miércoles, agosto 29, 2018

"Loving Pablo", de Fernando León de Aranoa

Después del atracón que nos hemos atizado en los últimos tiempos en cuanto a contemplar las vicisitudes, basadas en hechos reales, que se producen en torno al negocio del narcotráfico mundial, así de este lado del Atlántico ("Fariña" con Sito Miñanco como figura central) como del opuesto ("Narcos" y el celebérrimo y difunto capo colombiano Pablo Escobar), estaba por comprobar si seríamos capaces de zamparnos una nueva ración de celuloide espolvoreado con farlopa. Y el resultado del experimento ha sido que no ha hecho falta tomarse ningún medicamento para combatir la pesadez de estómago, sino que la digestión fue placentera. Incluso hubiera quedado sitio para un postre.
La oportunidad de "Loving Pablo" se puede considerar cuestionable o acertada, pues se puede pensar que se estrenó dentro de un panorama visual saturado de violentas imágenes de la historia de los carteles de la droga sudamericanos o que el éxito planetario de la serie "Narcos" motivó la salida de nuevas producciones que abunden en el tema. Desde el péplum o el western, pasando por el expresionismo alemán o las películas basadas en el conflicto bélico vietnamita, siempre ha habido modas que han impulsado diversos géneros cinematográficos durante períodos más o menos prolongados.
Fernando León de Aranoa guioniza y dirige "Loving Pablo" basándose en el libro "Amando a Pablo, odiando a Escobar" escrito por la periodista colombiana Virginia Vallejo y que fue publicado en el año 2007 causando enorme revuelo. En su libro, Virginia Vallejo compone sus memorias, narrando las circunstancias de la escabrosa relación sentimental que mantuvo con Pablo Escobar en los años en que éste era el todopoderoso jefe del Cartel de Medellín. Vallejo, que ahora deshoja, aburrida, sus días dentro del programa estadounidense de protección de testigos, pasó de ser una afamada presentadora de televisión, a seguir siendo famosa pero, a la vez, uno de los personajes más odiados de Colombia: la chica del gánster. Aranoa construye su relato fílmico apoyándose en el punto de vista personal de Virginia Vallejo, de modo que este factor se puede considerar novedoso a la hora de afrontar el ya muy trabajado retrato de Escobar.
La baza ganadora de la película reside en las actuaciones de su pareja protagonista, Javier Bardem y Penélope Cruz, que encarnan con maestría a Pablo Escobar y Virginia Vallejo. Bardem y Cruz demuestran una madurez actoral incuestionable, introduciéndose con brío y eficacia en los personajes pasionales que les toca interpretar. El mayor pero que se le puede poner a la cinta es el de haber sido rodada en versión original inglesa, forzando a todo hispanoamericano que pasase por sus fotogramas a abandonar su lengua vernácula excepto para maldecir, que eso en español se hace como en ningún otro idioma. Una de las sorpresas agradables de "Narcos" fue la de tener la virtud de mantener los idiomas originales de los personajes interpretados y con eso, o a pesar de eso, obtener un rotundo éxito internacional, confirmando que los subtítulos en la pantalla no son un baldón comercial sino un aporte de verismo. Tal cual.

