miércoles, marzo 31, 2021

"Vicky Cristina Barcelona", de Woody Allen

Polémica película para un director polémico: con él llegó el escándalo. Y ese escándalo, conocido por todo el mundo, complicó encontrar la financiación necesaria (a pesar de que las películas de Woody Allen se distinguen por su bajo presupuesto) para que el director de Brooklyn mantuviera su cadencia de una película por año. Llegó a un acuerdo con Mediapro, conocida por todo el mundo, al menos el de aquí, también, para que la compañía del no menos polémico Jaume Roures financiara tres rodajes, el primero de los cuales sería "Vicky Cristina Barcelona" (después vendrían "Conocerás al hombre de tus sueños" y "Midnight in Paris").

Cuentan las malas lenguas que el contrato, mefistofélico, obligaba a que ese primer componente del trío debía ser rodada en Barcelona, de modo que el prestigio artístico del cineasta quedara unido por siempre al nombre de la ciudad condal, más aún, ese nombre tenía que aparecer obligatoriamente en el título. Así, el nefasto rótulo de la película podía ser fruto del pataleo y posterior zanjado de la cuestión contractual por parte del director: el chantaje monetario se hace patente en que la cinta aparezca a ratos como un publirreportaje bastante cutre. También sale Oviedo, sí, pero si se hace caso a la reciente autobiografía de Woody Allen, "A propósito de nada", la escapada a Asturias parece justificada por el amor que Allen asegura tenerle al sitio.

Entonces, ¿es "Vicky Cristina Barcelona" algo más que un anuncio comercial bien pagado? Pues apartando la morralla tópica (que, por otro lado, produjo que la película fuera un éxito en Estados Unidos, y, en España, mucho criticar, pero fue la tercera película más taquillera del año 2008) y propagandística, sosteniéndose en las estupendas actuaciones de Penélope Cruz o Rebecca Hall (de nuevo Allen como enorme director de actrices) se asoma una de las películas más sensuales y provocadoras del gran genio del séptimo arte, un metraje en el que se desmontan los presupuestos argumentales de su mercenaria primera parte para volver a incidir en las contradicciones de la alta sociedad estadounidense, acostumbrada a obtener todo lo que desea firmando un cheque, todo excepto el talento y la sabiduría, bienes impagables que solo son otorgados por la inquietud y la constancia. La cultura, ese ansia.

domingo, marzo 14, 2021

"Black Beach", de Esteban Crespo

Llegaba de nuevo la gala de entrega de los premios Goya, un evento anual que no me suelo perder y, de nuevo también, llegaba sin haber visto apenas uno o dos de los títulos que atesoraban alguna nominación, carencia cinéfila por mi parte que, me temo, se repite en los últimos años y cuya causa se balancea entre el desinterés por la mayoría del cine español actual y la falta de oportunidad de contemplarlo.

Decidí ponerme al día con dos de las cintas que tenía más a mano (de la mano del mando a distancia) y que eran "Adú" de Salvador Calvo y "Black Beach" de Esteban Crespo: películas que compartían la singular condición de africanistas y que en lo que respecta a "Adú", primus inter pares en cuanto al número de cabezas de Goya capaz de recolectar: la más del año en nominaciones, pero en estos premios eso puede significar nada o muy poco a la hora de alcanzar la ansiada lista final de ganadores: cabezones jibarizados.

Primero vi "Adú" y tengo que reconocer que durante el primer tramo de proyección fueron múltiples las tentaciones de parar el rollo y pasar a otra película, sonrojado ante un guion tan plano. Sin embargo aguanté como el cinéfilo entregado que me considero (con peores fotogramas me he topado muchas veces y llegué hasta el alivio salvador del "The End")  y el metraje fue capaz de ofrecer algunos buenos momentos. "Adú" es una historia de vidas cruzadas con tres cauces: un niño que quiere llegar a España, un guardia civil de los que vigilan la valla de Melilla y un filántropo animalista que tiene una hija drogadicta (o algo así). Esta última será la trama más atractiva de las tres, solo sea porque esta interpretada por Luis Tosar y Anna Castillo y parezca la menos sensacionalista, efectista o simplista del trio. Aunque también lo sea.

