La asociación artística establecida entre el director Werner Herzog y el actor Klaus Kinski, ha sido una de las más fructíferas, en cuanto al nivel cinematográfico alcanzado, de la historia reciente del cine mundial (historia reciente, dices, cuando ya han pasado más de dos décadas desde su última colaboración, "Cobra verde", del año 1988, las dos décadas, desde 1991, que lleva Klaus Kinski criando malvas, no sé si en California, donde murió, o, cadáver retornado a Dánzig, donde nació, ciudad que ya no se llama así, ni es el territorio mencionado en los libros de historia, el corredor de Dánzig, una de las obsesiones hitlerianas, pero me voy del tema, el tema es que me parece reciente lo que pasó hace mucho tiempo, tiempo exacto que se mide con precisión alemana, en segundos, días y todo eso, pero la memoria es egocéntrica, la memoria del tiempo es relativa y se estira y se encoge como la medida del tiempo en los sueños, y se encoge hasta replegarse por completo en la vejez, "Arrugas", el tremendo cómic de Paco Roca que ahora se ha estrenado como película dirigida por Ignacio Ferreras, ¿para qué?, una redundancia inútil pasar el cómic a fotogramas, pero vuelvo al cine que es la única memoria que no queda sepultada sino que permanece viva en el celuloide: cualquiera que esta noche vea por primera vez una película de Herzog protagonizada por Kinski, me dará la razón: será reciente para él. Con suerte, además, será inolvidable). También es una de las más conocidas por tormentosa, tumultuosa, amor-odio, ni contigo ni sin ti: amantes apasionados siempre peleados. Igual se llevaban fenomenal y todo este asunto de la enemistad no era más que una maniobra publicitaria. Quién sabe.
Al menos tres de sus cinco películas juntos serán obras maestras: "Aguirre, la cólera de dios", "Nosferatu, vampiro de la noche" y "Fitzcarraldo". A Kinski sin Herzog no le recuerdo un nivel semejante. A Herzog sin Kinski, sí: "El enigma de Kaspar Hauser" y "Stroskez": ahora Bruno S. (S de Schleinstein: mejor S.: gracias), antítesis de Kinski: donde todo era gesto ahora es la nada del hieratismo; donde la ira explotaba sin contención en unos ojos enloquecidos ahora hay timidez y ternura en una mirada huidiza: la verborrea frente al silencio; donde había un rubio loco ahora uno moreno, pero loco también. Nadie como Herzog supo explotar caracteres tan antagónicos, cada uno en su película. Pero, ¿y si en la vida privada Klaus Kinski resultaba ser un oasis de cariño y Bruno S. un lunático violento? El espectador no debe juzgar al actor detrás del personaje: el telón, la pantalla y la platea, son una frontera impenetrable a la verdad.
"Mi enemigo íntimo" es un ajuste de cuentas post mortem, una cinta filmada en 1999, 8 años después de la muerte de Kinski. Werner Herzog, que parece dolido por algún apunte de la autobiografía de Klaus Kinski (no será para tanto, sólo le proporciona a Herzog una serie de adjetivos como: miserable, mosca cojonera, rencoroso, envidioso, apestoso, ambicioso, codicioso, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y farsante: casi se acaba el diccionario él solo), recorre algunas de las localizaciones en plena selva amazónica que fueron testigo de los rodajes más salvajes y peligrosos que nunca se hayan realizado, poniendo a-la-par-a-parir (mayormente) a su colega Klaus, mediante el sutil método de entrevistarse a sí mismo (mayormente, también). ¿Quién era la víctima? ¿El director que padecía los ataques de rabia de un divo de la actuación, egocéntrico y presuntuoso? ¿El actor que se exponía a escenas rodadas en condiciones penosas de seguridad, condenado durante semanas a la dura vida de la jungla virgen? Herzog se esfuerza en conseguir testimonios que apuntalen su denuncia y los obtiene, pero en casos como los de Claudia Cardinale (en "Fitzcarraldo") o Eva Mattes (en "Woyzeck") no lo tienen tan claro: Klaus Kinski era un romántico, sin duda. Le faltó entrevistar al propio Kinski. Claro, ya no se podía, ya se había muerto: menos mal: quizás en vida de Kinski Herzog no hubiera tenido los ... arrestos suficientes para entrevistarle, ni mucho menos para hacer esta película. Un tipo que fue capaz de filmar su idea descabellada de subir un barco de 300 Tm por una colina embarrada (lo que hizo Werner Herzog en sus películas sudamericanas es un monumento a la voluntad del hombre; díselo a los que ahora hacen cine colocándole a los actores unas mallas negras llenas de lucecitas y pidiéndoles que pongan cara de susto mientras miran a una X en el suelo, que son unos rápidos en un rio, o a una X en el cielo, que es un amanecer lleno de niebla en Machu Picchu; díselo que no se lo van a creer) empleando sogas y poleas, acobardado ante un peso pluma: un tipo flaco, sí, pero temperamental, ojo.
