Para valorar adecuadamente la última película de Clint Eastwood, habría que dirimir una cuestión que permitiría separar su condición más evidente, habilitando la posibilidad de una lectura entre líneas: ¿Cuánto tiene de alegato belicista y cuánto tiene de retrato de la realidad? Si la balanza se inclinara hacia lo primero, tendríamos delante una película prescindible en su totalidad, cine propagandista y patriotero, emparentado con el "Rambo" firmado por George P. Cosmatos en plena era Reagan: el tío Sam te quiere, carne joven que alimentará un conflicto sangriento alentado por viles intereses económicos: la desgracia de vivir sobre un mar de petróleo. Así, si ese fuese el caso, el (probable, 85 años va a cumplir el californiano) epílogo cinematográfico de Eastwood sería un pobre colofón para una carrera que ha brillado con fuerza, tanto delante como detrás de la cámara, una cinta que mostraría más sus conocidas posturas ideológicas que su probada capacidad fílmica.
Ojalá se trate de lo segundo, que la intención de esta película, basada en la autobiografía de Chris Kyle, el francotirador más letal que nunca haya tenido el ejército de Estados Unidos (los criminales en serie que visten de uniforme y combaten en el lado victorioso alcanzan la categoría de héroe nacional: desde el principio de los tiempos y sin importar el bando, el conflicto, o la nación de procedencia: no es mi intención acusar sino definir), sea la de ser fiel al mensaje que contenga ese libro y dar cuenta de cómo un tipo cualquiera puede llegar a convertirse en una afinada máquina de matar. Dios, patria y familia. El rifle y la Biblia. El padre que enseña a su hijo a disparar y que contempla, orgulloso, cómo el niño abate de un disparo a su primera víctima (Y no era por hambre que iban a cazar, escribía Rubén Darío en "Los motivos del lobo"), presa indefensa y pacífica. Son los rambos que todos los niños quieren ser cuando sean mayores, en la letra de "Haz turismo", la canción de "Los Celtas Cortos", casi un himno generacional: los niños nos haciamos mayores y ya no queríamos saber nada ni de armas, ni de servicio militar: ejércitos, pero de objetores de conciencia. ¡Mili KK! ¿Quién se acuerda? En España se perdió hace muchas décadas el ardor guerrero pero en USA sigue vigente, no lo han perdido nunca, guerra continua, y supongo que esa es una característica esencial para entender los porqués. Join the army!
Parece que intento buscarle excusas a la película y, francamente, me está saliendo un ejercicio de abogado del diablo bastante pobre. La película, para ser equilibrada en sus propósitos, debería conceder voz al enemigo, y eso no aparece ni por fallos de racord: ellos son los malos pésimos, nosotros los buenos bonísimos. Punto. El suyo es el carnicero, el nuestro la leyenda. Un guión horrendo, ya sea en el campo de batalla o en el hogar de Texas, trama que, por lo visto y oído, debe proceder de un libro infame a su vez. Para más inri el protagonismo lo enhiesta Bradley Cooper, el valeroso soldado Cooper, un actor incapaz, en su mediocridad, de transmitir de forma afortunada el menor sentimiento al espectador. ¡Y sin embargo es su tercera nominación seguida al Óscar! Eso sí, con "El francotirador" ha logrado una cuarta, como productor de la película, opción que, teniendo en cuenta la pasta que lleva recaudada la cinta, podría haber sido el galardón más justo que obtuviera nunca. Ay.
Hazañas bélicas modernas de celuloide: "Black Hawk derribado" de Ridley Scott, "Banderas de nuestros padres" o "Cartas desde Iwo Jima" de Clint Eastwood, "La delgada línea roja" de Terrence Malick, "Salvad al soldado Ryan" de Steven Spielberg (qué primera media hora), "En tierra hostil" de Kathryn Bigelow (esa sí es una buena muestra de los efectos del estrés de combate y no la absurda mirada bobalicona de Mr. Cooper), "Enemigo a las puertas" de Jean-Jacques Annaud (propicia la comparación con "El francotirador", pero cualquier comparación sería odiosa, tanto en ambientación como en actuaciones), sin olvidar las que se han centrado en los conflictos de Oriente Medio como "Redacted" de Brian de Palma, "Jarhead" de Sam Mendes, "Tres reyes" de David O. Russel, "Syriana" de Stephen Gaghan, "La noche más oscura" de Kathryn Bigelow, o incluso la estupenda serie de televisión "Generation Kill" creada por David Simon (padre de "The Wire", nada menos). Los cineastas actuales han sabido dar lustre al género, mostrando de manera acertada múltiples matices: la sangre pero también el alma, la épica y a la vez la desgracia vital: las medallas y las alcantarillas. Algunas de estas películas se han ganado la eternidad. "El francotirador" también, pero sólo en las oficinas de reclutamiento.
