domingo, octubre 16, 2016

"El caballo de Turín", de Béla Tarr

Béla Tarr es un cineasta de convicciones, dotado de una mirada propia, trascendente: no se trata de realizar un rodaje, sino de articular un discurso fílmico: cine intelectual. El diálogo en imágenes se establece con el espectador dispuesto a escuchar, y, como se trata de un diálogo, no de un monólogo, se procura pensar y ofrecer una respuesta que sea propia e independiente, más allá de lo que se puede vislumbrar en las intenciones del director. El que está al otro lado de la cuarta pared es el que debe dar las respuestas y, por supuesto, formular muchas preguntas: las películas que son fábricas de preguntas se elevan sobre su condición estética y ahondan en el ansia de conocimiento del ser humano.
Se cuenta que el filósofo Friedrich Nietzsche estaba dando un paseo por Turín cuando presenció una violenta escena: un cochero golpeando a su caballo, azotándole brutalmente con su látigo. Se asegura que el pensador alemán corrió hacia ellos y se abrazo llorando al cuello del animal, lanzando lamentos desconsolados: se dice que fue la última vez que habló. Diez años después, Nietzsche, sumido en un estado de demencia incurable, fallece. Pero, ¿qué fue del caballo?
El arranque de la película sujeta con fuerza los ojos del espectador, la fuerza que surge de fotogramas rotundos, en negro sobre gris, celuloide vapuleado por arcos de violonchelo que parecen impulsar el viento que azota al caballo y a su dueño, tan jamelgo huesudo el uno como el otro, desechos de una naturaleza inclemente. Secuencia de planos secuencia, muchos de los cuales, con cambios de ángulo, de encuadre, poco más, se repiten a lo largo de los seis días bíblicos que cubre la trama: será aquello del eterno retorno, entendido como la imposibilidad de escape ante un destino desgraciado. Vestirse, sacar agua del pozo, encender la lumbre, cocer las patatas, comerlas con hastío y sentarse detrás de la ventana a contemplar una porción ínfima e inalterable del mundo, a esperar que acabe otro día. Mejor que el viento, ese Dios que no ha muerto, arrase con todo. La semana que se retrata en el metraje, por tanto, no es de creación, sino de destrucción, de una decadencia imparable: el pozo, la lumbre, el caballo: todo agoniza hacía un fundido a negro, testamento cinematográfico del director húngaro Béla Tarr, un legado tan desesperanzado como lúcido.

domingo, octubre 02, 2016

"Moolaadé", de Ousmane Sembène

La ablación o mutilación genital femenina comprende una serie de prácticas consistentes en la extirpación total o parcial de los genitales externos de las niñas. Entre otras consecuencias, las niñas mutiladas padecerán durante toda su vida problemas de salud irreversibles. Se calcula que 70 millones de niñas y mujeres actualmente en vida han sido sometidas a la mutilación/ablación genital femenina, la mayor parte en África y en Oriente Medio. Además, las cifras están aumentando en Europa, Australia, Canadá y los Estados Unidos, principalmente entre los inmigrantes procedentes de África y Asia sudoccidental.
La ablación genital femenina constituye una violación fundamental de los derechos de las niñas. Es una práctica discriminatoria que vulnera el derecho a la igualdad de oportunidades, a la salud, a la lucha contra la violencia, el daño, el maltrato, la tortura y el trato cruel, inhumano y degradante; el derecho a la protección frente a prácticas tradicionales peligrosas y el derecho a decidir acerca de la propia reproducción. Estos derechos están protegidos por el Derecho internacional.
(Fuente: UNICEF)

