martes, diciembre 31, 2019

“El irlandés”, de Martin Scorsese

La suma de horas de placer cinéfilo que nos han concedido figuras del séptimo arte de la talla de Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci o Martin Scorsese,es realmente grande: póquer de italoaméricanos a los que añadir el nombre de Harvey Keitel, que no tiene el mismo origen étnico en sus apellidos pero cuando menos tiene el mismo talento. Así, saber que a estas alturas de la película una nueva producción iba a propiciar la reunión en un mismo plató de rodaje de todos ellos, era una noticia que generaba una expectación cinematográfica inmensa. La duda por aclarar estaba en descubrir si esas esperanzas resultarían vanas.
Otra película de la mafia. A los que hemos visto tantas, esa sentencia, ese “otra más”, puede resultar coherente, deseable, y en ningún modo tratarse de un término peyorativo. Por otro lado, la oportunidad de acercar con esta oferta actual el género a nuevas generaciones de espectadores no es desdeñable. ¿Supondrá el estreno de “El irlandés” en la mayor plataforma mundial de streaming un reverdecimiento del esplendido celuloide dedicado a la Cosa Nostra durante décadas, un motivo para que ojos renovados se asomen a filmografías imprescindibles? Me temo que no, al menos en el sentido ofrecido por Martin Scorsese para su última película. Los consumidores actuales de series de todo orden y condición, buscan en su mayoría otra velocidad narrativa, otras historias. Ese objetivo de mediocridad de consumo inmediato, ha llevado a emitir múltiples acusaciones a “El irlandés” de ser una película larga y sobre todo lenta, como si su frecuencia en fotogramas por segundo fuera menor que la de otras cintas: la lentitud no habrá de buscarse en el proyector, sino en la sinapsis del espectador casual poco dispuesto a realizar el menor esfuerzo cognitivo.
La autobiografía de Frank “The Irishman” Sheeran, proyecto largamente acariciado por Scorsese, es el foco de la trama: un repaso a treinta y cinco años de posguerra, llenos de violencia y corrupción, a través de la figura de un excombatiente, interpretado por De Niro, que de camionero de carne congelada llega a ser protagonista por mérito homicida en el ámbito del crimen organizado estadounidense: I heard you paint houses. Pero si por algo llegó a ser realmente conocido Mr. Sheeran, fue por ser la sombra del omnímodo sindicalista Jimmy Hoffa. Kennedy, Hoover, Nixon, McCarthy…, Hoffa. Ese apellido merece nombrarse dentro de un grupo que representa como ninguno el poder en la política y en la sociedad de Estados Unidos durante buena parte del siglo XX. Hoffa, presidente del mayor sindicato de camioneros de la época, podía presumir de tener la capacidad de paralizar su nación con el chasquido de los dedos. Y Al Pacino, en la piel del personaje, arrolla las secuencias en las que participa con una energía desbordante.
En realidad, este mítico reparto al completo –completado con grandes secundarios– logra arrancar a los caracteres en los que debe introducirse unas interpretaciones portentosas: actores crepusculares en una historia crepuscular: será por eso: canto del cisne para cuatro antiguos cómicos a punto de convertirse en octogenarios. Pesci lleva cuasi-retirado bastante tiempo (lo que no impide que esté fenomenal en su papel), no así los otros tres. De Niro ha demostrado estar en plena forma en otra de las películas del año, “Joker” y Pacino también se ha dejado ver por otra de las renombradas del anuario, “Erase una vez en... Hollywood”. Así que lo de “canto del cisne” mejor aparcarlo de momento. Gran película, gran director, grandes actores.
Queda por decir algo malo de una película buena, que he visto dos veces y la segunda con mejores sensaciones aún que con la primera. Lo malo, o al menos no tan bueno, sería el poco texto que se le ha concedido a la actriz Anna Paquin. Su intervención como conciencia familiar del brutal irlandés resulta fundamental para una historia en la que la doble vida del criminal y sus consecuencias a largo plazo son uno de sus puntos fuertes. Bien es verdad que las relaciones entre todos los personajes de esta trama se nutren de miradas y sobreentendidos: no es nada fácil trasmitir ese lenguaje al espectador y la película lo logra con creces. Y lo otro malo, o en este caso lo peor, se encuentra en el rejuvenecimiento digital del propio De Niro, alguien de quien todos sabemos de sobra cómo era con cuarenta años menos y no es ese que aparece en la pantalla. El lenguaje cinematográfico nunca ha tenido problema para introducir un segundo actor en las escenas de juventud de cualquier personaje (Robert De Niro lo fue de Marlon Brando en “El Padrino II”, nada menos, con gran éxito, y no fue Don Vito Corleone veinteañero por su parecido con Brando, precisamente), un recurso que siempre chirriará menos, aunque parezca mentira, que el gato por liebre informático. Pero me temo que esa técnica, ay, ha llegado para quedarse: usar y abusar de ella sin reparo. Y, si el prestigio de Martin Scorsese, encima, le concede patente de corso, pues no quedará más que acostumbrarse: ya está uno muy mayor para que encima lo anden acusando de retrogrado.