"Black Beach" encabeza el título de la entrada del blog por la sencilla razón de que me gustó más. Tiene su enjundia esta intriga que discurre por la cloacas de la política internacional, protagonizada de modo convincente por Raúl Arévalo, especie de Jason Bourne de ONG sin licencia para matar pero sobrado de pundonor. Impíos dictadores africanos, voraces multinacionales petrolíferas y altos funcionarios maquiavélicos aderezan un potaje de buena digestión en la que el condimento castizo lo aporta Candela Peña haciendo, como de costumbre, de Candela Peña. Dos cintas para una tarde pregoyesca que al menos sirvieron para poner el foco del espectador en África, olvidado vecino de abajo de todo el mundo. Excepto de los chinos, claro.

domingo, febrero 28, 2021

"The Assistant", de Kitty Green

En octubre de 2017, el movimiento #MeToo alcanzó un impulso mediático extraordinario al hacerse públicas las acusaciones de abuso sexual contra el todopoderoso productor cinematográfico Harvey Wenstein, fundador en los años setenta, junto a su hermano, de Miramax (en honor a sus padres, Miriam y Max), empresa peliculera que fue en su día emblema del cine independiente y que terminó distribuyendo algunos de los mayores taquillazos de las últimas tres décadas.

Y precisamente una película independiente será la que se introduzca en el despacho neoyorquino del presidente de esa compañía cinematográfica de la que usted me habla, para mostrarle al espectador lo que sucedía allí antes de octubre de 2017, en el intervalo temporal estirado más allá de cualquier convenio laboral razonable de un interminable día de trabajo, un lunes cualquiera del invierno, blue monday seguro, en el que la secretaria directa del tirano innombrable, déspota womanizer, dictador caprichoso, se debate entre su empleo y su conciencia, interpretada magistralmente y de forma ubicua por Julia Garner, aquella intrépida hillbilly de la notable serie "Ozark".

La virtud de la cinta estará en dejar lo peor para el fuera de plano: rumores y maledicencias para prácticas inmorales que parecían verdad y que resulta que lo eran: puertas cerradas y reservas de habitaciones de hotel para la hora del almuerzo. Harvey Wenstein pena los estragos que produjo en forma de acoso, agresión o violación a docenas de mujeres, con una condena de veintitrés años de presidio, pero la película amplía el foco para denunciar de modo incontestable prácticas de abuso de poder que se consideraban naturales, obvias e incluso necesarias para todos los que rodeaban al depredador y miraban para otro lado mientras la empresa proporcionara puestos de trabajo y beneficios: pacto mefistofélico de silencio que es uno de los aspectos más repugnantes del escándalo. Wenstein fue la primera pieza de un dominó imparable: el Efecto Wenstein, ola descontrolada que alcanzó a empresas, organismos y gobiernos de todo el mundo y que ha llevado a considerar la reforma de códigos de conducta e incluso penales de muchos países, una ola que aún no ha parado y a la que le queda mucho territorio por anegar.

