lunes, noviembre 26, 2018

"A ghost story", de David Lowery

Se podría decir que las historias de fantasmas conforman los primeros vestigios de cultura pop manifestados por la humanidad: iconos indelebles forjados en los relatos nocturnos que el clan transmitía de generación en generación, a la luz inquieta de la lumbre. La tradición oral dio origen a múltiples fantasías insomnes, imágenes de pesadilla protagonizadas por hechiceras deformes, duendes malévolos, impíos hombres del saco y una legión de almas en pena a las que les parecía propicia la hora lúgubre de la medianoche para darse un paseo espectral entre los vivos, abrigados del relente con la tela blanca de sus sudarios.
Del arquetipo elemental del fantasma y su sábana, se extrae el cuento posmoderno de "A ghost story": el espíritu del difunto reciente que rechaza el sendero de la luz blanca al final del túnel para permanecer anclado al lugar donde desarrolló su vida cotidiana y donde quedaron, sumidos en la tristeza del luto, sus seres queridos. O al menos donde lo harán durante un tiempo: el espectro perdura en la casa encantada aunque ésta sea objeto de mudanza y el rastro de sus habitantes halla sido engullido por el calendario. Las agujas del reloj no se detienen y la decrepitud que acompaña la entropía del sistema se muestra implacable. Esa inevitable ruina del futuro será la gran verdad trascendente que insinuará la película.
Un encuadre reducido de bordes acantonados retrotrae al espectador a la época decimonónica en la que hacían furor las reuniones espiritistas: daguerrotipos en sepia que presumían de haber capturado el instante insólito de la manifestación aterradora de un visitante inesperado. La peor parte del metraje se la lleva su persistente banda sonora, empeñada en forzar el sentimiento que se debería experimentar en cada escena de la película, un vicio melodramático de manual que produce cierto hartazgo durante la proyección: los cineastas valientes deben tener una confianza mayor en la propuesta de sus fotogramas, más aun si, como es el caso, es una propuesta arriesgada: todo o nada y a apagar la radio.
Por otro lado parece acertado retener las escenas para contagiarlas del tedio eterno que sufrirá el aparecido que se encuentra encadenado a un lugar durante siglos, prisionero de la tarea inútil de ser espectador mudo, pena sólo aliviada en ciertos momentos en los que se le concede al fantasma el arrebato liberador de un poltergeist. Romper el bucle, ese recurso protagonista de muchas de las últimas producciones de cine fantástico ("El infinito", "El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares", "Looper", "Prime", "El descubrimiento") y que creo que no está bien resuelto en "A ghost story", un bucle que de tanto usarlo como giro argumental, tantas veces roto, corre el riesgo de volverse un bucle melancólico.

lunes, noviembre 05, 2018

"The Discovery", de Charlie McDowell

¿Quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, pero, sobre todo, ¿a dónde vamos? Tres famosas preguntas, más famosas aún desde que el grupo vigués Siniestro Total tituló así uno de sus temas más conocidos. Tres cuestiones de complicada respuesta y a la última de ellas es a la que aplica el contenido de la película "The Discovery". En realidad el cine había respondido a esa pregunta en múltiples ocasiones y de variadas formas: "Beetlejuice" de Tim Burton, "Coco" de Lee Unkrich o "After life" de Hirokazu Koreeda surgen a primera memoria y resolviendo el enigma de manera bastante jocosa: si ni siquiera con la muerte nos va a llegar un merecido descanso eterno, pues que al menos sea para terminar en un lugar animado.
"The Discovery" y sus experiencias cercanas a la muerte ("Línea mortal" de Joel Schumacher como referencia cinematográfica segura del tema) parecía un título propicio para el día de fiesta, entre luctuoso y vitalista, que nos ha otorgado la posmodernidad: la melancolía del Día de Todos los Santos mezclándose de modo extraño con la celebración disfrazada de la Noche de Halloween (a fin de cuentas, un puente de cuatro días para el que haya podido disfrutarlo). El resultado es un sci-fi romántico que se visiona con interés porque el guionista ha sabido sazonar la trama con varias intrigas paralelas, pero lo que quedará en el recuerdo cinéfilo será el haber contemplado un filme grisáceo, que venera a los difuntos y el oficio de cadáver con una honda vena fatalista, sentimentalismo desdichado al que su protagonista, el televisivo Jason Segel, aporta únicamente caras de tristeza de escaso provecho actoral: no todos los cómicos valen para pasarse al drama. Y como en la película también aparece Robert Redford, será mejor no establecer otras comparaciones odiosas. En cuanto a la protagonista femenina, Rooney Mara, espero verla pronto en otra recomendación que he recibido por diversas fuentes y que estoy tardando demasiado en atender: "A ghost story".