Mis intentos anteriores por aproximarme al cine africano no lograron buenos resultados. Me dejé caer con curiosidad por varios títulos que habían llegado hasta mí, y en ningún caso conecté con lo que contaban aquellas películas. Pensé que con "Moolaadé" (significa protección, en el sentido del derecho de asilo, del "acogerse a sagrado" de la iglesia antigua), me sucedería otro tanto. Pero es imposible no sentir empatía por la trama que se desarrolla en esta cinta, una película que además está excelentemente rodada, con unas actuaciones llenas de convicción. Cuatro niñas que habitan en una zona rural de Mali, huyen del grupo de mujeres (brujas armadas con navajas cachicuernas) que les van a practicar la ablación. Están en esa situación porque sus padres las han conducido hasta allí, por supuesto, pero las pequeñas logran escapar, aterrorizadas, y se refugian en la casa de una mujer que en el pasado se negó a que su hija pasase por ese trance brutal e irreversible. La película será relato de una lucha desigual, un combate contra la ignorancia, la superstición, el sometimiento, conductas infames que para colmo son acordes a la ley de aquellos países (aunque la acción trascurre en Mali, en realidad el rodaje se realizó en Burkina Faso, una de las naciones africanas de mayoría musulmana en las que la ablación está prohibida, mas no por ello se consigue erradicarla).
Sin embargo el tono de la película es asombrosamente vital, a pesar de las situaciones terribles que muestra. El colorido, la música, la alegría, contrastan poderosamente con castas sacerdotales dispuestas a mantener con puño de hierro el régimen opresivo que sujeta a la población en una cultura medieval desquiciada: las radios que las mujeres atesoran como salvavidas, como vías de escape que les cuentan que otro mundo es posible, las radios que terminan arrojadas a una pira inquisitorial. Menos minaretes y más antenas de televisión, piden los fotogramas de "Moolaadé", historia ansiosa por una modernidad occidental democrática que nosotros, apoltronados en nuestro sillones, no paramos de criticar y desperdiciar, y que a ellos les parece el edén, un paraíso en la Tierra por el que merecerá la pena cruzar, como sea, el mar Mediterráneo. O morir en el intento.

viernes, septiembre 30, 2016

"Taxi Teherán", de Jafar Panahi

En el año 2010 el director de cine iraní Jafar Panahi fue encarcelado por rodar un documental que ponía el foco en las protestas que se producían en su país después de que las elecciones del 2009 hubieran proclamado ganador a Mahmud Ahmadinejad. Las sospechas de amaño en el escrutinio de los votos provocaron la revuelta popular de los descontentos, y en ciertos países del mundo, en fin, tomarse ciertas libertades que parecen fundamentales es más peligroso que en otros. En cualquier caso el cineasta es juzgado y condenado a seis años de cárcel, además de no poder viajar al extranjero ni hacer cine en un plazo de veinte años. Nada menos. Para un cineasta, un hombre armado con una cámara, la pena a cumplir parece un despropósito y la campaña internacional en favor de su causa da frutos rápidamente: tres meses después de su encarcelamiento es puesto en libertad bajo fianza.
Y en cuanto a lo de no hacer cine, bueno, desde entonces ya ha realizado tres películas (el empuje de Panahi por seguir adelante con su obra y con su oficio, frente a todo tipo de trabas y conflictos, es de los que no se creen), cintas en las que él mismo es protagonista y realizador: "Esto no es una película", rodada sin salir de su domicilio, "Pardé", que sería continuación de la primera, y al fin, "Taxi Teherán": el proscrito dando pasos cada vez más atrevidos hasta alcanzar de nuevo el exterior, y de nuevo, como una constante en su obra ("El círculo", "El espejo", "El globo blanco"), adentrándose en las pequeñas historias que se tejen cotidianamente en Teherán, vivencias que parecen intrascendentes y que sirven sin embargo para derribar fronteras, para hacernos pensar que la vida diaria en la capital persa no es tan distinta de la de cualquier otra parte del mundo, y que sus habitantes están tan lejos pero tan cerca de nosotros mismos.