domingo, febrero 07, 2021

"Bajocero", de Lluís Quílez

Durante los años setenta y ochenta del siglo pasado, se hicieron múltiples películas, muy violentas, en las que un héroe (o antihéroe) en solitario, un campeón invencible heredero de los míticos guerreros griegos, combatía el mal con pocas palabras y muchos disparos: el ánimo sacrificado de poner orden en el mundo, de equilibrar el fiel de la balanza más allá de consideraciones morales o contratos sociales ilustrados. En esa tendencia cinematográfica de gran éxito y popularidad, se puede considerar como título primordial del género a "Harry el Sucio" de Don Siegel, con el inspector de policía Harry Callahan, interpretado por Clint Eastwood, impartiendo la justicia que a una parte de la ciudadanía, harta de corrupción y recovecos judiciales, le parece tan obvia como necesaria: la transformación del servidor de la ley en su intérprete: el funcionario público que aparta los legajos que le estrujaron la retina cuando estudió las oposiciones y que juró defender cuando le dieron una placa. Adiós a todo eso. Recuerdo que a esas películas muchos críticos les ponían la etiqueta de "cine fascista", un epíteto, el de fascista, que se sigue empleando con la misma ligereza en la actualidad, hasta diluir su significado. En cualquier caso, solía tratarse de cine policiaco muy entretenido en el que siempre había un momento en el que el espectador, expectante, se preguntaba si el justiciero de turno sería capaz de apretar el gatillo: el ángel o el diablo, cada uno sentado en un hombro. De poli bueno a poli malo sin necesidad de dos actores y en un viaje sin retorno.

"Bajocero" (no entiendo la necesidad de esta redacción errónea para el título) es una película española cuyo protagonismo está ocupado por el Cuerpo Nacional de Policía: atendiendo al éxito reciente de la serie "Antidisturbios" de Rodrigo Sorogoyen, sólo cabe decir ¡Más madera! El traslado nocturno e invernal de unos presidiarios de un penal español a otro dará lugar a un buen thriller, tan bien realizado como estupendamente actuado, una película que da lustre a las películas de acción rodadas en España. Esa cuerda de presos la compone un catálogo diverso de estereotipos criminales, seis ejemplos de identificación simple: el rumano violento, el inmigrante lumpen, el contable corrupto, un yonqui fuera de época, el viejo chorizo nacional y, para cerrar este grupo salvaje patrio, el delincuente juvenil. El ladrón bueno, el ladrón malo: ¿a quién le ofrecerá redención el guionista y a quién condenará irremediablemente? Sin duda, será un reflejo de lo que la propia sociedad detenta en la actualidad cual masa rencorosa y atemorizada, atribulada por los brutales crímenes y las horrendas violaciones que han arrasado los noticieros de los últimos años. Sin comentar nada más para que el que no haya visto la película tenga ocasión de reflexionar sobre lo escrito, solo queda añadir que esta película no hay quien se la crea: imposible que Javier Gutiérrez, con su altura, hubiera pasado las pruebas físicas para acceder a la Escuela Nacional de Policía de Ávila (Abulae in caelo inmotum lumen). Aunque, claro, hace nada interpretó a un entrenador de baloncesto... La magia del cine.

domingo, enero 31, 2021

"Lux Æterna", de Gaspar Noé

A Gaspar Noé le persigue una escena, quizás la más famosa de su filmografía, aquella en la que, en la película "Irreversible", se retrata con crudeza una violación en un solitario paso peatonal subterráneo, secuencia interpretada además por Monica Bellucci, incuestionable sex symbol del cine europeo: polémica sobre polémica. Y, sin embargo, es "Irreversible" una película realmente buena, un extraordinario ejercicio de arquitectura cinematográfica que se puede ver lastrado porque para el recuerdo sólo queden esos sórdidos y violentos fotogramas. A Noé se le adjudicó instantáneamente el puesto de vigente "niño terrible" del cine francés, y lo peor que puede hacer un buen director de cine con esas simplificaciones es intentar sostenerlas como sea.

