El comienzo produce desconcierto. Se suceden intercaladas en el montaje las secuencias de unos hombres de aspecto triste, humilde, que parecen salir de una oscura fábrica o de un asilo para pobres, y las imágenes de un grupo de jóvenes que corren alborotando felices por la calle, disfrazados y maquillados como si celebraran un carnaval. ¿Qué sentido tendrá mezclar a unos que viven la realidad fría, callada, con otros inmersos en su fantasía festiva?
Un exitoso fotógrafo de moda (tirano soberbio y vanidoso), en medio del swinging London de los sesenta. Sus sesiones de fotos devoran a la modelo, se convierten en un clímax voyerista. Placer adicto, el infatigable ojo de la cámara arrasado por su pulsión artística acecha a una pareja en un parque: la mirada (la ventana, el objetivo, el plano) indiscreta hace que un cadáver se fije en el rollo de película desencadenando un thriller improbable:la duda del engaño de una mente agotada por la vida a la carrera.
Un concierto de "The Yardbirds". El público asiste impasible. De repente, un músico enfadado con su amplificador destroza su guitarra y arroja el mástil a la platea, produciendo una avalancha de fanáticos ávidos por recoger el fetiche, el tótem de su dios. El ganador huye con el objeto y después lo tira, despreocupado, en medio de la calle. ¿Para qué sirve un inútil trozo de guitarra o una enorme hélice de avión? ¿Por qué esa avaricia de coleccionista? Modernidad en busca de símbolos, de un carácter perdido o que nunca se tuvo.
La sensación que deja es que el director critica una sociedad (parte de un relato de Cortazar que no he leído: "Las babas del diablo") construida sobre apariencias en la que el mismo se ve inmerso: intrascendente arte pop de rápida factura y aún más rápida digestión; placer fácil de sexo sin compromisos y drogas a gogó. Horror vacui. Todo es efímero bajo el lema del consume hasta morir.
El fotógrafo se agacha y recoge la pelota invisible que un mimo lanzó.
Vaya, otra obra maestra.
Por cierto, la película fue famosa también por tener un plano de un desnudo en el que se muestra vello púbico: escena pueril donde las haya. Claro, visto ahora, que en aquel entonces debió ser la bomba.
lunes, marzo 30, 2009
jueves, marzo 26, 2009
"El carnicero", de Claude Chabrol
Todo comienza con una boda de pueblo. Ese "de" coloca un adjetivo peyorativo, pero nada más lejos de mi intención: si bien todas las bodas se parecen las que se celebran en los pueblos tienen algo especial: candidez e inocencia apenas tapada por cierta impostura (una escena tan humilde, tan simple, supone un pasaje de la película realmente bueno, rodado con maestría). Allí, en ese salón de banquetes de finales de los sesenta, surge la amistad entre un carnicero y una directora de colegio. Solteros solitarios que se aproximan en una ambiente desinhibido -a nadie le puede extrañar- entablando un cortejo educado. Ella viene de una grave decepción amorosa; él, de diez años de guerra: Argelia, Indochina: sangre a raudales sirviendo a la patria. Como amigos, punto.
El amor no correspondido, el estado de enamoramiento que altera el sueño, la mente, puede provocar que empiecen a aparecer mujeres muertas en los bosques cercanos, en las laderas rocosas. El asesino que aterroriza comarcas puede ser algún viajante que pasaba por allí o, aún peor, el vecino de al lado. Puede ser cualquiera: 'en el campo todos llevan una navaja de muelles', dice el inspector.
El director va a humanizar al monstruo, le va a redimir en el último momento de la forma más insospechada. Este ser sanguinario, este precisamente, es un enfermo creado por todos (el olor de la sangre en las botas del soldado) y dotado de instintos ancestrales (un paseo por las cuevas rupestre del Perigord francés avisa de un pasado violento): el criminal que no puede escapar a su cruenta compulsión.
Una obra maestra.
El amor no correspondido, el estado de enamoramiento que altera el sueño, la mente, puede provocar que empiecen a aparecer mujeres muertas en los bosques cercanos, en las laderas rocosas. El asesino que aterroriza comarcas puede ser algún viajante que pasaba por allí o, aún peor, el vecino de al lado. Puede ser cualquiera: 'en el campo todos llevan una navaja de muelles', dice el inspector.
El director va a humanizar al monstruo, le va a redimir en el último momento de la forma más insospechada. Este ser sanguinario, este precisamente, es un enfermo creado por todos (el olor de la sangre en las botas del soldado) y dotado de instintos ancestrales (un paseo por las cuevas rupestre del Perigord francés avisa de un pasado violento): el criminal que no puede escapar a su cruenta compulsión.
