentra en Esparta, donde existía la costumbre de la Krypteia, rito iniciático para los jóvenes guerreros espartanos, que eran soltados en el monte para que durante la noche asesinaran a todos los ilotas (casta de esclavos) que les viniera en gana. Esta lucha desigual entre ricos y pobres es la que realmente pone de manifiesto "The Purge": la purga, entendida como la masacre de sujetos indeseables para las clases altas, es decir, la caza del que no dispone de medios para pasar esa noche bien guarecido en casas convertidas en fortalezas. Eso y el ya tan familiar cariño de los habitantes de Estados Unidos por su arsenal doméstico, mascotas que gustan de sacar a pasear de vez en cuando, y, puestos en ello, poner a prueba en institutos, centros comerciales, o cualquier otra aglomeración de personal: decía André Bretón que el mayor gesto del surrealismo sería salir a la calle con un revólver en cada mano y ponerse a disparar, de modo azaroso, hacia la multitud: Estados Unidos, ese país surrealista: sólo hay que fijarse en que Donald Trump puede ser su presidente.
Pero todas estas divagaciones sólo se apuntan en "The Purge". En realidad la cinta apenas ahonda en las causas que llevan a una nación a promulgar un edicto semejante, algo que le otorgaría a la película un interés mayor, y se centra en ser una película de acción más, al estilo de "Asalto a la comisaria del distrito 13", pero no tanto en la versión de John Carpenter sino en el remake moderno de Jean-François Richet, también protagonizada por Ethan Hawke al igual que "The Purge": Mr. Hawke, ese flamante premio Donostia, pero que lo es por hacer películas que no son las mencionadas en esta entrada. Y se puede ir más atrás de aquella comisaría de Detroit, y con más acierto, aproximándonos a la casa que Dustin Hoffman defendía en "Perros de paja" de Sam Peckinpah, porque "The Purge" desemboca en la misma violencia sin control y acaba siendo violencia por violencia, un baño de sangre sin mayores pretensiones. Queda sin embargo un epílogo de empaque, una escena que invita a pensar cómo será el día siguiente para vecinos que han estado a punto de matarse y que se encontrarán, casualmente, en la cola de la pescadería. ¿Serán capaces de esperar un año?
La película asegura que, gracias a ese desenfreno violento del vecino contra el vecino, el "Duelo a garrotazos" de Goya en versión yanqui, el país ha logrado un crecimiento económico inusitado y unas tasas de paro despreciables. ¿Sería imaginable que una sociedad civilizada permitiera desmanes semejantes? Antecedentes los hay. Por ejemplo la Sharia, ley islámica que concede derecho de venganza a los familiares de un asesinado, leitmotiv de la reciente "Lejos de los hombres" de David Oelhoffen, protagonizada por Viggo Mortensen, y que transporta, de modo magnífico, aires de western al desierto de Argelia en la época de la guerra de independencia contra el poder colonial francés. Y muchos siglos antes, el ejemplo se encuentra en Esparta, donde existía la costumbre de la Krypteia, rito iniciático para los jóvenes guerreros espartanos, que eran soltados en el monte para que durante la noche asesinaran a todos los ilotas (casta de esclavos) que les viniera en gana. Esta lucha desigual entre ricos y pobres es la que realmente pone de manifiesto "The Purge": la purga, entendida como la masacre de sujetos indeseables para las clases altas, es decir, la caza del que no dispone de medios para pasar esa noche bien guarecido en casas convertidas en fortalezas. Eso y el ya tan familiar cariño de los habitantes de Estados Unidos por su arsenal doméstico, mascotas que gustan de sacar a pasear de vez en cuando, y, puestos en ello, poner a prueba en institutos, centros comerciales, o cualquier otra aglomeración de personal: decía André Bretón que el mayor gesto del surrealismo sería salir a la calle con un revólver en cada mano y ponerse a disparar, de modo azaroso, hacia la multitud: Estados Unidos, ese país surrealista: sólo hay que fijarse en que Donald Trump puede ser su presidente.