"Lux Æterna" resulta ser un mediometraje generado en colaboración con la marca de moda Yves Saint Laurent, un germen de campaña publicitaria que se pasó de anuncio comercial y que no alcanzó la dimensión de película canónica: si todo este rollo se monta para vender ropa carísima, el malditismo y la rebeldía quedan de lado, me temo. El metraje a mí me recordó a esas proyecciones extrañas que se ven en los museos de arte moderno, trabajos personales que suelen renunciar al argumento para potenciar la puesta en escena y, ante todo, el aspecto visual de la obra. En ese sentido "Lux Æterna" tampoco llega a ningún lado. Se propone como un guion de metacine, de nuevo poniendo en tela de juicio la autoría de los filmes, un triángulo maldito entre director, productor y guionista al que se añade, como en "Lux Æterna", el puesto de director de fotografía (seguro que alguna película ha sido realizada por ese "best boy" que aparece en muchos créditos y que nunca he sabido a qué tareas se dedica, a parte de ser un chico estupendo, eso sí). Múltiples citas incrustadas de directores como Godard, Dreyer o Buñuel e insertos de fragmentos de la cinta muda "La brujería a través de los tiempos" de Benjamin Christensen. Pues eso, metacine: cine alrededor del cine.

Mi única incursión en el mundo de la actuación tuvo lugar como intérprete menor en la obra de teatro "Proceso, anatematización y quema de una bruja en un ensayo general", de Ramiro Pinilla, drama en el que la representación de un juicio de la Inquisición española termina con la actriz principal, no la bruja, ardiendo en una pira bien nutrida de alcohol de quemar con el que empapamos un montón de algodón: los efectos especiales en la droguería del barrio. El trasfondo de aquel argumento se centraba en el periodo de la Transición, era fuertemente político, y la ejecución de la bruja suponía un mensaje de represión de la libertad recién alcanzada: el casting enloquece y es el autor el conducido al holocausto: ¡Vivan las caenas! Charlotte Gainsbourg, símbolo libertario del cine moderno, será la que termine en la hoguera. O quizás lo sea el espectador, aturdido por pantallas dobles que cuentan tramas paralelas imposibles de seguir y, sobre todo, al borde de la epilepsia fotosensible por tanta luz de discoteca restallando en su retina. El director de fotografía, ese golpista que en cuanto le dejan meter mano se convierte en dictador.

domingo, enero 24, 2021

"Un condenado a muerte se ha escapado", de Robert Bresson

Sostenía Robert Bresson que con la invención del cine sonoro se había logrado introducir, al fin, el silencio en el cine. Así, sostenía además Robert Bresson que en "Un condenado a muerte se ha escapado", probablemente su mejor película junto a "Pickpocket", el gran fallo había residido en añadirle una banda sonora extradiagética que acompañara a la trama, un grave error, sostenía Bresson, y ello a pesar de que la partitura estuviera firmada por Wolfgang Amadeus Mozart. Sostenía muchas cosas Robert Bresson, tantas que escribió un libro con todas ellas, sus aforismos, un compendio singular titulado "Notas sobre el cinematógrafo", que he leído como debe hacer cualquier cinéfilo aplicado, y que constituye una intransitable colección de sentencias extrañas que, sostenía Bresson, constituían la innegociable metodología que aplicaba a su obra. O no.

Francia ocupada. En Lyon, el teniente Fontaine (François Leterrier) es interrogado (antes de que empiece el metraje) en el tristemente célebre Hotel Terminus, sede local de la Gestapo, y desde allí es conducido a la no menos triste fortaleza militar de Montluc, breve viaje en el que el intrépido Fontaine ya llevará a cabo su primer intento de huida. Las memorias de André Devigny, héroe de la Resistencia, son respetadas para el rodaje de su evasión, otra entrada para un género, el de las prisiones y sus fugas, que siempre se disfruta: la imaginación, la improvisación, la tensión. Robert Bresson, cineasta zen, que pasó dieciocho meses en un un campo de concentración alemán durante la Segunda Guerra Mundial y que, por tanto, conocía bien las condiciones de vida de un prisionero de guerra, transforma al espectador en el condenado: el actor despojado, un hueco libre apto para la inmersión, para que el observador se convierta en el personaje y experimente sus sufrimientos y sus esperanzas. Retoque de lo real con lo real. Películas lentas donde todo el mundo galopa y gesticula; películas rápidas donde casi nada se mueve. Genio y figura este Bresson. Gran película.