Una obra maestra.
sábado, marzo 21, 2009
"Watchmen", de Zack Snyder
Adaptar un cómic al cine es una tarea complicada. Por un lado facilita la labor del director: el storyboard ya está hecho. Pero por otro limita la libertad de creación al quedar la imagen del celuloide anclada a la estética de las viñetas del original. El cómic "Watchmen" está firmado por dos autores: Alan Moore, guionista; Dave Gibbons, dibujante. El primero ha renegado de la adaptación cinematográfica y no aparece en los créditos de inicio, en los que figura una frase bastante "ortopédica", algo parecido (no me acuerdo del todo) a 'based upon the graphic novel co-created by Dave Gibbons'. Habrá que darle la razón al pataleo de Alan Moore: la película, aunque dura casi tres horas, no puede abarcar en su totalidad la extensión y complejidad (apabullante) de la historia que cuenta su madre de papel: tampoco creo que sea la finalidad: es una adaptación, es otro medio: es otro fin. No es la batalla que deba ganar la película.
Sin embargo creo que logra mejorar los dibujos algo sosos de Gibbons: le da algo de dignidad (estilo X-Men) a ciertos (sonrojantes) disfraces de superhéroe. Para ser un cómic de los ochenta, Dave Gibbons lo realizó como si fuera una creación de décadas anteriores, sin aprovechar la libertad formal que ya empleaban creaciones similares en aquellos tiempos. El director hace más explícito también el sexo y la violencia que presentaba el tebeo (en el papel, ni se le cortan los brazos al preso con una radial ni se usa un hacha para finiquitar al secuestrador; en cuanto al sexo, el intento de violación de Sally Jupiter, el "triunfo" del Buho Nocturno o el desnudo frontal del Dr. Manhattan, bueno, en pantalla todo es más provocador y en el cómic queda más velado), no sé con que finalidad excepto la de hacer pensar que se han equivocado de película a la nutrida parte del público que piensa que ha ido a ver otro Spiderman.
Este cómic de hace 20 años, ahora película, sólo se puede entender desde la perspectiva de los años 80. Guerra fría, pánico nuclear, botón rojo. Los diarios se pueblan de noticias de número de cabezas nucleares, megatones, alcance en miles de kilómetros: balística y exterminio. El reloj del fin del mundo: la cercanía de la tercera guerra mundial. Lo de Afganistan, que tanto aparece, fue otro golpe de estado urdido por la CIA (se cuenta en "Los nuevos gobernantes del mundo", extraordinario ensayo de John Pilger) contra un gobierno de izquierdas. Armaron y entrenaron a grupos de integristas musulmanes, los conocidos talibanes (cría cuervos), para provocar una guerra civil. Los tanques soviéticos entrarían más tarde, pero la chispa ya estaba encendida. "Watchmen" hay que situarlo en aquella época, que ahora puede parecer lejana con la guerra fría finiquitada (o no) pero en realidad los arsenales atómicos siguen apuntado hacia la Tierra: el mayor enemigo de la humanidad, ella misma.
Al comienzo de la película se presenta la transición de los "Minutemen" a los "Watchmen" mediante una sucesión muy lograda de escenas recreadas sobre fotos antiguas y el acompañamiento sentimental del "The times they are a-changin'" de Bob Dylan (la cinta tiene una estupenda banda sonora), en un evocador repaso a 40 años de guerra fría.
La película tiene sus momentos.
Zack Snyder resulta ser un buen falsificador.
Sin embargo creo que logra mejorar los dibujos algo sosos de Gibbons: le da algo de dignidad (estilo X-Men) a ciertos (sonrojantes) disfraces de superhéroe. Para ser un cómic de los ochenta, Dave Gibbons lo realizó como si fuera una creación de décadas anteriores, sin aprovechar la libertad formal que ya empleaban creaciones similares en aquellos tiempos. El director hace más explícito también el sexo y la violencia que presentaba el tebeo (en el papel, ni se le cortan los brazos al preso con una radial ni se usa un hacha para finiquitar al secuestrador; en cuanto al sexo, el intento de violación de Sally Jupiter, el "triunfo" del Buho Nocturno o el desnudo frontal del Dr. Manhattan, bueno, en pantalla todo es más provocador y en el cómic queda más velado), no sé con que finalidad excepto la de hacer pensar que se han equivocado de película a la nutrida parte del público que piensa que ha ido a ver otro Spiderman.