A mí, con sinceridad, me da igual saber quién era bueno cuando se apagaban las luces y la cámara: cada cual tendría sus manías, como todo el mundo (casi todo el mundo, en realidad: la megalomanía sigue estando al alcance de pocos y en menos casos aún se mezcla con genialidad). Lo que no me deja indiferente es el cine que lograron juntos. Nada indiferente.
domingo, enero 29, 2012
domingo, enero 22, 2012
"El señor de las moscas", de Peter Brook
¿Qué te llevarías a una isla desierta? Si esa pregunta me la hubieran hecho cuando yo tenía 10 años, mi respuesta podía haber sido, sin mayor extrañeza, que me llevaría la media hora de recreo. Y aquel periodo cotidiano y anómalo, esa ruptura con el poder establecido que se producía a diario y en la que, de modo paradójico, surgían relaciones de poder alternativas a la del aula y la familia, es en el que se encuentran un grupo de escolares ingleses en una remota isla deshabitada del pacífico, en los años de la Segunda Guerra Mundial: un largo recreo sin la presencia castradora de ningún adulto. La rígida educación de los colegios británicos se pulveriza a la vez que quedan hechos trizas sus flamantes uniformes escolares.
Los alumnos del antiguo colegio "San Mateo" de Salamanca no teníamos patio para el recreo. Eran los años de superpoblación infantil del baby boom español de los años 60 y 70 y, en nuestro colegio, el patio suministrado en su construcción sólo daba de sí para que jugaran los parvulitos. El resto, de 6 años en adelante, a la calle a jugar: ni vallas, ni vigilantes, ni reglas: la calle era nuestra. Un tropel de niños, todos varones (el colegio mixto era una rareza en aquellos tiempos), mezcla de edades, se adentraban en un territorio lleno de crueldad y nobleza, de juegos violentos y amistad a prueba de bomba: raro era el día en el que no brotaba la sangre de las rodillas, las rozaduras en las palmas de las manos, los arañazos mezclados con el sudor y el barro en la piel. También, como se ve en la película, se empuñaban palos, se mataban insectos (¡pobre del animalillo que quedara al alcance de esa turba, ya fuera reptil o roedor!), nos empujábamos, nos arrojábamos piedras: grandes rocas que rodaban (el rey de la montaña) ladera abajo en las escombreras del desarrollismo franquista: charcos en invierno, polvo en verano: el barrio en las afueras. Nunca, como entonces, volvimos a estar tan aferrados al aire libre y a la tierra. Ahora se apunta a los videojuegos como uno de los causantes de la violencia infantil. ¡Ay, si vieran cómo pasábamos el rato entonces, que no teníamos maquinitas! Sí, estamos vivos de milagro: cada día una aventura. La inocencia infantil enterrada en el recreo, al lado de otras miles, camposanto de generaciones que se suceden infatigables unas a otras.
Con esos antecedentes (casi criminales), los hechos que se cuentan en la película basada en la novela homónima de William Golding, no deberían sorprender lo más mínimo. ¿Cómo se comportarán unos niños en una isla desierta? Como se cuenta en la película, ni más ni menos. Entre la imitación del adulto (intentos de organización social y jerárquica) y el propio bagaje genético (la tribu y la vuelta a la condición de cazador-recolector de la caverna) se generará un ecosistema donde sólo cuente la supervivencia del más fuerte: la ofrenda de la cabeza del cerdo que es la del propio Piggy, representa al eslabón más débil, al que más recuerda a la civilización dejada atrás. De Robinsón a Kurtz, de Daniel Defoe a Joseph Conrad, en lo profundo sigue habitando la bestia, el salvaje. Se añade el terror impío del cuento infantil, el chantaje emocional para que comas, para que obedezcas, para que te portes bien, una táctica que perdura en el mundo adulto: del infierno dantesco de la religión al drama amenazante del paro: de la negación del contrato social de Rousseau a la instauración de la doctrina del shock de Friedman: del estalinismo totalitario al darwinismo capitalista.
La mirada reprobadora del oficial de marina toca la campana: hay que volver a clase.
No, la película no me sorprende, lo que me sorprende es cuán profundo estaba todo este recuerdo sepultado.
Los alumnos del antiguo colegio "San Mateo" de Salamanca no teníamos patio para el recreo. Eran los años de superpoblación infantil del baby boom español de los años 60 y 70 y, en nuestro colegio, el patio suministrado en su construcción sólo daba de sí para que jugaran los parvulitos. El resto, de 6 años en adelante, a la calle a jugar: ni vallas, ni vigilantes, ni reglas: la calle era nuestra. Un tropel de niños, todos varones (el colegio mixto era una rareza en aquellos tiempos), mezcla de edades, se adentraban en un territorio lleno de crueldad y nobleza, de juegos violentos y amistad a prueba de bomba: raro era el día en el que no brotaba la sangre de las rodillas, las rozaduras en las palmas de las manos, los arañazos mezclados con el sudor y el barro en la piel. También, como se ve en la película, se empuñaban palos, se mataban insectos (¡pobre del animalillo que quedara al alcance de esa turba, ya fuera reptil o roedor!), nos empujábamos, nos arrojábamos piedras: grandes rocas que rodaban (el rey de la montaña) ladera abajo en las escombreras del desarrollismo franquista: charcos en invierno, polvo en verano: el barrio en las afueras. Nunca, como entonces, volvimos a estar tan aferrados al aire libre y a la tierra. Ahora se apunta a los videojuegos como uno de los causantes de la violencia infantil. ¡Ay, si vieran cómo pasábamos el rato entonces, que no teníamos maquinitas! Sí, estamos vivos de milagro: cada día una aventura. La inocencia infantil enterrada en el recreo, al lado de otras miles, camposanto de generaciones que se suceden infatigables unas a otras.