domingo, enero 17, 2021

"Palabras para un fin del mundo"', de Manuel Menchón

El año pasado fue el año de Benito Pérez Galdós o el de Ludwig van Beethoven, pero también fue un año de Miguel de Unamuno y Jugo, como lo fue el anterior: todos los años parecen ser el año de Unamuno. Si en 2019 su figura protagonizó una de las películas destacadas de la temporada, "Mientras dure la guerra" de Alejandro Amenábar, el documental "Palabras para un fin del mundo" de Manuel Menchón vuelve a subir a la palestra pública los aspectos más controvertidos de los últimos capítulos de la biografía del eterno rector de la Universidad de Salamanca.

El director Manuel Menchón ya había dedicado un largometraje a Unamuno, la cinta "La isla del viento", poniendo el foco en sus días de destierro en Fuerteventura durante la dictadura del general Primo de Rivera: Miguel de Unamuno era un genio sobrado de genio (la primera vez que se encontró con Ramón del Valle-Inclán, otro genio iracundo, en la Carrera de San Jerónimo, siendo presentados por Pio Baroja, tuvieron que separarlos para que no se liaran a bofetadas). Sus ideas y, ante todo, su prestigio internacional (el régimen nazi alemán maniobró para impedir que le fuera concedido el premio Nobel), eran un botín codiciado por cualquier bando: tener a Unamuno en la foto aportaba una pátina de lustre y legitimidad.

Pero el intelectual salmantino nacido en Bilbao (los charritos nacemos donde nos da la gana) era mal compañero de viaje: demasiado crítico, demasiado rebelde, demasiado lúcido: A veces callarse es una forma de mentir, meditaba el filósofo en su mortal proclama del 12 de octubre de 1936. Demasiado incómodo. Menchón aborda, en una exposición de las circunstancias tan sentimental en su estética como bien argumentada en su fondo, la cuestión del fallecimiento de Don Miguel: el famoso olor a zapatilla quemada, ¿fue por causa natural o inducido por la "Causa General" que el golpe de estado del 18 de julio articuló desde su nacimiento y prolongó durante cuarenta años? Unamuno muerto pero nunca enterrado, referencia certera para inconformistas testarudos y pensadores letraheridos.

sábado, diciembre 26, 2020

"El pastor", de Jonathan Cenzual Burley

Si existe un título cinematográfico emblemático para las fechas navideñas, ese es sin duda "Qué bello es vivir" de Frank Capra. En esa película se retrata la lucha de un hombre integro y honesto, George Bailey (James Stewart), un idealista capaz de renunciar a sus sueños para combatir los abusos de un malvado ricachón de folletín decimonónico, el señor (tal cual) Harry Potter (Lionel Barrymore), un Mr. Scrooge sin fantasma que lo enderece, de insaciable apetito inmobiliario. Sí, en los años cuarenta el capitalismo salvaje ya hacía temblar las hipotecas del pueblo llano, la clase trabajadora golpeada sin piedad por los embates de especuladores urbanísticos sin escrúpulos.

La Armuña, comarca donde habito, no presenta de entrada grandes similitudes con el ficticio pueblo de Bedford Falls donde Capra rodó su inmortal drama de profundo carácter religioso, pero determinados paralelismos argumentales con "El pastor" de Jonathan Cenzual pueden ser excusa propicia para apuntar, una vez más, que el mundo es un pañuelo. En "El pastor", Anselmo (Miguel Martín) vive en una casa dotada de escasas comodidades, en medio del secano raso del campo armuñés, cuidando de sus ovejas en soledad: el buen salvaje, en el sentido planteado en la obra de Jean Jacques Rosseau y, por tanto, un ser pacífico, recto en su moral y, por supuesto, incorrupto. E incorruptible. La parcela desde la que contempla los espectaculares amaneceres y atardeceres que tiñen de colores vivos (la fotografía de la película es fantástica, revelando a un autor con excelente ojo de cineasta) los cielos que nos cubren, se convierte en objetivo de una constructora de bloques de chalets adosados, ese horror moderno (mi retina está acostumbrada a pasear por calles de un pueblo medieval donde cada casa es distinta de la siguiente, aun más, donde cada ventana de cada casa era distinta de cualquier otra de las ventanas de la misma casa) de uniformidad rentable: queremos su terreno para hacer una pista de pádel, le sueltan tan ufanos al pastor, absortos en su estupidez de mediocridad contemporánea. Anselmo contesta que no, inmune a la avaricia, y se despliega el conflicto en la pantalla, cuando, ante la negativa rotunda del pastor, sólo debería existir el sinflicto (le tomo ese genial sustantivo a Leonardo Padura).