sábado, diciembre 28, 2019

"Puñales por la espalda", de Rian Johnson

Los métodos policiales avanzan que es una barbaridad. El nivel técnico actual es tan abrumador a la hora de aprovechar los recursos disponibles para descubrir y catalogar pistas que conduzcan a la detención del –presunto– culpable de un crimen (ver la excelente serie británica “Line of Duty” para hacerse una buena idea del estado del arte), que la pregunta crucial acerca de “Puñales por la espalda” reside en saber si, a estas alturas, es posible plantear una trama detectivesca cuasidecimonónica como las que maquinaban las mentes geniales de autores como Agatha Christie o Arthur Conan Doyle. En ese sentido se puede entender “Puñales por la espalda” como un homenaje a un género perdido, un cluedo postmoderno en el que hasta el nombre del detective protagonista, Benoit Blanc (Daniel Craig), alude a la estirpe del mítico investigador belga Hercule Poirot. Y eso a pesar de tener cara de James Bond millennial
Ana de Armas contempla altiva, desde el balcón de la mansión, reina recién coronada, a la manada wasp que la ha tratado con el disimulado menosprecio que la América blanca más rancia reserva para su mano de obra esclava inmigrante. Así, Rian Johnson emplea también esta cinta para modelar una alegoría de la situación política que atraviesa Estados Unidos en estos tiempos vacuos y ejercer a la vez cierto derecho a la justicia poética, una suerte de victoria moral que, como todas las de esa clase, no sirve para nada. Sin embargo sí puede ser un aval suficiente para que Ana de Armas, actriz cubano-española, consiga figurar en todas las nominaciones a premios que están por llegar, y lo haga por delante de sus compañeras de reparto: el histrionismo siempre al borde de un ataque de nervios de Toni Collette o el aplomo actoral indiscutible de Jamie Lee Curtis.
Al director Rian Johnson lo descubrí en la estupenda “Brick”, aquel sorprendente paseo hard boiled por un instituto de secundaria. Su carrera continuó con éxito por los saltos temporales de “Looper” y, hablando de saltos, el siguiente fue ni más ni menos que al hiperespacio en el “Episodio VIII: Los últimos jedi”.De este modo, habiendo demostrado sobradamente su capacidad como director solvente y guionista original, apuntala su trayectoria en una de un género ausente de cualquier moda o tendencia en boga, una intriga de asesinatos en mansión antigua que en ningún momento huele a naftalina y que reverdece páginas amarillentas de viejas novelas de bolsillo.

jueves, diciembre 26, 2019

"Star Wars: Episodio IX - El ascenso de Skywalker", de J. J. Abrams

Volver a cerrar una saga por tercera vez se puede considerar un ejercicio de orden bastante inútil. Tres trilogías para conformar un paquete en el que la virtud de ser considerada una obra de arte acabada sólo penderá del tenue hilo de la oportunidad comercial. Múltiples ocasiones de negocio abordan una galaxia cuyo futuro se ensueña colmado de secuelas, precuelas, spin-offs, parques temáticos y mercadotecnia infinita: demasiado jugoso es el pastel como para no volver a cocinarlo más veces. Pero estaba claro que la rama principal de la mitología post-moderna, ubicua y celebérrima que George Lucas pergeñó hace cuatro décadas merecía un cierre –aunque sea un cierre de los que dejan la puerta entornada– a la altura de su fama universal. Y no lo ha tenido.
J. J. Abrams vuelve a pilotar el Halcón Milenario después de conducirlo un rato durante el "Episodio VII: El despertar de la Fuerza", ocasión en que lo hizo, a mi entender, de forma sumamente eficaz, aunque fuera a base de copiar sin reparo los pilares argumentales del “Episodio IV: Una nueva esperanza”, germen del drama interestelar de la familia Skywalker. Rian Johnson tomó el mando para el "Episodio VIII: Los últimos jedi" y mantuvo el nivel galáctico, si bien empezaba a hacerse patente el abuso en el empleo de los acostumbrados personajes planos (y muy monos, eso sí), que han supuesto un continuado lastre (ewoks, Jar Jar binks, Darth Vader de niño, el pingüinillo que aparece en el episodio VIII y que no sé cómo se llama, etc.) de la impresión crítica generada por esta gran ópera espacial (¡esa banda sonora!) que siempre brilló, ante todo, en el matiz épico de su pasión heroica. Abrams pilota de nuevo pero pierde el rumbo durante buena parte del metraje.