lunes, agosto 27, 2018

"Mision imposible: Fallout", de Christopher McQuarrie

Cuando entramos al cine a ver esta película, pensé que habíamos comprado entradas para la quinta entrega de la saga cuando en realidad se trataba de la sexta: algún episodio se me había perdido por el camino. Y así debía ser, pues en la cinta se comentaban ciertos hechos del pasado que yo no acertaba a recordar y que seguramente sucedían en el capítulo anterior. No importa. A este tipo de género acudimos para experimentar emociones cercanas a las que uno disfruta (o padece) cuando se sube a una atracción de feria: cine de sensación más que de reflexión, y por tanto no es requisito imprescindible sujetar el hilo argumental como si se estuviera leyendo "Ana Karenina" de León Tolstoi, pongo por caso. Adrenalina y acción, por favor.
Veintidós años han pasado desde el estreno de la primera, aquel tributo cinematográfico a la popular serie de televisión de finales de los sesenta. Pero otra saga, la de las aventuras del espía James Bond, genuino icono pop, sería la referencia primordial, creadora de un género propio, arquetipo que la solvente dirección de Brian De Palma en "Misión imposible" elevó a un nivel técnico superior y dejó en herencia para el cine de acción que estaba por llegar. Con el agente Ethan Hunt interpretado por Tom Cruise, se obtuvo un carácter más cercano a los gustos del fin del milenio pasado, tiempos en los que el atildado Bond había empezado a sufrir el desapego del público.
Si Brian De Palma supo aportar una estética acertada y una puesta en escena impactante y perdurable a la semilla de la franquicia, la continuación, "Misión imposible II", dirigida por John Woo, supuso un fiasco contundente. El hongkonés John Woo llegó a la saga avalado por éxitos de taquilla como "Blanco humano", "Broken arrow" o "Cara a cara", protagonizadas por actores como Jean-Claude Van Damme, Nicholas Cage o el renacido John Travolta post-Tarantino. Su desembarco en Hollywood se produjo después de arrasar en su tierra de origen con un característico cine policíaco hiperviolento, pero que estaba coreografiado con esmero, creando cierta lírica de la muerte a tiros, algo petulante y recargada en exceso, firma de autor en la que el notable actor Chow Yun-Fat se instauró como rostro reconocible en títulos como "The Killer" o "Hard Boiled". Sin embargo, aquel estilo, bastante macarra, quedaba lejos del sello que se había logrado imprimir, desde su nacimiento, en la agitada vida de Ethan Hunt. De aquella infame segunda parte quedará para el recuerdo la lamentable ambientación de la ciudad de Sevilla: de vergüenza ajena. En la tercera entrega aterrizó J. J. Abrams, especialista en reverdecer productos que parecen haber superado su fecha de caducidad, y desde allí hasta esta última aventura se puede afirmar que sólo ha habido una película, o una miniserie de cuatro partes.
No hay quien pueda con Tom Cruise. Se le ve en plena forma, si bien el cuerpo empieza a denunciar una edad ineludible. Tom buscó en los noventa, con ahínco, papeles que le pudieran otorgar una estatuilla en la noche de los Oscar. Pero ni "Nacido el cuatro de julio" de Oliver Stone, ni "Jerry Maguire" de Cameron Crowe, ni "Magnolia" de Paul Thomas Anderson, consiguieron que se alzara con el preciado galardón. El siglo XXI le ha visto entregarse a un cine menos ambicioso en lo artístico y más denso en el músculo: supongo que más lucrativo también, tanto como actor como productor. 
En "Misión imposible" se ha llegado a un punto en el que las andanzas del esforzado Hunt se autorreferencian tanto como para poner en duda que sea acertado continuar alargando su permiso de armas. Siempre quedará plutonio, eso sí, auténtico macguffin del cine moderno de espías, que sigue siendo un estilo cinematográfico colmado de agentes secretos que cambian de bando varias veces en la misma secuencia y donde el héroe inmaculado es el único que luce una lealtad a toda prueba. Ahora bien, si James Bond ha logrado estrenar veinticuatro largometrajes y ha pasado por seis rostros diferentes en el cine, consiguiendo no sucumbir al tiempo, por qué no puede hacer lo mismo Ethan Hunt, ese inmortal. Y si no, ya se le ocurrirá algo, como suele decir en sus películas mientras su público va sacando del armario la corbata negra y menea la cabeza con pesar para convencerse a sí mismo de que esta vez no, de que de ésta no sale. ¿Qué te apuestas?

martes, agosto 21, 2018

"Un lugar tranquilo", de John Krasinski

La condición de sinceridad que ha dirigido lo escrito en este blog durante tantos años, obliga a admitir que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que una película me mantuvo en vilo durante todo su desarrollo: de principio a fin. Contener el aliento y reducir el ritmo de la respiración a la vez que los latidos de tu corazón disparan su frecuencia: un latido como un golpe de tambor: la amenaza constante de delatar tu posición y, en consecuencia, la certeza de picar tu billete para un viaje a mejor vida.
La idea con la que se lanza esta trama, su leitmotiv, recuerda a las de las películas dirigidas por Manoj Nelliyattu Shyamalan, 'M. Night' para los amigos, que se distinguían por pivotar su argumento alrededor de una característica fantástica aunque ineludible, un factor poderoso que enfocaba la historia y que, por lo general, no se declaraba hasta que la cinta consumía su recta final. "Señales" podría ser el ejemplo a destacar en ese cine de Shyamalan y una referencia correcta para "Un lugar tranquilo".
John Krasinski, director y protagonista de la película, firma este impecable tour de force técnico: la Historia del cine demuestra que el magisterio profesional cinematográfico alcanzó siempre su mayor nivel del otro lado del Atlántico: lo que no inventaron lo perfeccionaron, sin el menor pudor artístico. El suspense domina un metraje ajustado: los noventa minutos canónicos que son una cualidad de agradecer en el género. La necesidad de silencio se hace tan evidente (olvídense de disfrutar al completo de esta película en los modernos cines palomiteros que a los cinéfilos nos toca padecer) que hasta la tenue banda sonora extradiegética que adorna el celuloide sobra (el minimalismo en el espacio fílmico, sin embargo, ha sido una facultad que el cine estadounidense no se ha acostumbrado a incorporar). Actuaciones convincentes para redondear una rotunda experiencia sensorial: la virtud del silencio, ese fugitivo del mundo actual.