En "Qué bello es vivir", la tragedia vital que lleva a George Bailey a acariciar tendencias suicidas alcanza un punto de inflexión cuando éste se lanza desde un puente a las heladas aguas (aguas bíblicas) del río de Bedford Falls para salvar al ángel que vino a salvarlo a él y a terminar de redactar una parábola de santos modernos volcados en el amor al prójimo y faltos de codicia. Anselmo también se tira a un pozo para rescatar al niño que se ha caído bordeando la seguridad incierta del brocal. Sin embargo, rescatar a ese angelito de su ahogamiento le sirve únicamente para llevarse una hostia (nada bíblica) del padre. Porque estos campos castellanos (la madre en otros tiempos fecunda en capitanes, madrastra es hoy de humildes ganapanes: Antonio Machado bien lo sabía) no dejan entrever la posibilidad de un final hollywoodiense, y estos asuntos de fincas, lindes y heredades (Jonathan Cenzual, con el que tengo orígenes comunes en el más bello pueblo de la Sierra de Francia también, sin duda, lo ha de saber) pueden acabar como el rosario de la aurora: de Frank Capra a Sam Peckinpah, para que me entiendan en términos de ética y estética del celuloide, aunque el sello que coloca Jonathan Cenzual es de nombre propio y certero. Gran película.

lunes, diciembre 21, 2020

"Rififí", de Jules Dassin

Le Noir. En el cine negro europeo "Rififí" es una referencia segura, no sólo por ser un ejemplo arquetípico del género (el director Jules Dassin inició su carrera en Hollywood y su potente carga visual tuvo que cruzar el Atlántico cuando fue incluido en las listas negras del infausto senador Joseph McCarthy), sino porque el disfrute de su contemplación está asegurado: los amantes de las narrativas canónicas del cine criminal, heredadas de los ejemplos mayestáticos de la literatura y el cine estadounidense de los años treinta y cuarenta, tendrán sin duda en esta cinta su rififí (termino del argot lumpen francés que viene a significar armar una buena bronca: después de la película pasó a denominarse así el método butronero que se enseña, manual de uso preciso, en el metraje). Para que me entiendan, en cuanto a su trama "Rififí" no se suele colocar junto al inescrutable "Alphaville" de Jean-Luc Godard, pongamos por caso.

Dejando atrás sus tipos duros (ya no hay tipos duros como los de antes) y sus mujeres fatales (ya no hay mujeres fatales como las de antes), su estética poderosa y su magnético blanco y negro, lo que logra hipnotizarme en esta película, sin permitirme el menor parpadeo, es la coreografía exacta que despliega el cuarteto que se dispone a reventar la caja fuerte de una joyería parisiense. Esas escenas hacen pensar que el guion de la película se construyó como si fuera la preparación concisa y planificada al detalle del atraco, un entrenamiento meticuloso que los actores tuvieran que repetir y repasar una vez tras otra durante semanas para alcanzar ese ideal del golpe perfecto, sin la mínima fisura. Todo perfecto, menos las imprevisibles pasiones románticas de cada cual, claro. Cherchez la femme.