Pero todas estas divagaciones sólo se apuntan en "The Purge". En realidad la cinta apenas ahonda en las causas que llevan a una nación a promulgar un edicto semejante, algo que le otorgaría a la película un interés mayor, y se centra en ser una película de acción más, al estilo de "Asalto a la comisaria del distrito 13", pero no tanto en la versión de John Carpenter sino en el remake moderno de Jean-François Richet, también protagonizada por Ethan Hawke al igual que "The Purge": Mr. Hawke, ese flamante premio Donostia, pero que lo es por hacer películas que no son las mencionadas en esta entrada. Y se puede ir más atrás de aquella comisaría de Detroit, y con más acierto, aproximándonos a la casa que Dustin Hoffman defendía en "Perros de paja" de Sam Peckinpah, porque "The Purge" desemboca en la misma violencia sin control y acaba siendo violencia por violencia, un baño de sangre sin mayores pretensiones. Queda sin embargo un epílogo de empaque, una escena que invita a pensar cómo será el día siguiente para vecinos que han estado a punto de matarse y que se encontrarán, casualmente, en la cola de la pescadería. ¿Serán capaces de esperar un año?
jueves, septiembre 15, 2016
"La espera", de Piero Messina
La visita que nadie desea, la que cuando llega sume las habitaciones en penumbra, cubre con tela negra los espejos y rompe el silencio con llantos inconsolables: nadie debería sobrevivir nunca a sus hijos. En "Alps" de Yorgos Lanthimos, una agencia proporcionaba afectos de reemplazo: ante la pérdida irrecuperable, un actor ocupaba el puesto abandonado, procurando llenar el vacío afectivo. Así parece funcionar "La espera", la madre y la novia ahuyentando el luto, negando el suceso: no ha sido la muerte, ha sido la voluntad: se fue porque le dio la gana.
Para resaltar la vía de escape, los fotogramas se empeñan en colmarse de belleza, en lograr que cada encuadre capture el entorno siciliano donde se desarrolla la acción con el mayor esplendor posible, un vicio de opera prima que aquí despunta en virtud: naturaleza y juventud, tradición y madurez, frente a frente y desbordando cada plano.
Y, cómo no, Juliette Binoche desplegando una actuación sublime, tan contenido el gesto como intensa la emoción, sin conceder al espectador el desahogo de la lágrima fácil, un aplomo interpretativo que reafirma a la actriz en la cima del cine europeo y que coloca a su compañera de duelo y de protagonismo, Lou de Laâge, a la espera, precisamente, de otras cintas con menor competencia en el reparto.
Para resaltar la vía de escape, los fotogramas se empeñan en colmarse de belleza, en lograr que cada encuadre capture el entorno siciliano donde se desarrolla la acción con el mayor esplendor posible, un vicio de opera prima que aquí despunta en virtud: naturaleza y juventud, tradición y madurez, frente a frente y desbordando cada plano.
Y, cómo no, Juliette Binoche desplegando una actuación sublime, tan contenido el gesto como intensa la emoción, sin conceder al espectador el desahogo de la lágrima fácil, un aplomo interpretativo que reafirma a la actriz en la cima del cine europeo y que coloca a su compañera de duelo y de protagonismo, Lou de Laâge, a la espera, precisamente, de otras cintas con menor competencia en el reparto.
sábado, septiembre 10, 2016
"Café Society", de Woody Allen
Al rato de estar viendo la película, estaba claro que algo había cambiado. Los ojos, acostumbrados a disfrutar del cine de Allen con cadencia anual, percibían algunas diferencias nítidas en los encuadres y en el tratamiento de la luz. La cámara se hacía patente, en mayor medida, de lo que había sido en las cintas dirigidas por el director neoyorquino en los últimos veinte años, más o menos. Después me enteré de que por primera vez abandonaba el celuloide para rodar en digital, algo a lo que se ven abocados, quieran o no, la mayoría de cineastas de la actualidad, pero además me enteré de que, por primera vez también, Vittorio Storaro, ya mítico director de fotografía, había perfilado los fotogramas de una película de Woody Allen con su característica paleta de colores cálidos. Con todo esto, lo que me pareció realmente es que la obra del octogenario autor nacido en Brooklyn tiene aún capacidad suficiente para sorprenderme.