sábado, agosto 18, 2018

"Coco", de Lee Unkrich

La semana pasada tuvimos ocasión de visitar en Madrid la exposición "Disney: el arte de contar historias" que estará alojada hasta el mes de noviembre en el singular edificio conocido como CaixaForum. Allí el visitante se puede dar un jugoso paseo cronológico por la historia de los estudios Disney, con la oportunidad única de contemplar detenidamente estupendos originales de los dibujantes de la marca: esa estética inconfundible. Además, podrá dejar caer la mirada por diversas proyecciones de fragmentos de películas vistas muchas veces pero que no por ello dejan de atraer la atención. De Blancanieves a Frozen, de la acuarela y el acetato a la tableta gráfica y el archivo digital, la factoría de dibujos animados fundada por Walt Disney (y su menos conocido hermano Roy) se acerca al siglo de edad en un asombroso estado de forma: poderosa y ubicua.
Después de alumbrar en 1937 el primer largometraje de animación de la historia del cine, "Blancanieves y los siete enanitos", Disney dominó la taquilla con sus famosos clásicos hasta el estreno en 1967 de "El libro de la selva", coincidiendo con el fallecimiento (o criogenización, quién sabe) del ínclito Walt. Ahí se inicia un período de menor éxito en la pantalla grande que concluye con "La sirenita" de 1989, gran taquillazo mundial al que sigue una década de esplendor con títulos como "La bella y la bestia", "Aladdin" o "El rey león". A finales de los 90 la creatividad languidece y las formas de producción de siempre, esos ejércitos de dibujantes y entintadoras (la división de sexos en la profesión se muestra con claridad en un pequeño documental que se puede ver en la exposición, un cómo se hizo para "Blancanieves y los siete enanitos") no resultan rentables. "Tiana y el sapo" del año 2009 será el último largometraje Disney realizado con las técnicas tradicionales de la compañía.
Para aquel entonces, las grandes producciones estadounidenses de dibujos animados tenían un nuevo amo. En 1995 los estudios Pixar estrenaron "Toy Story". Su presupuesto fue de 30 millones de dólares y en su producción intervinieron un centenar largo de animadores. Por comparación, "El rey león" de 1994 costó 45 millones de dólares y dispuso de un equipo 8 veces mayor. Había nacido una nueva forma de realizar largometrajes de animación, había tenido éxito comercial y suponía un gran salto técnico que no iba a tener vuelta atrás, sino que iba a enseñar el camino a seguir para todos los demás. La puesta en escena tridimensional facilitaba alcanzar lo nunca visto en animación: nuevas posibilidades: texturas, iluminación, escenarios, movimientos, ángulos de cámara: nuevas historias. Y aunque Disney y Pixar fueran compañías asociadas desde el nacimiento de la firma del flexo saltarín, no tardó en producirse la absorción total: el ratón Mickey ha devorado en los últimos años diversas marcas icónicas, compañías punteras que fueron propiedad de personajes innovadores en el mundo del negocio del ocio como Steve Jobs (Pixar), Stan Lee (Marvel) o George Lucas (Star Wars). Sin embargo, hay que reconocer que ha sabido digerir la comilona y, sin duda, asegurarse el sustento para el futuro.
Pixar ha brillado tanto en las vanguardistas técnicas de animación empleadas como en la factura de los guiones de sus películas, cuajando un buen puñado de historias originales y repletas de momentos emocionantes: la saga "Toy Story", "Wall-E", "Ratatouille", "Up", "Del revés". También ha producido cintas prescindibles, como la saga "Cars", por ejemplo, hitos funestos que presagiaban una posible deriva hacia la mercadotecnia fácil en vez de hacia el mérito artístico. "Coco" reafirma el segundo camino, extrayendo una trama vitalista de donde menos se puede esperar, de un relato apoyado en el culto a los muertos que aún se lleva a cabo en las sociedades más tradicionalistas, aquellas en las que el clan, el vínculo de la sangre, mantiene todavía una importancia capital. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, es la proclama de pragmatismo que define al mundo moderno. El Día de Todos los Santos y la visita a los cementerios queda hoy en día reservado para abuelas melancólicas. Estaría bien que las obligaciones religiosas que hace apenas cuarenta años asfixiaban la vida pública, hubieran sido sustituidas por un vigoroso impulso científico-racionalista, pero cualquier esfuerzo intelectual es denostado en nuestros días: ahora los altares se alzan para dar culto al triunfo de la mediocridad y de la ignorancia, de lo políticamente correcto y de los iletrados políglotas. No molestarás, es el único mandamiento. Y, ante todo, no molestarse: indolencia y desprecio. El tiempo descreído que vivimos está ocupado en su mayoría por un ateísmo perezoso que huye de cualquier dilema existencial, que puede ser uno tan simple como creer en algo o no creer en nada. Y a saber cuál de las dos opciones es la mejor.