martes, diciembre 15, 2020

"Fiebre del sábado noche", de John Badham

Proponer a Tony Manero como un héroe de la clase trabajadora no es un ejercicio moral desatinado: otra fabulación del sueño americano fácilmente convertible en pesadilla. En la época de su rodaje, un intervalo temporal que abarca desde finales de los setenta a principios de los ochenta y que coincide con una profunda crisis económica, en el panorama cinematográfico estadounidense se realizaron diversas películas, de éxito taquillero, en las que el working class hero era un leitmotiv reconocible. "Rocky" de John G. Avildsen sería el título paradigmático, pero el icónico bailarín interpretado por John Travolta (que tiene un poster de "Rocky" colgado en una pared de su cuarto), no le va a la zaga, proporcionando además un personaje más reconocible y cercano: cualquier currante incógnito puede ser el rey de la pista cuando llega el sábado noche.

En aquellos años la ciudad de Nueva York era una comunidad en bancarrota, con algunos de sus barrios en una situación social y económica cercanas al tercermundismo (el escritor Luc Sante como referencia segura para dar con el cronista certero de ese tiempo, de esa población caótica pero animada y multicultural, a la que cintas como "The Warriors" de Walter Hill o "Rescate en Nueva York" de John Carpenter dotaron de una leyenda negra mundial al presentarla como un territorio comanche sin dios ni amo). Cruzar los puentes sobre los ríos Este, Hudson o Harlem que rodean la isla y tomar Manhattan, tierra de promesa, arcadia feliz, una travesía vital que tenía una consideración similar a la que ahora supone atravesar el mar Mediterráneo para masas de subsaharianos empobrecidos.

Así que más allá de la potencia inmortal de su banda sonora, de la sensual coreografía de sus bailes y del colorido lisérgico de la discoteca "Odissey 2001" de Brooklyn, atributos estéticos caricaturizados mil veces (señal inequívoca, por otro lado, de la influencia colosal que tuvo esta obra en todo el mundo), la película retrata sin ambages un fondo duro y sórdido, violento y racista, desesperanzado y cruel: la fiesta loca, liberadora y sexualizada de los años anteriores al sida, una diversión que en realidad no lo era tanto, una efímera vía de escape hacia ninguna parte. El viernes sales a olvidar los otros días, el lunes sientes que todo ha sido mentira, cantaba Enrique Urquijo en "Todo sigue igual". Pues sí. 

martes, diciembre 08, 2020

"Mank", de David Fincher

Pulso un botón en el mando a distancia, un botón que tiene al lado el dibujo de un micrófono, y pronuncio cuidadosamente 'Ciudadano Quein'. El sortilegio tiene efecto, el conjuro funciona, y al instante aparece como un espectro, en la pantalla del televisor, espejito mágico, el inmortal título dirigido por Orson Welles en 1941, bobina lista para la proyección, para que el cinéfilo afortunado del siglo XXI pueda volver a disfrutar de esta pieza artística fundamental de la Historia del cinematógrafo. A la noche siguiente, otra vez cerca de la medianoche, que para eso estamos de puente, digo 'Mank', y, en fin, parece que mi voz no está tan afortunada como el día anterior, pero con varios movimientos de la "varita" y pulsaciones sobre la misma, constato que el embrujo no fue cosa de casualidad, que el hechizo sigue en marcha y que la tecnología moderna continúa siendo la mejor aliada de estos tiempos confinados.

¿Quién es el autor de una película? Esta pregunta la he formulado en varias ocasiones a lo largo de la existencia de este blog y siempre la he resuelto con la misma respuesta: el director. Supongo que es una contestación propiciada por haber visto tanto "cine de autor", pero que en otras formas de realizar cine, como era la factoría hollywoodiense en su época dorada, el concepto autoría estaba más difuminado: la industria del cine, con técnicas fordianas de fabricación y, como muestra la propia "Mank", ejércitos de guionistas produciendo diálogos a destajo. Para cineastas incontestables como John Ford o Alfred Hitchcock, el guion es, por lo general, un artefacto ajeno, y no por eso se cuestiona la firma al final del metraje.