domingo, septiembre 25, 2016

"The Purge: La noche de las bestias", de James DeMonaco

Entre las 19:00 del día 21 de marzo y las 7:00 del día 22 de marzo, en ese intervalo de 12 horas, cualquier crimen será legal, y por tanto no se producirá ninguna detención o enjuiciamiento de los ciudadanos que decidan ejercer actos violentos sobre el resto de la población. Se podrá emplear el tipo de armamento que se desee, exceptuando explosivos, bazucas, granadas, o cualquier otro arma de poder destructor superior. Durante ese tiempo, los servicios de emergencia estatales, como son bomberos, policías o ambulancias, estarán desactivados. Esta es la premisa sobre la que se asienta la trama de "The Purge", la abolición temporal del contrato social de Rousseau, del orden establecido, del imperio de la ley, una cláusula al margen de la constitución estadounidense para un futuro cercano.
La película asegura que, gracias a ese desenfreno violento del vecino contra el vecino, el "Duelo a garrotazos" de Goya en versión yanqui, el país ha logrado un crecimiento económico inusitado y unas tasas de paro despreciables. ¿Sería imaginable que una sociedad civilizada permitiera desmanes semejantes? Antecedentes los hay. Por ejemplo la Sharia, ley islámica que concede derecho de venganza a los familiares de un asesinado, leitmotiv de la reciente "Lejos de los hombres" de David Oelhoffen, protagonizada por Viggo Mortensen, y que transporta, de modo magnífico, aires de western al desierto de Argelia en la época de la guerra de independencia contra el poder colonial francés. Y muchos siglos antes, el ejemplo se encuentra en Esparta, donde existía la costumbre de la Krypteia, rito iniciático para los jóvenes guerreros espartanos, que eran soltados en el monte para que durante la noche asesinaran a todos los ilotas (casta de esclavos) que les viniera en gana. Esta lucha desigual entre ricos y pobres es la que realmente pone de manifiesto "The Purge": la purga, entendida como la masacre de sujetos indeseables para las clases altas, es decir, la caza del que no dispone de medios para pasar esa noche bien guarecido en casas convertidas en fortalezas. Eso y el ya tan familiar cariño de los habitantes de Estados Unidos por su arsenal doméstico, mascotas que gustan de sacar a pasear de vez en cuando, y, puestos en ello, poner a prueba en institutos, centros comerciales, o cualquier otra aglomeración de personal: decía André Bretón que el mayor gesto del surrealismo sería salir a la calle con un revólver en cada mano y ponerse a disparar, de modo azaroso, hacia la multitud: Estados Unidos, ese país surrealista: sólo hay que fijarse en que Donald Trump puede ser su presidente.
Pero todas estas divagaciones sólo se apuntan en "The Purge". En realidad la cinta apenas ahonda en las causas que llevan a una nación a promulgar un edicto semejante, algo que le otorgaría a la película un interés mayor, y se centra en ser una película de acción más, al estilo de "Asalto a la comisaria del distrito 13", pero no tanto en la versión de John Carpenter sino en el remake moderno de Jean-François Richet, también protagonizada por Ethan Hawke al igual que "The Purge": Mr. Hawke, ese flamante premio Donostia, pero que lo es por hacer películas que no son las mencionadas en esta entrada. Y se puede ir más atrás de aquella comisaría de Detroit, y con más acierto, aproximándonos a la casa que Dustin Hoffman defendía en "Perros de paja" de Sam Peckinpah, porque "The Purge" desemboca en la misma violencia sin control y acaba siendo violencia por violencia, un baño de sangre sin mayores pretensiones. Queda sin embargo un epílogo de empaque, una escena que invita a pensar cómo será el día siguiente para vecinos que han estado a punto de matarse y que se encontrarán, casualmente, en la cola de la pescadería. ¿Serán capaces de esperar un año?

jueves, septiembre 15, 2016

"La espera", de Piero Messina

La visita que nadie desea, la que cuando llega sume las habitaciones en penumbra, cubre con tela negra los espejos y rompe el silencio con llantos inconsolables: nadie debería sobrevivir nunca a sus hijos. En "Alps" de Yorgos Lanthimos, una agencia proporcionaba afectos de reemplazo: ante la pérdida irrecuperable, un actor ocupaba el puesto abandonado, procurando llenar el vacío afectivo. Así parece funcionar "La espera", la madre y la novia ahuyentando el luto, negando el suceso: no ha sido la muerte, ha sido la voluntad: se fue porque le dio la gana.