martes, agosto 07, 2018

"Blackwood", de Rodrigo Cortés

Cinco adolescentes problemáticas, futura carne de frenopático, o de presidio, ingresan en un lúgubre internado, un antiguo edificio apartado de todo, principalmente de los peligros de la sociedad moderna, una institución salvífica, más aún, milagrosa, donde se espera que las pobres ovejas descarriadas regresen al redil aséptico y confortable de la mediocre existencia cotidiana. Al contemplar la llegada de la protagonista de la historia, la joven Kit, a las puertas del instituto Blackwood, uno, que a pesar de los pocos días trascurridos desde el estreno de la película, no ha oído hablar muy bien de ella, se anima pensando que la sinopsis leída del filme le trae a la memoria otras películas de terror adolescente con mansión encantada, producciones sin demasiadas ambiciones artísticas pero que funcionaban a la perfección para lograr escapar, durante una hora y media, del agobiante calor veraniego en una bien refrigerada sala de cine.
Pero fue cruzar el solemne umbral de Blackwood, presentarse al espectador el resto del reparto de la historia, incluida, nada menos, la espléndida, en otras, Uma Thurman, ataviada como la señorita Rottenmeier de nuestra infancia, y empezar a desplomarse las expectativas traídas desde el bochorno exterior, que a pesar de no ser expectativas altas, tampoco eran inexistentes. Debo reconocer cierto orgullo provinciano en esas esperanzas, ya que tanto Rodrigo Cortés como el compositor Víctor Reyes, que ha realizado la música para la película, han salido de este alto soto de torres unamuniano que es mi Salamanca, algo que tiene tanto mérito, el lugar de nacimiento, como que se ponga a llover, un suceso accidental por tanto, pero saber que hay talento en el vecindario anima un montón. Y si es talento cinematográfico, ni te cuento.
Rodrigo Cortés inició su carrera como director de largometrajes con "Concursante", notable ópera prima que se vio afianzada con la sobresaliente "Buried" y su ataúd digno del mismísimo Hitchcock: pareció que a las pantallas de los cines había llegado una firma a tener muy en cuenta en el futuro. Y lo sigue siendo: Cortés va por su cuarta película y le queda mucho que rodar. Sin embargo su anterior película "Luces rojas", al igual que "Blackwood" (sobre todo ésta) han enfriado el entusiasmo cinéfilo que este director alentaba.
"Blackwood" exagera la caricatura de sus personajes, empachados de clichés vistos en demasiadas ocasiones, haciendo que el interés por las vicisitudes que los martirizarán durante el resto del metraje se desconecte de inmediato. A esto se une que a la postre la cinta se desboca con un tramo final que puede resultar emocionante para muchos espectadores, no puedo asegurar lo contrario, pero que a mí me resultó una secuencia inconexa de estériles, embarulladas y mareantes escenas de terror y de destrucción, un tren de la bruja acelerado que amenazaba con descarrilar en la siguiente curva. Y así fue: siniestro total. Pero más total que siniestro, me temo.