Se podría entender que se ha preestablecido un reparto ecuánime del protagonismo concedido a los personajes genéricos de Star Wars en esta tercera trilogía, de modo que el episodio VII se centraría en Han Solo (Harrison Ford), el VIII en Luke Skywalker (Mark Hamill) y el IX en Leia Organa (Carrie Fisher). Esta ecuación proporcionaría una coartada al episodio IX, pues el fallecimiento prematuro de la actriz Carrie Fisher supuso un indisimulable trastoque de los planes originales que la productora Disney podría tener a la hora de amortizar la compra de Lucasfilm. Así, dos terceras partes del episodio IX son empleados en una atolondrada “búsqueda del tesoro” en la que se encajan, de cuando en cuando y de mala manera, recortes antiguos de Carrie Fisher interpretando a la princesa Leia: fotogramas reciclados que no han sido incorporados a la cinta de una forma mínimamente elegante: un despropósito: tantos nombres en los créditos y ninguno capaz de alzar el dedo para señalar una torpeza tan evidente.

Quedará el esperado desenlace, una parte final –parte contratante de la tercera parte– que será la que pueda salvar la galaxia y al menos ofrecer respuesta al mayor enigma planteado en esta última trilogía, que será el del origen de Rey (Daisy Ridley). En cuanto a sus compañeros Poe (Oscar Isaac) y Finn (John Boyega), pasean por este capítulo sin la menor oportunidad de lucimiento, sobre todo en el caso de Boyega: de renegado stormtrooper a descafeinado general rebelde. El cuarto joven héroe en discordia, Kylo Ren/Ben Solo interpretado por Adam Driver, será el personaje por el que al actor, que está a punto, si no lo es ya, de convertirse en icono de prestigio para el Séptimo Arte, le preguntarán como anécdota en las entrevistas que están por venir. 
Rey, Poe y Finn, un ménage à trois para el que el cine del siglo XXI se encuentra menos receptivo que el del siglo XX y que se va a quedar en pálido reflejo del trío formado por Leia, Luke y Han. La actualidad, de consumo rápido y escasamente paladeado, no permite el asentamiento de los mitos cinematográficos: el suceso cinéfilo que se anclaba indeleble en una generación pasó a la historia, difícilmente se vuelve a dar, y cualquier alegoría trascendente dura lo que un tweet y vale lo que es capaz de recaudar. Pero a los que los inmortales acordes de la música que John Williams compuso para la saga les provoquen un escalofrío en la espalda, a esos la fuerza les acompañará siempre.