Este cómic de hace 20 años, ahora película, sólo se puede entender desde la perspectiva de los años 80. Guerra fría, pánico nuclear, botón rojo. Los diarios se pueblan de noticias de número de cabezas nucleares, megatones, alcance en miles de kilómetros: balística y exterminio. El reloj del fin del mundo: la cercanía de la tercera guerra mundial. Lo de Afganistan, que tanto aparece, fue otro golpe de estado urdido por la CIA (se cuenta en "Los nuevos gobernantes del mundo", extraordinario ensayo de John Pilger) contra un gobierno de izquierdas. Armaron y entrenaron a grupos de integristas musulmanes, los conocidos talibanes (cría cuervos), para provocar una guerra civil. Los tanques soviéticos entrarían más tarde, pero la chispa ya estaba encendida. "Watchmen" hay que situarlo en aquella época, que ahora puede parecer lejana con la guerra fría finiquitada (o no) pero en realidad los arsenales atómicos siguen apuntado hacia la Tierra: el mayor enemigo de la humanidad, ella misma.
Al comienzo de la película se presenta la transición de los "Minutemen" a los "Watchmen" mediante una sucesión muy lograda de escenas recreadas sobre fotos antiguas y el acompañamiento sentimental del "The times they are a-changin'" de Bob Dylan (la cinta tiene una estupenda banda sonora), en un evocador repaso a 40 años de guerra fría.
There's a battle outside
And it is ragin'.
It'll soon shake your windows
And rattle your walls
For the times they are a-changin'.
And it is ragin'.
It'll soon shake your windows
And rattle your walls
For the times they are a-changin'.
La película tiene sus momentos.
Zack Snyder resulta ser un buen falsificador.
jueves, marzo 19, 2009
"A ciegas", de Fernando Meirelles
Tengo en la retina la imagen de un niño ciego, en mi niñez. El estaba sentado junto a otros niños en el bordillo de una calle polvorienta. Sucio y despeinado, vestido con una camiseta raída y en calzoncillos: creo que lo que más llamó entonces mi atención fue su falta absoluta de pudor. Ojos descentrados que miraban a ninguna parte, se tocaba la cara con los dedos y sonreía al escuchar la charla de sus compañeros de juegos.
Suena el despertador, como cada mañana de un día laborable. En ocasiones, el sueño se resiste a abandonar la mente y eres consciente de que estás soñando (hace años leí que eso se podía entrenar, conseguir transitar a voluntad por el subconsciente dormido) y hay veces, afortunadamente pocas, que intentas despertar y por un instante no lo consigues: experiencia angustiosa ante unos párpados que no obedecen: la vida no arranca: pause.
Suena el despertador, abres los párpados y son los ojos los que no obedecen.
La vista es el más esencial de los sentidos. Una repentina afonía es una menudencia que puede incluso hacer gracia. Un ataque de sordera (¿es posible?) puede resultar más jodido (deseable ataque, según circunstancias). Pero quedarse ciego de golpe produce pavor de sólo pensarlo. Un mundo de ciegos repentinos, como zombis arrancados de sus tumbas.
La película aborda dos temas esenciales: por un lado la infinita ruindad humana que se abre paso hasta en las circunstancias más necesitadas de piedad y, por otro, la ceguera como cualidad prescindible de una sociedad enferma de hipocresia: "ciegos que, viendo, no ven", escribe Saramago. El mar blanco, llaman a la epidemia y el director satura de brillo la escena para poner al espectador en el lugar de los aterrados personajes. Sin embargo será la magnífica interpretación de Julianne Moore la que produzca mayor empatía en el espectador vidente: ella es la que ve, la que hace: la que se sacrifica.
La cinta no pertenece al género pero es una de terror, desde luego. Y muy buena.
Se encienden las luces de la sala y salimos al exterior. La luz de la tarde tiene un fulgor extraño.
Suena el despertador, como cada mañana de un día laborable. En ocasiones, el sueño se resiste a abandonar la mente y eres consciente de que estás soñando (hace años leí que eso se podía entrenar, conseguir transitar a voluntad por el subconsciente dormido) y hay veces, afortunadamente pocas, que intentas despertar y por un instante no lo consigues: experiencia angustiosa ante unos párpados que no obedecen: la vida no arranca: pause.
Suena el despertador, abres los párpados y son los ojos los que no obedecen.
La vista es el más esencial de los sentidos. Una repentina afonía es una menudencia que puede incluso hacer gracia. Un ataque de sordera (¿es posible?) puede resultar más jodido (deseable ataque, según circunstancias). Pero quedarse ciego de golpe produce pavor de sólo pensarlo. Un mundo de ciegos repentinos, como zombis arrancados de sus tumbas.