sábado, febrero 28, 2015
lunes, febrero 16, 2015
"El gran hotel Budapest", de Wes Anderson
Con el fundido a negro del último fotograma de la película, aparece una frase que concede la inspiración del guión a los escritos de Stefan Zweig, figura protagonista del panorama literario europeo en el periodo de entreguerras. Y, más que inspiración, el propio escritor vienés será el narrador de este nostálgico cuento crepuscular localizado en la parte oriental de Europa: austrohúngaro, en palabras de Berlanga. Tom Wilkinson encarnará a Zweig, pero se presenta como el autor en mudanza, quizás en la última etapa de su exilio, en la ciudad brasileña de Petrópolis, donde el austriaco de ascendencia judía había recalado tras abandonar su patria, escapando del ascenso del nazismo: ese periplo de huida y de angustia, de no sentirse seguro en ninguna parte, concluiría con el suicidio del escritor y de su esposa. El Stefan Zweig maduro de Wilkinson deja paso al joven Zweig de Jude Law, alojado en el gran hotel Budapest, lugar donde se entrevista con un anciano millonario, el señor Moustafa (F. Murray Abraham), propietario del ya decadente establecimiento hotelero, que relata antiguas peripecias, los días en que era el botones Zero (Tony Revolori) y conoció a la figura que cambiaría su vida, el atildado conserje monsieur Gustave (Ralph Fiennes), auténtico eje de la trama: estructura de muñecas rusas: los recuerdos son ajenos y el relato se embellece y se aleja de la verdad en cada transición. Y para cada línea temporal, un ancho de fotograma distinto.
Aunque sea el nombre de Stefan Zweig el que se coloque en el telón, se podría pensar que una referencia segura para la trama y la estética del filme serían los tebeos de Tintín escritos y dibujados por el belga Hergé. Se cambia la república de Zubrowka por el reino de Syldavia, se invita a Bianca Castafiore a actuar en el salón principal, al conserje y al botones se les cambia la profesión (y el carácter) por los de capitán de barco y periodista y se completa la comparación con la estética de los villanos (fantástico el que interpreta Willem Dafoe, aunque esa pinta tiene mucho que ver, más bien, con el expresionismo alemán), la ambientación de los escenarios cuidados hasta el último detalle, el paisaje montañés... Cine de línea clara, muy colorido, recargado y barroco, marca de autor para Wes Anderson, que se lo pasa en grande jugando con sus personajes, siluetas recortables que se mueven por enormes casas de muñecas, por lo general sobreactuados (Gene Hackman en "Los Tenenbaums", Jason Schwartzman en "Academia Rushmore", o el mismo Schwartzman junto a Owen Wilson y Adrian Brody en "Viaje a Darjeeling" y, claro, todos los muñecos de "Fantastic Mr. Fox") para remarcar la condición de relato imaginado, simulación de la realidad pero completamente ajeno a ella.
Con un reparto cuajado de actores conocidos, muchos de ellos habituales en la filmografía de Anderson, crea el director esta cinta, la más exitosa de todas, la última de una carrera caracterizada por la minuciosa construcción de microcosmos que se han ido ensanchando hasta llegar a "El gran hotel Budapest", donde el ámbito del lujoso alojamiento se queda pequeño y se da entrada a un intento de perspectiva de época, la de los años previos a la Segunda Guerra Mundial, tiempos que traerán consigo el final definitivo de la vieja Europa, aquella del monóculo y el mostacho, del palacio y la carroza: la extinción de la nobleza elitista y privilegiada a la que ni el capitalismo, ni, sobre todo, el comunismo, van a garantizarle la salvaguardia secular del linaje: sólo cuenta la fortuna. La del banco, por supuesto.