Para resaltar la vía de escape, los fotogramas se empeñan en colmarse de belleza, en lograr que cada encuadre capture el entorno siciliano donde se desarrolla la acción con el mayor esplendor posible, un vicio de opera prima que aquí despunta en virtud: naturaleza y juventud, tradición y madurez, frente a frente y desbordando cada plano.

Y, cómo no, Juliette Binoche desplegando una actuación sublime, tan contenido el gesto como intensa la emoción, sin conceder al espectador el desahogo de la lágrima fácil, un aplomo interpretativo que reafirma a la actriz en la cima del cine europeo y que coloca a su compañera de duelo y de protagonismo, Lou de Laâge, a la espera, precisamente, de otras cintas con menor competencia en el reparto.

sábado, septiembre 10, 2016

"Café Society", de Woody Allen

Al rato de estar viendo la película, estaba claro que algo había cambiado. Los ojos, acostumbrados a disfrutar del cine de Allen con cadencia anual, percibían algunas diferencias nítidas en los encuadres y en el tratamiento de la luz. La cámara se hacía patente, en mayor medida, de lo que había sido en las cintas dirigidas por el director neoyorquino en los últimos veinte años, más o menos. Después me enteré de que por primera vez abandonaba el celuloide para rodar en digital, algo a lo que se ven abocados, quieran o no, la mayoría de cineastas de la actualidad, pero además me enteré de que, por primera vez también, Vittorio Storaro, ya mítico director de fotografía, había perfilado los fotogramas de una película de Woody Allen con su característica paleta de colores cálidos. Con todo esto, lo que me pareció realmente es que la obra del octogenario autor nacido en Brooklyn tiene aún capacidad suficiente para sorprenderme.
En su nueva lección de cine Woody Allen establece una soterrada confrontación entre Nueva York y Los Ángeles, sin pudor en cuanto a dejar claras sus preferencias. Hollywood en los años 30 es una fábrica de películas dominada por los grandes estudios, un ecosistema feroz donde codicia y talento deben intentar acomodarse en el mismo hueco y que apenas deja resquicio para penetrar en él a los que no están dispuestos a aceptar las reglas del juego ("El último magnate" en novela inacabada de Fitzgerald o en la película de Kazan es la referencia habitual). Y sin embargo en la costa este sucede otro tanto: Café Society es un término referido a la Jet Set de entonces, aquella que cada noche acudía a lujosos clubes nocturnos a lucir su posición social junto al resto de la manada de potentados neoyorquinos. Y a escuchar música en directo, claro, la que nunca para de sonar en el cine de Allen.
Todos quieren trabajar para Woody. Debe haber bofetadas por trabajar a sus órdenes: raro es el actor o la actriz que repite. Repartos llenos de nombres conocidos dispuestos a rebajar sus sueldos al mínimo. Para esta historia de desamor (de religión, de muerte, de familia: los temas constantes, los dobles sentidos, los enredos, todo enriquecido por la sabiduría vital de sus diálogos geniales) la pareja protagonista la forman Kristen Stewart, que está muy bien (Allen es un estupendo director de actrices: en los últimos diez años dos premios Oscar para ellas) y Jesse Eisenberg, que no tanto: el protagonista masculino de sus películas ya sabe que tiene que hacer el papel que Woody Allen, por edad, ya no puede encarnar, pero Eisenberg sólo sabe hacer de Eisenberg, me temo. A ellos se une, a última hora, Steve Carell en un papel que iba a realizar Bruce Willis, pero que Carell defiende a la perfección, el papel del tercero en discordia. Gran actor, también surgido de la comedia, pero que a diferencia de Eisenberg sabe adaptarse sin problemas a las necesidades del libreto, una trama que en "Café Society" retrata la nostalgia de amores antiguos, los que a pesar de los años siguen unidos por un hilo invisible, rescoldos que en un ningún caso conviene remover y que es mejor dejarlos donde están, adornando días felices de un pasado inexistente.