domingo, agosto 05, 2018

"Amante por un día", de Philippe Garrel

Francesa, en blanco y negro y en versión original. No serían suficientes esas características para resultar una película interesante, por supuesto, pero no cabe duda de que conlleva ingredientes esenciales. ¿Acaso no fue el cine creado así (aunque los hermanos Lumière no usaran micrófono), con estos tres componentes ? La parte interesante de "Amante por un día" reside en su condición de cine desposeído, de rasgos minimalistas, de ser una película en la que destaca la economía de medios y la libertad creativa: cine de autor. Aires de la Nouvelle Vague perviven en esta cinta de Philippe Garrel, cineasta precoz que realizó sus primeros rodajes en aquellos años de deconstrucción del lenguaje cinematográfico creado setenta años antes.
El narrador en off ya trae a la memoria tantos viejos filmes vistos, rodados por jóvenes turcos que ansiaban el control total de sus obras y derrocar el poder del guionista ajeno. Primeros planos que desbordan el encuadre con rostros femeninos de honda mirada, ojos melancólicos que recuerdan a los de Anna Karina, Françoise Fabian, Anne Wiazemsky, y que ahora pertenecen a las actrices Esther Garrel y Louise Chevillotte y sus dramas sentimentales. Una puesta en escena (centro de gravedad del cine de la Nouvelle Vague) austera que se refleja en la vida cotidiana de los personajes, en sus ropas, en la casa que habitan, en los bares y restaurantes que frecuentan, que se muestran ajados por el tiempo: puertas desencajadas y paredes necesitadas de una mano de pintura. La ambientación no es neutra sino intensa, para enmarcar adecuadamente las pasiones incontroladas de Jeanne, de Ariane y de Gilles, tercero en discordia para una película en la que destacan sus personajes femeninos, interpretado por Eric Caravaca: el mítico sex appeal del desgarbado profesor universitario.
El mundo contemplado desde la cama (ahí escribía su obra Marcel Proust), centro del universo, Freud al poder, un egocentrismo existencialista absoluto que también dominó gran parte de aquel cine francés de los sesenta: chauvinismo y grandeur. Jeanne, la hija de Gilles, grita ¡acción!, pone en marcha la trama con una ruptura sentimental y cierra el ciclo, atravesando mientras tanto amores de otros, al transcurrir setenta y seis minutos, nada más. Economía en el metraje, por tanto, también, demuestra el director, dejando patente, a su vez, que para contar la historia que uno pretende contar, no hace falta aburrir al personal.

viernes, agosto 03, 2018

"Happy End", de Michael Haneke

Si parpadean se lo pierden.
Esa frase se hizo famosa en su día, pronunciada por un periodista deportivo justo antes de comenzar la transmisión televisiva de las carreras de Fórmula 1. Para alguien ajeno al cine de Michael Haneke, para los que ese nombre les suene a películas de esas de cineclub, de las que seguro que te aburres a los cinco minutos de empezar la proyección, les parecerá que la frase no puede encajar en la obra cinematográfica del director austríaco, y que sería más propia de las producciones de Georges Pan Cosmatos, John McTiernan o, más modernos, Michael Bay o J. J. Abrams. Pero no, resulta ser Michael Haneke el que logra condensar, sin piedad, tu atención en un plano fijo en el que tendrás que demostrar paciencia de francotirador hasta que la pieza se ponga a tiro, hasta que repentinamente tus cejas se eleven hacia el techo de la sala, sobresaltadas por un suceso inesperado.
Haneke, la dureza. A este cineasta perturbador se le ha calificado con frecuencia de frío y distante, de colmar sus fotogramas geniales de un espíritu pesimista desolador, incapaz de aventar resquicios de esperanza para una especie humana, en concreto su variedad europea, que se muestra sórdida y violenta, carente de cualquier virtud. Captado el mensaje crítico, Michael Haneke emprende intenciones de humilde enmienda y se propone finiquitar su última película con un final feliz. Y así es. O no. Porque el mensaje postrero que manda la cinta al surgir sus títulos de crédito en la pantalla negra, es que los finales felices son opciones morales sujetas a la impresión única de cada espectador.
"Happy End" retrata a una familia rica, poseedora de una empresa constructora, habitante de la ciudad de Calais en el norte de Francia. Una vez más se contemplará una historia que dejará bien claro que la abundancia de dinero cubre los gastos pero no alcanza para comprar la felicidad. Los diversos componentes del clan familiar, tres generaciones unidas por la depresión vital, dejarán patentes las angustias emocionales de los desagradecidos estómagos colmados occidentales. La trama funcionará como cierta continuación de la anterior película de Haneke, la magistral "Amor", de nuevo con Jean-Louis Trintignant en un reparto excelente, y de nuevo otra gran musa del director,  Isabelle Huppert. Junto a estos dos gigantes consagrados del cine francés, destaca la joven Fantine Harduin, patético ángel de la muerte abandonado a su suerte en un mundo inquietante de adultos neuróticos. Haneke aprieta pero no ahoga. O sí.