La película aborda dos temas esenciales: por un lado la infinita ruindad humana que se abre paso hasta en las circunstancias más necesitadas de piedad y, por otro, la ceguera como cualidad prescindible de una sociedad enferma de hipocresia: "ciegos que, viendo, no ven", escribe Saramago. El mar blanco, llaman a la epidemia y el director satura de brillo la escena para poner al espectador en el lugar de los aterrados personajes. Sin embargo será la magnífica interpretación de Julianne Moore la que produzca mayor empatía en el espectador vidente: ella es la que ve, la que hace: la que se sacrifica.
La cinta no pertenece al género pero es una de terror, desde luego. Y muy buena.
Se encienden las luces de la sala y salimos al exterior. La luz de la tarde tiene un fulgor extraño.
domingo, marzo 15, 2009
"Europa", de Lars Von Trier
Europa en el diván del psicoanalista. Un continente arrasado por la guerra donde todos son culpables: por acción, por omisión. El narrador hipnotiza al paciente para hacerle retroceder a las circunstancias de sus traumas. La cuenta atrás que inicia el proceso de regresión, avanza como una vía que se adentra en la noche. El tren, la máquina de vapor que revolucionó la economía europea (nació la clase obrera, la burguesía propietaria, el éxodo rural, la democracia de las urnas, pero también germinaron los totalitarismos -surgidos de los votos: la democracia es el menos imperfecto de los sistemas- y las máquinas de guerra más poderosas: la bomba que Einstein, un europeo, sugirió a Roosevelt en su famosa carta: años después se lamentaría). El tren en movimiento como símbolo de la posibilidad de supervivencia de la Alemania moribunda, derruida, derrotada. Trenes que viajaron cargados de soldados destinados al frente, llenos de judíos arrojados a las cámaras de gas, que son ahora reciclados a su función original: trenes de pasajeros que no van a ninguna parte: trenes llenos de fantasmas. Europa vendida a los americanos, al amigo americano, apresurado en apoderarse de los secretos de la industria y de la ciencia alemana: las patentes, las fábricas, los científicos; productos químicos, motores, cohetes: todo embargado y catalogado para en pocos años ser los dominadores del mundo (nadie como los estadounidenses para apropiarse de una idea y llevarla a su máxima rentabilidad: el cine, sin ir más lejos). Europa culpable, Europa arrodillada.
La película no deja rendija abierta al optimismo. En eso recuerda a "Alemania año cero", de Roberto Rossellini. Sin embargo no se acercará a la genialidad de la obra del italiano, demoledora en su realismo y que era mucho más próxima en el tiempo al fin de la guerra como para aventurar que Alemania iba a resurgir de las cenizas: el milagro.
Lars Von Trier realiza una película visualmente aparatosa (todo lo contrario a lo que el propio director proclamará años después en el famoso manifiesto Dogma), con grandes influencias del cine del expresionismo alemán del periodo de entreguerras. Utilización general del blanco y negro, introduciendo el color en breves momentos para enfatizar el sentimentalismo de la escena; uso de proyecciones para mostrar el fuera de campo; cierta comicidad y algunas dosis (malogradas) de suspense; ambiente onírico e irreal. El propósito -parece claro- de crear una obra maestra (¿exagerada presunción?) y tanto fue así que cuando en el año 1991 la película no consiguió la Palma de Oro del festival de Cannes, el director no dudo en calificar de 'enano' (¿físico? ¿mental?) a Roman Polanski, a la sazón presidente del jurado. Esos europeos y sus guerras.
Muy fácil hacer humor usando el personaje de Raphael, pongo por ejemplo.
Pero para hacer una parodia con Lars Von Trier...
Para eso hay que echarle.
La película no deja rendija abierta al optimismo. En eso recuerda a "Alemania año cero", de Roberto Rossellini. Sin embargo no se acercará a la genialidad de la obra del italiano, demoledora en su realismo y que era mucho más próxima en el tiempo al fin de la guerra como para aventurar que Alemania iba a resurgir de las cenizas: el milagro.
Lars Von Trier realiza una película visualmente aparatosa (todo lo contrario a lo que el propio director proclamará años después en el famoso manifiesto Dogma), con grandes influencias del cine del expresionismo alemán del periodo de entreguerras. Utilización general del blanco y negro, introduciendo el color en breves momentos para enfatizar el sentimentalismo de la escena; uso de proyecciones para mostrar el fuera de campo; cierta comicidad y algunas dosis (malogradas) de suspense; ambiente onírico e irreal. El propósito -parece claro- de crear una obra maestra (¿exagerada presunción?) y tanto fue así que cuando en el año 1991 la película no consiguió la Palma de Oro del festival de Cannes, el director no dudo en calificar de 'enano' (¿físico? ¿mental?) a Roman Polanski, a la sazón presidente del jurado. Esos europeos y sus guerras.