martes, agosto 23, 2016

"Slow West", de John Maclean

Aquel tipo me recordaba a Peligro, un flacucho y desgarbado aspirante a boxeador que ganaba por KO a su imaginación, cada día, en el gimnasio en el que Morgan Freeman pasaba el mocho derrotado de su combate 109. Jay Baruchel se llamaba aquel actor moreno y huesudo, y supongo que habrá seguido haciendo cine, no lo sé, pero sí sé que, de momento, el papel para la posteridad se lo concedió Clint Eastwood en "Million Dollar Baby". El protagonista de "Slow West" me lo recordó: en el físico y sobre todo en el ánimo, esa esperanza ciega en los sueños que detesta las probabilidades. También en la inocencia, cervatillo en tierra de depredadores. Kodi Smit-McPhee interpreta al muchacho que viaja hacia el oeste en "Slow West", y resulta que sí, ya lo había visto antes pero en dirección sur, de la mano de Viggo Mortensen en la aterradora "La carretera" de John Hillcoat (aunque todo el desasosiego producido por aquella película lo recogía de la novela original de Cormac McCarthy en la que se basaba).
Amores imposibles. Él es el señorito, joven Lord Cavendish, y la plebeya que inunda su obsesión se llama Rose (Caren Pistorius): amores emigrados, a los que se les pone un océano por medio y aún así son incontenibles: si Marco pudo ir él solito de los Apeninos a los Andes en busca de su madre, malo será que un mozo más talludito no lo logre. Epopeyas del Nuevo Mundo. Sin embargo, el nombre que da lustre al afiche será otro, un actor de gran tirón en la última década, Michael Fassbender, que aún navega cerca de proyectos arriesgados, independientes, aunque sea el pseudo-indie del festival de Sundance. Son bien conocidos los casos de directores que han disparado a un actor a la popularidad mundial y después los han empleado continuamente hasta volverse actores fetiche de su filmografía. Para John Maclean el ejemplo sería el contrario, pues ha sido Fassbender el que ha apadrinado su carrera, confianza refrendada para la ópera prima del director, un debut en la pantalla grande que resulta prometedor, en cualquier caso.
El western moderno continúa desgranando obras, una cadencia parsimoniosa pero ininterrumpida. Tarantino ha sido el artífice de los mayores taquillazos recientes del lejano oeste ("Los odiosos ocho", "Django desencadenado") o ese indómito "El renacido" de Alejandro González Iñárritu, pero otros cineastas también se asoman, modestamente, al género más popular de la historia del cine, con menos afán recaudatorio pero la misma inquietud por lograr una cinta digna. Y "Slow West" lo logra, caracterizándose, precisamente, por un pulso lento que no renuncia a la intensidad de la trama, un relato viajero, una odisea mecida al compás de una estupenda banda sonora de melancólico tono folk, con fotogramas que se recrean en paisajes monumentales que abren el encuadre por pura necesidad, localizaciones naturales que resulta que están en... Nueva Zelanda. Peter Jackson ya lo sabía: el Sur existe.