lunes, julio 02, 2018

"Todo el dinero del mundo", de Ridley Scott

Si por algo pasará esta película a la Historia del Cine, será por ser la primera cinta en la que, después de estar completamente rodada y a un mes de su estreno, se suprime del celuloide a uno de sus actores protagonistas (el nombre de mayor relumbrón del elenco, por cierto), reemplazando sus tomas, realizándolas de nuevo con un actor distinto. Sí, supongo que esta maniobra de sustitución ya debió llevarse a cabo en alguna ocasión anterior: por fallecimiento repentino, por problemas contractuales, por un resultado insatisfactorio, o whatever. Pero que esta cirugía extrema, dispendio innecesario además, que consumió la quinta parte del presupuesto de la producción, sea provocada porque el sujeto tachado del plano se haya distinguido por sus pésimas maneras en el día a día laboral y por desarrollar una voracidad sexual indisimulada y procaz, bueno, sin duda corren malos tiempos para los abusos de poder. Por lo que a mí me toca, que corresponde únicamente a los fotogramas vistos, no a los que han resultado invisibles y sus circunstancias, quizás Kevin Spacey, ese cadáver cinematográfico insepulto, estuviera bien o incluso muy bien en el papel del magnate Jean Paul Getty, pero la encarnación del mismo por Christopher Plummer me parece insuperable. 
Hubo un tiempo, previo a los récords inauditos en subastas de cuadros de Sotheby's o Christie's (así, con sus apóstrofos chic), en el que la oreja mutilada más famosa del mundo no fue la del pintor Van Gogh, sino la de John Paul Getty III, nieto del hombre más rico del planeta a principios de los setenta: el vampiro, el avaro, solitario tío Gilito zambulléndose en una piscina de dinero, Ebenezer Scrooge espantando fantasmas en su lóbrega mansión victoriana. Christopher Plummer convence como también lo hace la puesta en escena de abarrotadas calles romanas y agrestes pasajes calabreses: a Ridley Scott es difícil pillarle en esas.
John Paul Getty III secuestrado y liberado: la película aporta un final feliz, redención de los que sufren, ahorrándole así al espectador la penosa existencia que le esperaría al joven Getty después de su odisea italiana. Terminaría tetrapléjico, medio ciego y mudo debido a un infarto provocado por el abuso de drogas cuando sólo tenía 24 años y se pasaría tres décadas secuestrado en una silla de ruedas, hasta su fallecimiento, sin síndrome de Estocolmo que le aliviase la pena. El abuelo murió tres años después del fin del secuestro, aunque la película intenta que el espectador piense que ambos sucesos fueron simultáneos, falseando cierta justicia poética. En cualquier caso desheredó al nieto: no tuvo mucha suerte en la vida John Paul Getty III, anclado a una estirpe maldita, infectada de codicia y dolor ajeno, el abono propicio para panteones podridos de dinero.

lunes, junio 25, 2018

"La forma del agua", de Guillermo del Toro

La consideración de ganadora que puede alcanzar una determinada obra que se presente a un concurso, debe ponerse en relación con el nivel de calidad obtenido por el resto de participantes. Si las demás opciones de la lista son rivales débiles, entonces una pieza que resultara mediocre en contextos más competitivos, puede lograr un puesto relevante: primus inter pares.
"La forma del agua" se afianza en su condición de pastiche, empleando elementos que no sólo estaban ya presentes en la trayectoria del director Guillermo del Toro, sino también en la estética marcada de otros cineastas, sobre todo de la del francés Jean-Pierre Jeunet y su famosa, y epatante para la época, "Amélie": el comienzo de "La forma del agua", su banda sonora y ambientación, y la presentación del personaje protagonista de Elisa Esposito, interpretado por Sally Hawkins, así lo indican, incluyendo, además, cierto nivel europeísta de transgresión moral. En cuanto a la criatura, esa Cosa del Pantano en versión estilizada, se puede afirmar que a cualquiera que haya visto la película "Hellboy", adaptación del propio del Toro de los cómic de Mike Mignola, no le cabrá duda de dónde ha visto antes esas escamas.
 El romance entre la doncella y el monstruo encontraba un gran ejemplo moderno en "Eduardo Manostijeras" de Tim Burton. Sin embargo aquella historia de amor conseguía fácilmente la empatía del espectador al generar una serie de asideros sentimentales a los que agarrarse, detalle que resulta imposible de apreciar en "La forma del agua", donde cualquier atisbo emocional es simplificado y abreviado, como si lo que hubiera que propiciar cuanto antes fuera una inusitada emergencia sexual. Ahí la trama se beneficia del impulso actual de respeto absoluto a las preferencias sexuales de cada cual: minusvalía, resiliencia y empoderamiento para apuntalar guiones al gusto del público de hoy en día.
Parece que Guillermo del Toro quiere que la película derive rápidamente hacía una historia de espionaje característica de los años de la Guerra Fría, pero a lo único a lo que llega a homenajear con ese rumbo es a los clichés y tópicos más sobados del género, convirtiendo el reflejo en caricatura. En ese apartado de la trama, de buenos contra malos, al canalla de turno lo encarna el notable actor Michael Shannon, transformado en un remedo moderno de Boris Karloff o Bela Lugasi cuando interpretaban a malandrines de opereta en sus series B más olvidables: siempre hay un humano encarnando al verdadero monstruo.
La cinta se completa con homenajes distraídos al mundo del Cine: a sus salas antiguas de madera y terciopelo rojo, a los musicales más inocentes, a las emociones cinematográficas más pueriles: genuina fábrica de sueños. Venció Guillermo del Toro, cineasta que ha recabado mi admiración en muchas ocasiones ("Hellboy", "Cronos", "Mimic", "El espinazo del diablo","El laberinto del fauno"), pero, como dijo Miguel de Unamuno, vencer no implica convencer.