Muy fácil hacer humor usando el personaje de Raphael, pongo por ejemplo.
Pero para hacer una parodia con Lars Von Trier...
Para eso hay que echarle.
sábado, marzo 07, 2009
"Hard candy", de David Slade
Caperucita roja se come al lobo feroz.
Una cita entre un hombre de 32 y una niña de 14: el chat propicia encuentros inapropiados. Las letras tecleadas desde incógnitos rincones de la web, surgen en la pantalla y componen palabras de amor enlazado entre entidades anónimas, ocultas, alteradas por un medio aséptico que deja la puerta abierta a la perfección. Para conservar el encanto lo mejor sería que esas relaciones no escaparan del entorno virtual en el que se han generado: la decepción aparece sentándose a tu lado en la mesa de una concurrida cafetería del centro, con un clavel rojo en la mano y una sonrisa bobalicona de emoticón pasado de años o de kilos o de dioptrías. O de todo a la vez. Y todo se podría quedar en un encuentro penoso (o en felices para siempre: también lo habrá, seguro) inundado de bochorno y un café apresurado a sorbos de educada conversación. El problema es que hay ocasiones en que a la cita acude un hijo de puta. Uno auténtico, genuino: el monstruo social, el psicópata absoluto: el horror.
"Hard candy" puede parecer obvia en su finalidad y, fruto de ella, generar controversia a la hora de decidir dónde se debe poner el límite a la hora de castigar a los pederastas. Todos hemos oído la frase 'a ese había que caparlo' lanzada desde la indignación y la frustración públicas. Nihil obstat, pero el castrador que lleve hasta el final esa proclama, que asuma a su vez la cuantía de su delito. Sin embargo, lo que realmente atrapa al espectador de esta película, más allá de esa función de debate público, es observar como se intercambian los papeles de victima y verdugo, de cazador y de presa. La película consigue hacer que te preguntes ¿cuál es más hijo de puta de los dos?
Magníficas interpretaciones de Patrick Wilson y de Ellen Page (mejor que en "Juno": te crees más su papel en "Hard candy" -te atrapa- que el otro, aquel de adolescente embarazada sobrada de sabiduría: qué mundo más raro o qué raro soy yo mismo) en un complicado frente a frente que necesita de grandes dosis de verismo para no parecer el retrato de lo imposible.
El caso logra parecer bastante real. Que se lo digan a mis pelotas. Si las encuentran.
Una cita entre un hombre de 32 y una niña de 14: el chat propicia encuentros inapropiados. Las letras tecleadas desde incógnitos rincones de la web, surgen en la pantalla y componen palabras de amor enlazado entre entidades anónimas, ocultas, alteradas por un medio aséptico que deja la puerta abierta a la perfección. Para conservar el encanto lo mejor sería que esas relaciones no escaparan del entorno virtual en el que se han generado: la decepción aparece sentándose a tu lado en la mesa de una concurrida cafetería del centro, con un clavel rojo en la mano y una sonrisa bobalicona de emoticón pasado de años o de kilos o de dioptrías. O de todo a la vez. Y todo se podría quedar en un encuentro penoso (o en felices para siempre: también lo habrá, seguro) inundado de bochorno y un café apresurado a sorbos de educada conversación. El problema es que hay ocasiones en que a la cita acude un hijo de puta. Uno auténtico, genuino: el monstruo social, el psicópata absoluto: el horror.
"Hard candy" puede parecer obvia en su finalidad y, fruto de ella, generar controversia a la hora de decidir dónde se debe poner el límite a la hora de castigar a los pederastas. Todos hemos oído la frase 'a ese había que caparlo' lanzada desde la indignación y la frustración públicas. Nihil obstat, pero el castrador que lleve hasta el final esa proclama, que asuma a su vez la cuantía de su delito. Sin embargo, lo que realmente atrapa al espectador de esta película, más allá de esa función de debate público, es observar como se intercambian los papeles de victima y verdugo, de cazador y de presa. La película consigue hacer que te preguntes ¿cuál es más hijo de puta de los dos?
Magníficas interpretaciones de Patrick Wilson y de Ellen Page (mejor que en "Juno": te crees más su papel en "Hard candy" -te atrapa- que el otro, aquel de adolescente embarazada sobrada de sabiduría: qué mundo más raro o qué raro soy yo mismo) en un complicado frente a frente que necesita de grandes dosis de verismo para no parecer el retrato de lo imposible.
El caso logra parecer bastante real. Que se lo digan a mis pelotas. Si las encuentran.
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