domingo, noviembre 24, 2019

"Mientras dure la guerra", de Alejandro Amenábar


Miguel de Unamuno y Jugo, ese salmantino nacido en Bilbao. Sí, tan salmantino como el río Tormes, el hornazo o el frío de noviembre. Tanto es así, que cualquier charrito de pro (o al menos muchos de ellos) es capaz de describir, con pelos y señales, lo acontecido el día 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. A la popularización de este episodio señalado de la historia de nuestra ciudad, contribuyó que, hace una década, el alcalde de entonces, del Partido Popular, colgara en la balconada del ayuntamiento una pancarta en la que se leía el célebre lema unamuniano "venceréis pero no convenceréis". Aquel acto propagandístico formaba parte de una campaña en contra del traslado de parte del archivo de la Guerra Civil, sito en Salamanca, a tierras catalanas, y a más de uno nos hizo alzar las cejas tamaña paradoja: un regidor de derechas apropiándose de un mito de la izquierda, del antifranquismo: como si le hubiera dado por mostrar unos versos de "La Internacional", en fin, y perdóneseme la ocurrencia.
Esa apropiación de iconos, de símbolos de prestigio que otorgan lustre a una causa determinada, está muy presente en "Mientras dure la guerra". Unamuno era, a la sazón, el gigante intelectual del que solo se esperaba que sentenciara verdades inamovibles, una fuente de sabiduría universal que, por sostener sus convicciones contra viento y marea, había padecido un tiempo de destierro en Fuerteventura durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera. A los salmantinos se nos calienta la boca con facilidad, dato que cualquiera puede corroborar dándose un paseo por sus tabernas (¿quedan tabernas aún?). Pero las palabras de don Miguel tenían eco, además, más allá de las fronteras españolas, de modo que el efecto de sus calentamientos tardaba bastante en templarse. Con 72 años y tras haberse podido hacer una idea certera de las consecuencias del levantamiento del 18 de julio, tenía dos opciones. La primera era morderse la lengua, seguir apoyando un golpe de estado al que inicialmente había concedido un respaldo robusto y disfrutar de las prebendas de constituirse en intelectual del régimen. La segunda era no permanecer impasible ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos y que habían sumido a su querido "alto soto de torres" y, por extensión, a toda España, en un terrorífico estado de violencia inmisericorde: delaciones, secuestros y fusilamientos: fueron a por los rojos, pero como yo no era rojo... Esa escalada represiva sepultaba sin remedio los valores de la civilización occidental, tan defendida por el eterno rector, y ya se sabe que si se frota mucho la lámpara acaba saliendo el genio: uno contra cientos, armado únicamente con la palabra, en aquella mañana de octubre. El tiempo le dió la razón y al final el que ha vencido es él (la lectura imprescindible para asomarse al último año de vida de Miguel de Unamuno se encuentra en "Agonizar en Salamanca" de Luciano G. Egido, gran novelista de la historia de Salamanca en distintos momentos de su existencia).
La película de Amenábar retrata tanto el camino de la caída pública de Unamuno como, en antagonía indisimulable, el ascenso imparabable del dictador Franco. Tan interesante es la ruta que conduce al enfrentamiento abierto entre el rector Miguel de Unamuno y el general José Millán-Astray el Día de la Raza del 36, como la que nombra a Francisco Franco generalísimo en el aeródromo de San Fernando, cerca de Ciudad Rodrigo. Si Karra Elejalde logra una interpretación emotiva (pasada de melodrama en algunas secuencias) de la figura unamuniana, no menos eficaz resulta el catálogo de mandos del bando nacional encarnado, entre otros, por Santi Prego, Eduard Fernández o Tito Valverde. El tándem formando por Franco y Millán-Astray ya permitió lucirse con éxito a Juan Echanove y Juan Luis Galiardo en "Madregilda" de Francisco Regueiro, forzando la caricatura pero aprovechando al máximo los tópicos éticos y estéticos que esa pareja de militares ha dejado para la posteridad. Santi Prego y Eduard Fernández también apuran el regalo dotando a la escena de una pátina de verosimilitud que no pasa desapercibida al espectador.

Al escuchar o leer las distintas opiniones que ha suscitado esta película en el público en general, recordé el título de un excelente libro del historiador Juan Eslava Galán: "Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie". Cuando una película aborda un suceso histórico del pasado, lo falso siempre queda por encima de lo verídico, pues lo que se realiza es una dramatización sentimental del hecho, no un retrato realista, objetivo que resultaría imposible. De lo que dijo Unamuno aquel día en la universidad hubo muchos testigos pero pocos testimonios, algunos de los cuales se contradicen en cuanto al contenido de las palabras pronunciadas. Si, yendo un paso más allá en lo imposible, se intenta dar acta notarial al contenido de sus conversaciones familiares o de las charlas que mantuvo en sus paseos con Atilano Coco o Salvador Vila, fácilmente se constatará la futilidad de la tarea. No es Unamuno y su vida, es un reflejo que podrá convecer más o menos al espectador, pero que no debe tomarse como verdad irrefutable. Así, las críticas que más perplejo me han dejado son las que censuran la película por humanizar la figura del dictador en la impecable actuación de Santi Prego. Algo parecido escuché cuando el añorado Bruno Ganz interpretó a Adolf Hitler en la espléndida "El hundimiento" de Oliver Hirschbiegel, cinta a la que se atacaba porque Hitler aparecía como un ser humano. Igual algún cretino se piensa que los dictadores vienen de Marte...