sábado, junio 16, 2018

"Jurassic World: El reino caído", de Juan Antonio Bayona

Poco he visto de este director, apenas asistí a su debut, "El orfanato". No me fue posible ver "Lo imposible" y nunca estoy en casa cuando "Un monstruo viene a verme". Tampoco es que Bayona posea una lista de películas amplia: sus largometrajes se cuentan con los dedos de una mano y hasta sobra el corazón (idea subliminal). Creo que este director me produce cierta pereza, sustantivo que ya gasté cuando escribí sobre su opera prima en el año 2008, y que, por lo visto ahora, continúa vigente. De lo que no me cabe duda es de que constituye un director solvente, capaz de manejarse con grandes presupuestos. Si no tuviera esa capacidad, hubiera sido complicado que Steven Spielberg se hubiera fijado en él para ponerlo a cargo de este prescindible, pero lucrativo, "Parque jurásico 5".
Sí, quinta parte, y una saga que, como se suele decir, da notables muestras de agotamiento en la fórmula, aunque, reconozco también, que con la entrega anterior, "Jurassic World", lo pasé estupendamente, algo que no puedo sostener a propósito de su secuela: me atacó el aburrimiento con la misma impiedad que las mandíbulas de un T-Rex. Mientras que la trama transcurre en la ya mítica isla Nublar, la acción fluye y la tensión, aunque colmada de déjà vu, cumple su cometido de acelerar un poco mi ritmo cardíaco. Pero cuando los dinosaurios abandonan su paraíso seminal y son trasladados a una mansión de estilo victoriano, genuino y tenebroso orfanato de dinosaurios... En fin, supongo que Bayona habrá estado encantado con esa combinación inédita, un autohomenaje indisimulado, pero todos sabemos que mezclar Baileys con Coca-Cola, esa leyenda urbana, es receta propicia para que el consumidor termine en un hospital. Póntelo pónselo, si bebes no conduzcas y mezclar es malo, mantras grabados a fuego en nuestra juventud ochentera. Ah, y si ponen música de los "Hombres G", salte de ese bar. No digas que no te lo advertí.