Aunque sea el nombre de Stefan Zweig el que se coloque en el telón, se podría pensar que una referencia segura para la trama y la estética del filme serían los tebeos de Tintín escritos y dibujados por el belga Hergé. Se cambia la república de Zubrowka por el reino de Syldavia, se invita a Bianca Castafiore a actuar en el salón principal, al conserje y al botones se les cambia la profesión (y el carácter) por los de capitán de barco y periodista y se completa la comparación con la estética de los villanos (fantástico el que interpreta Willem Dafoe, aunque esa pinta tiene mucho que ver, más bien, con el expresionismo alemán), la ambientación de los escenarios cuidados hasta el último detalle, el paisaje montañés... Cine de línea clara, muy colorido, recargado y barroco, marca de autor para Wes Anderson, que se lo pasa en grande jugando con sus personajes, siluetas recortables que se mueven por enormes casas de muñecas, por lo general sobreactuados (Gene Hackman en "Los Tenenbaums", Jason Schwartzman en "Academia Rushmore", o el mismo Schwartzman junto a Owen Wilson y Adrian Brody en "Viaje a Darjeeling" y, claro, todos los muñecos de "Fantastic Mr. Fox") para remarcar la condición de relato imaginado, simulación de la realidad pero completamente ajeno a ella.
Con un reparto cuajado de actores conocidos, muchos de ellos habituales en la filmografía de Anderson, crea el director esta cinta, la más exitosa de todas, la última de una carrera caracterizada por la minuciosa construcción de microcosmos que se han ido ensanchando hasta llegar a "El gran hotel Budapest", donde el ámbito del lujoso alojamiento se queda pequeño y se da entrada a un intento de perspectiva de época, la de los años previos a la Segunda Guerra Mundial, tiempos que traerán consigo el final definitivo de la vieja Europa, aquella del monóculo y el mostacho, del palacio y la carroza: la extinción de la nobleza elitista y privilegiada a la que ni el capitalismo, ni, sobre todo, el comunismo, van a garantizarle la salvaguardia secular del linaje: sólo cuenta la fortuna. La del banco, por supuesto.
jueves, febrero 05, 2015
"La isla mínima", de Alberto Rodríguez
El sur no sólo existe, como cantaba Joan Manuel Serrat en poemas de Mario Benedetti, sino que es territorio protagonista del último cine español. Ya la que fue considerada el año pasado como mejor película española, "Vivir es fácil con los ojos cerrados" de David Trueba, era un viaje iniciático, en busca de John Lennon, con destino Almeria. Otro de los éxitos actuales, "El Niño" de Daniel Monzón, incluso avanza un poco más allá y salta el estrecho de Gibraltar: bajarse al moro y volver a la Península a toda pastilla. Y el propio director de "La isla mínima", Alberto Rodríguez, situó su película anterior, "Grupo 7", en las calles de Sevilla, agitadas policialmente por la obsesión de limpiarlas antes de dar inicio a la convulsión universalista de la Expo 92.
Geografía sureña, andaluza, y, en el caso de "La isla mínima", marismeña: el estuario del río Guadalquivir: Doñana, los arrozales, El Rocío: la angula y el camarón. El entorno pantanoso trae al recuerdo el cine estadounidense que se localiza en Nueva Orleans y sus alrededores, el delta del Misisipi en el estado de Luisiana, donde habitan los cajunes, pueblo singular al que la literatura y el cine han concedido reminiscencias de realismo mágico. "Mud" de Jeff Nichols, "Bestias del sur salvaje" de Benh Zeitlin, "El corazón del ángel" o "Arde Misisipi" de Alan Parker (esta última sería la más comparable a "La isla mínima", cambiando franquismo por racismo: épocas de cambios convulsos), o, claro, el bombazo televisivo reciente de la serie "True Detective" (otra buddy movie). Sea cajún o marismeño, en la cinta se percibe un tono común: lo onírico, casi irreal, pero también la potencia del paisaje, magnificado en "La isla mínima" por unas poderosas tomas cenitales de gran belleza: rodaje Google Earth.
