"Under the Silver Lake" se puede clasificar, fácilmente, como una película... inclasificable. Pero las pistas para desvelar el propósito (o al menos uno plausible) de esta cinta se hallan insertas en su propio celuloide: tan nítidas como bien entintadas: viñetas de cómic. Y dentro de un mundo tan amplio como es el del noveno arte, la trama apunta hacia el cómic de perspectiva underground que presentan autores estadounidenses como Charles Burns o Daniel Clowes, surrealismo moderno de telón de fondo urbanita y fuertemente enraizado en la cultura pop que se ha encargado de forjar la educación sentimental de las mareas juveniles de los últimos cincuenta años. "Under the Silver Lake" es un tebeo, y cualquiera que haya leído obras como "Tóxico" o "Como un guante de seda forjado en hierro", por poner los ejemplos más bizarros, puede haberse topado con un lenguaje visual que produzca impactos estéticos similares a los de la propuesta del director y guionista David Robert Mitchell.
¿Y si el "Nevermind" de Nirvana lo hubiera creado en realidad un ávido compositor octogenario corroído hasta la médula por el ansia mercantilista de las grandes discográficas? La edad de la revolución adolescente, su onanismo y su desenfreno hormonal, es pastoreada a golpe de tarjeta de crédito por marcas multinacionales que convierten las pulsiones airadas del fin de la niñez en jugosas cuentas de resultados: la rebeldía punk, asocial y nihilista, transformada en una dolorosa aceptación del mantra invencible del "consume hasta morir": la banda sonora y el uniforme de tu inconformismo se vende de oferta en plantas consecutivas de unos grandes almacenes.
Andrew Garfield interpreta a Sam, superviviente grunge (ahora la referencia comiquera apunta a Buddy, el personaje creado por Peter Bagge para su serie "Odio" y que proporcionó un icono certero para el último intento de la música rock de perpetuar un arquetipo de imparable fuerza antisistema: otra batalla perdida), un chaval no job, no future, que busca a una chica desaparecida: cherchez la femme. Sam queda atrapado en una cadena de sucesos donde se mezcla lo onírico, lo conspiratorio, la leyenda urbana y el mito hollywoodiense que es la propia ciudad de Los Ángeles.
Ecos de Alfred Hitchcock resuenan en los fotogramas y no sólo porque la música que acompaña a la proyección recuerde a lo que Bernard Hermann componía para el genio inglés, influencia cinematográfica indisimulable a la que se uniría David Lynch con títulos como "Mulholland Drive" o "Carretera perdida". Y se pueden mencionar otras películas como "Chinatown" de Roman Polanski o "El crepúsculo de los dioses" de Billy Wilder: cineastas que han legado a Los Ángeles un aura mística de malditismo, de territorio sembrado de cadáveres para alimentar la podredumbre moral de una estirpe decadente, aquella surgida alrededor de las colosales ganancias del negocio del cine: auténticos faraones modernos, viciosos y enfermos de codicia, que fagocitaban las ilusiones de miles de actores aspirantes a estrellas: la extraordinaria fábrica de sueños que se alimentó sin piedad de autobuses llenos de esperanzas que aún no conocían su destino final de ilusiones rotas.