martes, junio 12, 2018

"El niño y la bestia", de Mamoru Hosoda

Hay un tema recurrente en las producciones cinematográficas que tienen a un público menor de edad como uno de sus objetivos de taquilla, y es el tema del escapismo adolescente: niños con problemas que son rescatados por una figura paterna de remplazo, generalmente un aventurero: el antihéroe indómito, rudo, guerrero mortal, que educa al chico con dureza, que le enseña a ocupar el espacio que un día quedará vacante. Ese arquetipo de carácter individualista y asocial, tiene a su vez su propio arquetipo en el cine japonés: el caradura desharrapado, vicioso y letal que encarnó como nadie Toshirō Mifune a las ordenes del maestro Akira Kurosawa en multitud de películas. No se puede dudar de que Kumatetsu, el oso que acoge al joven Kyuta, es Mifune, y su mundo de fábula poblado de personajes zoomorfos, el lugar perfecto para servir de refugio a los que dudan de que la sociedad moderna sea algo más que una oferta vital decepcionante.
La fantasía como tabla de salvación, imaginándose a uno mismo victorioso ante todos los peligros, problemas y dramas que se le pongan por delante. Múltiples ejemplos asaltaron las pantallas: "Raíces profundas" de George Stevens, "El profesional (León)" de Luc Besson, "La Torre Oscura" de Nikolaj Arcel, "El último gran héroe" de John McTiernan, "Dentro del laberinto" de Jim Henson, "El Club de los Poetas Muertos" de Peter Weir,... El camino iniciado por Mowgli en la jungla de "El libro de la selva" de Rudyard Kipling, encuentra ahora su paralelismo en un barrio oculto de la ciudad de Tokio, hábitat de los dioses japoneses de la naturaleza que han poblado el cine anime desde siempre, dejando muestra de lo intrincado que continúa estando el sincretismo religioso en la cultura nipona. "Pompoko", "Paprika", "La princesa Mononoke", "El viaje de Chihiro", "Ponyo en el acantilado" y muchos otros filmes de animación oriental a los que se le une "El niño y la bestia" para que niños perdidos y héroes solitarios sigan alimentando a la siguiente generación de cinéfilos: escapistas somos todos.

sábado, mayo 26, 2018

"Siete días de mayo", de John Frankenheimer

Con la lectura aún reciente del estupendo ensayo geopolítico "Así se domina el mundo: Desvelando las claves del poder mundial", escrito por el militar español Pedro Baños, esta revisión de "Siete días de mayo", clásico del cine conspiranoico, se ve irremisiblemente condicionada por las revelaciones adquiridas. La disuasión es la clave, el arma principal que se empleó durante los tensos años de la Guerra Fría, una estrategia del farol y el envite que continúa vigente. Porque ningún bando sería capaz de lanzar un ataque nuclear que podría provocar la aniquilación del enemigo, sí, pero que se convertiría en un bumerán mortífero, un destructor total que en sus consecuencias finales no distinguiría bandos. Y esa condición de movimiento táctico prohibido se conocía perfectamente desde que Estados Unidos iniciara la carrera armamentística atómica lanzando "Little Boy" sobre una ciudad japonesa (Japón no ha denunciado nunca el evidente crimen de guerra cometido sobre la población civil de Hiroshima y Nagasaki ante ninguna instancia internacional, lo que constituiría un mero acto de propaganda, conociendo quién maneja los hilos del orden mundial, pero es un recurso que el país del sol naciente se guarda como un as en la manga que asegura el apoyo estadounidense desde el fin de la Segunda Guerra Mundial).
El Reloj del Apocalipsis se acercó varias veces a la medianoche, sumiendo a la humanidad durante décadas en una pesadilla paranoica. La suerte del mundo estaba en manos de políticos como
John Fitzgerald Kennedy, que atravesó los días de la crisis de los misiles cubanos puesto hasta las cejas de speed (otro gran libro que estoy leyendo estos días, "Las drogas en la guerra" de Lukasz Kamiensk: esclarecedor recorrido histórico por los recursos artificiales que se han empleado durante milenios para fortalecer el espíritu bélico además del relato estremecedor que desnuda a enérgicos mandatarios internacionales enganchados a los estupefacientes para aguantar el ritmo y la tensión cotidianos: más una norma que una excepción), o de Richard Nixon, "Tricky Dicky", que, aconsejado por otro gran tramposo, Henry Kissinger, fomentó entre los dirigentes soviéticos una imagen de locura mental, de carácter imprevisible, que era mejor no provocar (¿estará Donald Trump haciendo lo mismo o la tontería le vendrá de serie? Me temo que sea esto último).
"Siete días de mayo" es tan reveladora a la hora de denunciar la fragilidad del sistema en cuanto al peligro de que un megalómano populista tome el mando de la situación, como ingenua en su confianza en la existencia de un gobernante justo y la fe ciega en el respeto a las reglas del juego democrático: por las cloacas del estado no corre agua limpia: We the people. Pero las potentes interpretaciones de Burt Lancaster, Kirk Douglas (la película mantiene el aroma de denuncia del macarthismo), Fredric March o Edmund O'Brien, conceden que la cinta sea considerada uno de los mejores ejemplos de thriller político. A ellos se une Ava Gardner en un papel introducido a calzador en el guion, con escasa justificación o necesidad. Pero si se podía contar en un rodaje con una actriz como aquella, había que hacerle sitio como fuera.