1980, en plena Transición. El semanario "El Caso" registra cómo la España negra de los sacamantecas se adapta a nuevos tiempos pero perpetuando los mismos crímenes horrendos. Todo cambia para que nada cambie, para que los personajes más siniestros de la dictadura del general Franco muden de piel y queden impunes frente al castigo que sin duda merecen: años de plomo, de tortura, de represión, de violencia institucional. La película de Alberto Rodríguez supera su condición de género para aportar el valor añadido de la perspectiva histórica, como si no sólo la película, sino el equipo de rodaje al completo, hubieran empleado un túnel del tiempo para viajar a la época, logrando la impronta de aquel cine de la Transición, donde la denuncia en fotogramas parecía querer hacer frente al cómodo olvido: en ese lejano 1980, la película "El crimen de Cuenca" de Pilar Miró, padecía el dudoso honor de ser la única película española a la que se le ha impedido el estreno después del establecimiento de la democracia. Gran cine molesto.
"La isla mínima" se apuntala, por tanto, no sólo en el disfrute de una intriga policial dotada de excelentes escenas de acción y emoción, desarrolladas con mucha convicción por su pareja protagonista, Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo, y ambientadas con una fotografía excepcional. La cinta va más allá y mira de reojo hacia el pasado más oscuro, la memoria que se quiere mantener sepultada para siempre, y que, contra todo pronóstico, se resiste a la extinción y sigue viva. Hay casos que nunca se cierran, que ni siquiera llegan a abrirse, pero los cadáveres dejados atrás no pararán de arañar, noche tras noche, la amarga puerta del insomnio.
Geografía sureña, andaluza, y, en el caso de "La isla mínima", marismeña: el estuario del río Guadalquivir: Doñana, los arrozales, El Rocío: la angula y el camarón. El entorno pantanoso trae al recuerdo el cine estadounidense que se localiza en Nueva Orleans y sus alrededores, el delta del Misisipi en el estado de Luisiana, donde habitan los cajunes, pueblo singular al que la literatura y el cine han concedido reminiscencias de realismo mágico. "Mud" de Jeff Nichols, "Bestias del sur salvaje" de Benh Zeitlin, "El corazón del ángel" o "Arde Misisipi" de Alan Parker (esta última sería la más comparable a "La isla mínima", cambiando franquismo por racismo: épocas de cambios convulsos), o, claro, el bombazo televisivo reciente de la serie "True Detective" (otra buddy movie). Sea cajún o marismeño, en la cinta se percibe un tono común: lo onírico, casi irreal, pero también la potencia del paisaje, magnificado en "La isla mínima" por unas poderosas tomas cenitales de gran belleza: rodaje Google Earth.
1980, en plena Transición. El semanario "El Caso" registra cómo la España negra de los sacamantecas se adapta a nuevos tiempos pero perpetuando los mismos crímenes horrendos. Todo cambia para que nada cambie, para que los personajes más siniestros de la dictadura del general Franco muden de piel y queden impunes frente al castigo que sin duda merecen: años de plomo, de tortura, de represión, de violencia institucional. La película de Alberto Rodríguez supera su condición de género para aportar el valor añadido de la perspectiva histórica, como si no sólo la película, sino el equipo de rodaje al completo, hubieran empleado un túnel del tiempo para viajar a la época, logrando la impronta de aquel cine de la Transición, donde la denuncia en fotogramas parecía querer hacer frente al cómodo olvido: en ese lejano 1980, la película "El crimen de Cuenca" de Pilar Miró, padecía el dudoso honor de ser la única película española a la que se le ha impedido el estreno después del establecimiento de la democracia. Gran cine molesto.
"La isla mínima" se apuntala, por tanto, no sólo en el disfrute de una intriga policial dotada de excelentes escenas de acción y emoción, desarrolladas con mucha convicción por su pareja protagonista, Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo, y ambientadas con una fotografía excepcional. La cinta va más allá y mira de reojo hacia el pasado más oscuro, la memoria que se quiere mantener sepultada para siempre, y que, contra todo pronóstico, se resiste a la extinción y sigue viva. Hay casos que nunca se cierran, que ni siquiera llegan a abrirse, pero los cadáveres dejados atrás no pararán de arañar, noche tras noche, la amarga puerta del insomnio.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)