El espacio de un sueño mil veces transitado: las calles de la infancia. Aunque la ciudad natal haya cambiado tanto y el barrio (Garrido) no sea ni la sombra de lo que fue, la cartografía de los sueños suele parecerse al callejero de la niñez en vez de a la versión actual. El camino de la escuela grabado a fuego en el subconsciente: los parques, los descampados, los quioscos, las vías del tren, las escombreras: barrizales en otoño y sol implacable en verano: escolopendras y lagartijas en botes de cristal: rodillas siempre desconchadas, ojos siempre atentos, para una generación en la que la calle era el campo de juego. Sí, la infancia es la patria a la que retornas mientras duermes.Un eminente doctor sueco, ya anciano, experimenta vívidamente los primeros veranos de su existencia el mismo día que va a recibir los honores máximos de su profesión. El viaje en coche de Estocolmo a Lund, donde se celebra el acto, será un viaje a los orígenes: entre ensoñaciones, recuerdos y charlas con sus compañeros de viaje, se produce el retorno onírico a la última época de pureza: las fresas salvajes son las vacaciones familiares en plena naturaleza, idílicas y despreocupadas, pero también son símbolo de la perdida de la inocencia. El fin de la niñez marca el inicio de una existencia rígida de raíz luterana, de dedicación incansable al trabajo y de la ausencia de cualquier sentimentalismo, asfixiado sin piedad, una herencia enferma transmitida de padres a hijos. Soledad y egoísmo. Quizá no haya merecido la pena, quizá la vida era otra cosa.
El sueño del principio de la película: los relojes no tienen manecillas y tu propio cadáver se aferra a tu brazo con la desesperación de los ahogados. El tiempo se acaba. Carpe diem.