Con esos antecedentes (casi criminales), los hechos que se cuentan en la película basada en la novela homónima de William Golding, no deberían sorprender lo más mínimo. ¿Cómo se comportarán unos niños en una isla desierta? Como se cuenta en la película, ni más ni menos. Entre la imitación del adulto (intentos de organización social y jerárquica) y el propio bagaje genético (la tribu y la vuelta a la condición de cazador-recolector de la caverna) se generará un ecosistema donde sólo cuente la supervivencia del más fuerte: la ofrenda de la cabeza del cerdo que es la del propio Piggy, representa al eslabón más débil, al que más recuerda a la civilización dejada atrás. De Robinsón a Kurtz, de Daniel Defoe a Joseph Conrad, en lo profundo sigue habitando la bestia, el salvaje. Se añade el terror impío del cuento infantil, el chantaje emocional para que comas, para que obedezcas, para que te portes bien, una táctica que perdura en el mundo adulto: del infierno dantesco de la religión al drama amenazante del paro: de la negación del contrato social de Rousseau a la instauración de la doctrina del shock de Friedman: del estalinismo totalitario al darwinismo capitalista.
La mirada reprobadora del oficial de marina toca la campana: hay que volver a clase.
No, la película no me sorprende, lo que me sorprende es cuán profundo estaba todo este recuerdo sepultado.
domingo, enero 15, 2012
"Rashomon", de Akira Kurosawa
Aquí, en la puerta de Rashomon, vivía un diablo y dicen que se fue por miedo a los hombresRashomon era una de las puertas de la ciudad japonesa de Kioto en la época medieval. Refugio de malhechores, muladar de hombres, inclusa callejera de niños abandonados. Tres hombres se resguardan de la lluvia bajo las magras tejas del pórtico semiderruido y conversan sobre un crimen reciente del cual dos de ellos, un leñador (Takashi Shimura, el inolvidable protagonista de otra de Kurosawa, "Vivir") y un sacerdote (Minoru Chiaki, otro habitual de las películas del director japonés), han sido testigos del juicio.
Un cluedo japonés: ¿quién mató al señor Kanazawa (Masayuki Mori)?
- El bandido Tajomaru (Toshiro Mifune: sinónimo de Kurosawa) con su espada después de haber violado a la mujer de Kanazawa (Machiko Kyo; ella y Masayuki Mori también serían pareja protagonista en otra película japonesa mítica, "Cuentos de la luna pálida" de Kenji Mizoguchi).
- La señora Kanazawa con una daga, incapaz de soportar la vergüenza implícita en la mirada glacial y acusatoria de su marido.
- El propio Kanazawa, suicidado en deshonra, que da testimonio post mortem por boca de una médium en uno de los pasajes más alucinantes de la cinta.
Toshiro Mifune es un pícaro duende del bosque, un sátiro insaciable lleno de vitalidad, de nuevo bordando el papel de antihéroe, como en "Los siete samuráis", como en "Yojimbo", como en "Sanjuro", arquetipo auténtico del aventurero indómito, de la espada a sueldo que sin embargo acaba siempre sirviendo a la mejor causa. En "Rashomon" la épica se aleja para dejar al descubierto la patética realidad: las espadas tiemblan de miedo en las manos de los guerreros y no hay valor en el combate si no es con un buen trago de saltaparapetos, insuflado en esta ocasión por el rencor de la humillación, un motor poderoso en el espíritu de los cobardes: el egoísmo es el dios único.
Decía Kurosawa que "Rashomon" era una reflexión sobre la vida.
El mundo es un lugar terrible.
lunes, enero 09, 2012
Revista. La Caja de Pandora nº 3 "Especial Asesinos"
(Ilustración de Tomás Serrano para "La Caja de Pandora nº 3")
Páginas y páginas de puñaladas, degüellos, estrangulamientos, balazos y cualquier otra forma imaginable de matar: matar de todo menos de aburrimiento.
Este lunático Licantropunk, desesperado monstruo ávido de celuloide sanguinolento, contribuye con un par de hachazos cinematográficos: "El cebo" de Ladislao Vajda y "Justino, un asesino de la tercera edad" de Santiago Aguilar y Luis Guridi (La Cuadrilla). Pero ojo, que el mango de este hacha (de todas) está sujeto por cuatro manos: Akebono, claro: cómplices en el delito.
Felicidades a todos los que han puesto su esfuerzo e interés en este número: si les pagaran por ello seguro que no lo iban a hacer mejor.
La revista se puede descargar desde aquí.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)