"Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas". El inicio del relato de Gustavo Adolfo Bécquer es una advertencia ineludible: el primer día de noviembre es una fecha propicia para que sucedan hechos extraños, horripilantes, de los que ponen la piel de gallina al valiente y hacen dar un paso adelante al cobarde. ¿Cómo obtener esa cuota de desasosiego, de escalofríos, sumidos como estamos en nuestra mediocre, confortable e hiperconectada vida cotidiana, en un entorno urbano falto de veredas boscosas y del aullido inesperado de algún animal nocturno? Con el cine, por supuesto.
El título elegido para la ocasión es ya, pasados veinte años de su estreno, un clásico del género. O eso dicen. El psicópata que porta en alto un cuchillo carnicero es un arquetipo cuyo origen podría encontrarse en el Norman Bates que Anthony Perkins interpretó para constituir un icono eterno en "Psicosis" de Alfred Hitchcock: cualquier comparación de este hito fundamental con "Scream" lleva las de ganar desde los títulos de crédito, también míticos, con la firma estética de Saul Bass y el amartillado sonido de cuerda de la melodía de Bernard Hermann. A pesar de sus diferencias cualitativas puedo suponer que el público que acudió a contemplar "Psicosis" en las salas de cine en 1960, experimentó sensaciones parecidas que aquellos que gritaron con "Scream" en 1996: es lo que tiene el género: mucho scream on the screen.
Que yo recuerde, no había visto "Scream", o al menos no la había visto entera: algunos pasajes me sonaban y otros no. Y en cuanto al terror, hubo poco o nada: se quedó en una sesión de cine familiar. Violencia sí, claro, pero demasiado iluminada y anunciada como para que causase excesiva sorpresa, atenuada además por su patente vis cómica: "Scream" ha tenido varias secuelas e incluso una parodia titulada "Scary movie" (con un montón de secuelas a su vez) que resulta redundante: parodia de la parodia. Ahí reside la mayor virtud de "Scream", en su condición de metapelícula chistosa, entendida ésta como reflejo y compendio de las técnicas y argucias que el género de terror hollywoodiense reiteró durante décadas en su serie B: trampantojos y engañabobos. Esa educación cinéfila es clave en la película: muere asesinado el que no conoce bien los esquemas argumentales desvelados una vez tras otra en cualquier título slasher alquilado en la sección especializada del videoclub del barrio: así le sucede a Drew Barrymore en el prólogo de la cinta por no saber con exactitud quién era el asesino en "Viernes 13" de Sean S. Cunningham: la verdad es que a mí también me hubieran colgado de un árbol, como a ella, con las propias tripas como maroma improvisada.
El cine palomitero de "Scream" fue un éxito multimillonario, revitalizó las cuentas del género y aseguró la ventas de disfraces de Ghostface en todas las fiestas de Halloween que se sucedieron desde entonces y las que quedan por venir. Poco tiempo después de "Scream", el director austriaco Michael Haneke realizó "Funny games", y su guión puede establecer paralelismos respecto al escrito por Kevin Williamson para la cinta de Wes Craven. Aunque el filme de Haneke, en comparación con el de Craven, pasó desapercibido (Michael Haneke realizaría una "fotocopia" con reparto estadounidense en 2007 para estrenarla en el mercado norteamericano sin pasar por el submundo de los subtítulos: en Estados Unidos está prohibido el doblaje, excepto en películas de animación: viva el proteccionismo), resulta mucho más inquietante e inductor de desasosiego: las dos películas proclaman que el tedio adolescente en chavales atiborrados de todo lo que puedan querer y desear, niñatos colmados de supremacía clasista, amenaza con terminar como el rosario de la aurora, expresión de la que, por cierto, nunca he interpretado con certeza su simbolismo, pero de la que me hago buena idea, sin embargo, de lo que quiere decir cuando se emplea.