"Mank" explicita esa dialéctica competitiva entre director y guionista. La propia "Mank" parte de un guion elaborado por Jack Fincher, el padre de David Fincher, fallecido hace casi dos décadas, y aunque en los créditos figura como autor único del script, me cuesta pensar que esas hojas, que han esperado su momento para volcarse en estupendos fotogramas, no hayan sido enmendadas en mayor o menor parte. Para la ópera prima de Orson Welles, niño prodigio del panorama audiovisual estadounidense de los años treinta, ocho candidaturas a los premios Oscar fueron anotadas, pero sólo se recogió una estatuilla (la única que recibió Welles en toda su carrera, además de un Oscar honorífico otorgado en 1971), precisamente la de mejor guion original, galardón a compartir con Herman J. Mankiewicz, conocido por sus amigos como Mank: aquello más que a gloria, le supo a cuerno quemado a ambos.

Pero más interesante aún que las condiciones de rivalidad en las que se escribió un mito legendario como "Ciudadano Kane", la película de David Fincher permite al espectador aspirar el aroma cinematográfico de los grandes estudios de Hollywood, aproximarse a las figuras controvertidas de sus propietarios y de sus estrellas, un paseo en el tiempo que además transita por el duro terreno baldío de la Gran Depresión: codicia, recelo al forastero, xenofobia, desigualdad social: ayer como hoy. Y con otra vuelta de tuerca se llega al centro de la trama, que es la de poner de manifiesto las motivaciones que tuvo Mankiewicz de realizar un retrato tan feroz como finalmente piadoso de, a la sazón, el gran magnate de la prensa William Randolph Hearst. Las circunstancias históricas de este personaje, su impresionante poder y sus maquiavélicas intenciones, ya me las contó el imprescindible Manuel Leguineche en "Yo pondré la guerra", magnifica semblanza del conflicto bélico hispano-estadounidense de la Guerra de Cuba de 1898. Lo leí hace muchos años pero recuerdo que lo que se contaba de Hearst no era nada bueno. Tanto "Ciudadano Kane" como "Mank" siguen buscando la clave de su figura excesiva, manipuladora y cruel, una indagación psicológica que no puede conformarse ni justificarse con el hallazgo de un carcomido trineo de madera llamado Rosebud.

martes, noviembre 17, 2020

"La muerte de Stalin", de Armando Ianucci

Beria, Kruschev y Molotov. Malenkov, Breznev y Zukov. Y por supuesto Stalin. La Historia del siglo XX ha estado protagonizada en gran medida por un conjunto de apellidos soviéticos que han quedado anclados en el trasfondo de la cultura popular (siempre que una nueva reforma educativa no se lleve por delante lo poco que queda en mencionado trasfondo). Así que verlos exponiendo sus miserias personales en una comedia negra, muy negra, nigérrima tal vez, originan una película estupenda. La caricatura (el tirillas Steve Buscemi, con su acento neoyorquino, dando vida al enérgico -zapatazos en la sede la ONU incluidos- Nikita Kruschev) se desentiende de la exactitud del suceso histórico pero no coloca un velo encima de las atrocidades cometidas durante dos décadas de estalinismo, sino que las desnuda y las muestra despojadas del menor sentido común, reducidas a lo que fueron, un ejercicio vacuo e inmisericorde de paranoia asesina. El comunismo bolchevique instaurado por Lenin sustituyó al zar por el estado, un cambio de figuras que no aportó a la vez una mejora en las condiciones sociales y económicas de los millones de habitantes que, a duras penas, intentaban sobrevivir a la incompetencia de sus gobernantes. Parafraseando a Theodor Adorno, hacer comedía después de Stalin sería un acto de barbarie, pero no hay que descartar el intento de realizar a la vez un pequeño ejercicio de memoria, un remedo de esperpento valleinclanesco en el que la sonrisa sea buen pretexto para fijar mejor los conceptos.