La lista de obras maestras filmadas y firmadas por el cineasta francés Louis Malle es impresionante: "Ascensor para el cadalso", "El fuego fatuo", "Un soplo en el corazón", "Lacombe Lucien", "Adiós, muchachos", "Atlantic City", "Vania en la calle 42". Siempre polémico, siempre genial, sin miedo a abordar temas que propicien debates intensos alrededor de asuntos considerados tabúes absolutos, tanto para la hipócrita vida social de su época como para la falseada fachada histórica de la Francia heroica de La Résistance: resquebrajaduras en el monolito antinazi.
Así pues, ¿en qué mayo podría estar Milou sino en el Mayo de 1968, mítico símbolo revolucionario de la lucha contra el capitalismo? Guerra de Vietnam, imperialismo, autoritarismo, explotación. Las causas a combatir durante aquella primavera parisiense eran muchas y buenas, loables en su inmaculado repertorio, pero sobre todo ponían en relieve las profundas contradicciones del movimiento: estudiantes burgueses contra la burguesía que los alimentaba, que les proporcionaba un status superior, que les acogería amorosamente en cuanto se sacaran el título. Serán los sindicatos obreros, que veían a las agrupaciones de estudiantes universitarios como juegos de niños de papá aburridos de sus privilegios, los que realmente pondrían en apuros al presidente Charles De Gaulle y al primer ministro Georges Pompidou al convocar huelgas generales que paralizarían la nación francesa durante días.
Ese telón de fondo convulso y ya legendario (De Gaulle disolvió el gobierno y convocó elecciones en junio que, paradójicamente -o no tanto- supusieron un avance de los conservadores de derechas y un retroceso de las posiciones izquierdistas) es el que se encuentra la familia de Milou (Michel Piccoli), convocada a reunión en la hacienda familiar tras el fallecimiento de la abuela, matriarca del clan. Días de luto y duelo transfigurados en un alocado velatorio, exequias insensatas que se balancean entre el miedo tribal a la pérdida de prebendas que puede reportar la revolución radiada y la codicia innata del reparto de la herencia, ese vicio consuetudinario de todos los biennacidos.
Las pulsiones sexuales escondidas durante años entre los que disfrutaron juntos de largos veranos despreocupados de manteles blancos y sudores refrescados en riachuelos privados, terminan de configurar una estupenda comedia del año 1990 que se puede adjetivar de forma certera como berlanguiana: "La escopeta nacional" en versión francesa, ruedo ibérico emigrado a viñedos del norte, aquellos a los que trashumaban cada año nuestros esforzados vendimiadores: lucha de clases esperpéntica y caricaturizada, que pone el foco en el lado ocupado por una burguesía alejada de los problemas del mundo real y presentada como un ente aterrorizado ante el fin de su ensoñación: una cinta que es una hipérbole indudable, pero que acierta al exhibir falsedades, ranciedades y patetismos que perduran hasta hoy. Gran película.