En su nueva lección de cine Woody Allen establece una soterrada confrontación entre Nueva York y Los Ángeles, sin pudor en cuanto a dejar claras sus preferencias. Hollywood en los años 30 es una fábrica de películas dominada por los grandes estudios, un ecosistema feroz donde codicia y talento deben intentar acomodarse en el mismo hueco y que apenas deja resquicio para penetrar en él a los que no están dispuestos a aceptar las reglas del juego ("El último magnate" en novela inacabada de Fitzgerald o en la película de Kazan es la referencia habitual). Y sin embargo en la costa este sucede otro tanto: Café Society es un término referido a la Jet Set de entonces, aquella que cada noche acudía a lujosos clubes nocturnos a lucir su posición social junto al resto de la manada de potentados neoyorquinos. Y a escuchar música en directo, claro, la que nunca para de sonar en el cine de Allen.
Todos quieren trabajar para Woody. Debe haber bofetadas por trabajar a sus órdenes: raro es el actor o la actriz que repite. Repartos llenos de nombres conocidos dispuestos a rebajar sus sueldos al mínimo. Para esta historia de desamor (de religión, de muerte, de familia: los temas constantes, los dobles sentidos, los enredos, todo enriquecido por la sabiduría vital de sus diálogos geniales) la pareja protagonista la forman Kristen Stewart, que está muy bien (Allen es un estupendo director de actrices: en los últimos diez años dos premios Oscar para ellas) y Jesse Eisenberg, que no tanto: el protagonista masculino de sus películas ya sabe que tiene que hacer el papel que Woody Allen, por edad, ya no puede encarnar, pero Eisenberg sólo sabe hacer de Eisenberg, me temo. A ellos se une, a última hora, Steve Carell en un papel que iba a realizar Bruce Willis, pero que Carell defiende a la perfección, el papel del tercero en discordia. Gran actor, también surgido de la comedia, pero que a diferencia de Eisenberg sabe adaptarse sin problemas a las necesidades del libreto, una trama que en "Café Society" retrata la nostalgia de amores antiguos, los que a pesar de los años siguen unidos por un hilo invisible, rescoldos que en un ningún caso conviene remover y que es mejor dejarlos donde están, adornando días felices de un pasado inexistente.
En su nueva lección de cine Woody Allen establece una soterrada confrontación entre Nueva York y Los Ángeles, sin pudor en cuanto a dejar claras sus preferencias. Hollywood en los años 30 es una fábrica de películas dominada por los grandes estudios, un ecosistema feroz donde codicia y talento deben intentar acomodarse en el mismo hueco y que apenas deja resquicio para penetrar en él a los que no están dispuestos a aceptar las reglas del juego ("El último magnate" en novela inacabada de Fitzgerald o en la película de Kazan es la referencia habitual). Y sin embargo en la costa este sucede otro tanto: Café Society es un término referido a la Jet Set de entonces, aquella que cada noche acudía a lujosos clubes nocturnos a lucir su posición social junto al resto de la manada de potentados neoyorquinos. Y a escuchar música en directo, claro, la que nunca para de sonar en el cine de Allen.
Todos quieren trabajar para Woody. Debe haber bofetadas por trabajar a sus órdenes: raro es el actor o la actriz que repite. Repartos llenos de nombres conocidos dispuestos a rebajar sus sueldos al mínimo. Para esta historia de desamor (de religión, de muerte, de familia: los temas constantes, los dobles sentidos, los enredos, todo enriquecido por la sabiduría vital de sus diálogos geniales) la pareja protagonista la forman Kristen Stewart, que está muy bien (Allen es un estupendo director de actrices: en los últimos diez años dos premios Oscar para ellas) y Jesse Eisenberg, que no tanto: el protagonista masculino de sus películas ya sabe que tiene que hacer el papel que Woody Allen, por edad, ya no puede encarnar, pero Eisenberg sólo sabe hacer de Eisenberg, me temo. A ellos se une, a última hora, Steve Carell en un papel que iba a realizar Bruce Willis, pero que Carell defiende a la perfección, el papel del tercero en discordia. Gran actor, también surgido de la comedia, pero que a diferencia de Eisenberg sabe adaptarse sin problemas a las necesidades del libreto, una trama que en "Café Society" retrata la nostalgia de amores antiguos, los que a pesar de los años siguen unidos por un hilo invisible, rescoldos que en un ningún caso conviene remover y que es mejor dejarlos donde están, adornando días felices de un pasado inexistente.
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