martes, agosto 16, 2016

"Escuadrón suicida", de David Ayer

La formación de un equipo de especialistas, sección "elementos peligrosos" del pabellón de alta seguridad, para llevar a cabo una misión con escasas opciones de éxito, tiene larga tradición en el cine. No hace mucho, "Guardianes de la galaxia" de James Gunn, aventura también surgida de los papeles grapados de los tebeos de superhéroes. Pero si se rastrea entre los clásicos del celuloide, rápidamente aparecen títulos como la canónica "Grupo salvaje" de Sam Peckinpah, y, retrocediendo en el tiempo, "Doce del patíbulo" de Robert Aldrich, "Los siete magníficos" de John Sturges (que pronto estrenará remake: a temblar), hasta llegar a la seminal "Los siete samurais" de Akira Kurosawa. No incurriré en odiosas comparaciones.
Héroes y antihéroes. El antihéroe es un arquetipo dramático sumamente atractivo, un sujeto cínico que desde siempre ha orientado sus habilidades a actos fuera de la ley y que encuentra una oportunidad para enmendar su trayectoria. La paradoja moral del delincuente convertido en inopinado defensor de la justicia, es un filón para guionistas con pocas ganas de trabajar: decenas de tópicos argumentales a su disposición. Y "Escuadrón suicida" aún más, ya que las características de todos sus personajes se sustentan en el catálogo editorial de DC Comics. En "Batman v Superman: el amanecer de la justicia" de Zack Snyder, se cimentó el desembarco definitivo de los superhéroes y supervillanos de Gotham y Metropolis en las sagas cinematográficas heredadas del cómic que puntean en la actualidad la cartelera con cadencia anual, semestral o incluso menor: Marvel, con Disney, mostró el camino que DC, con Warner, no dudará en seguir.
El Joker era ella. En realidad es Jared Leto el que en el reparto toma el testigo, inalcanzable, de Heather Ledger, aquel Joker magnífico para "El caballero oscuro" de Christopher Nolan. Leto confecciona un Joker que parece un zombi salido de "The Walking Dead", una aparición prescindible que sólo sirve para presentarnos a su novia, Harley Quinn, antigua psiquiatra del Joker que terminó colgada por uno de los mayores colgados del noveno arte. Ese personaje femenino indomable es el que paga la entrada para ver "El escuadrón suicida". La actriz Margot Robbie ya fue de lo poco recuperable en la reciente "La leyenda de Tarzán" de David Yates, una Jane esforzada, pero a Harley Quinn le proporciona las máximas dosis de histrionismo indispensables para dar vida a una inquilina habitual del asilo Arkham: psicópata comediante tan juguetona como letal. Tanto ella como Will Smith interpretando a Deadshot (aunque, no hay que engañarse, hace de Will Smith), permiten elucubrar que el escuadrón podía haberse reducido a dúo: menos es más, aseguran circunspectos noctámbulos solitarios sentados delante de sus teclados, iluminados silenciosamente por la pálida luz de la luna de agosto.

lunes, agosto 08, 2016

"Los amantes del Pont-Neuf", de Leos Carax

No tenía la menor duda de que ese puente era el puente, no me parecía posible ninguna otra alternativa: el puente me convenció. Y luego me enteré de que no, de que el puente no era el puente, ese que, como sabrá todo el que haya cruzado por allí con una guía turística en la mano, de nuevo sólo tiene el nombre: del siglo XVI, el primero que se construía en piedra para unir las orillas del Sena a su paso por París, el más largo y el que más tiempo lleva mirando correr el río bajo sus arcos. Puente en restauración, anunciaba un plano de la película: claro, pensaba yo, seguro que necesita unos arreglos, el crujido de la edad, y aprovecharon el cierre al tránsito diario por obras para realizar el rodaje. En realidad el puente iba a ser el puente, pero una inoportuna lesión de Denis Lavant, actor protagonista, musa imprescindible para Leos Carax, provocó que se desperdiciara el permiso de rodaje de dos semanas concedido por el ayuntamiento parisiense. Ese incidente dio lugar al mayor presupuesto de la historia del cine francés: se construyó una replica espectacular del Pont-Neuf y de su entorno hasta los puentes vecinos, incluyendo las fachadas de los edificios de alrededor y, por supuesto, el rio: de París a los campos de Lansargues, pueblo del sur de Francia cercano al mar, donde había un terreno propicio para el proyecto. El cine estadounidense sí estaba acostumbrado a esfuerzos faraónicos semejantes. No hace muchos años, a la Plaza Mayor de Salamanca, ejemplo al alcance de la mano, le salió un clon mexicano para el rodaje de "En el punto de mira" de Pete Travis (la megalomanía de cartón piedra está en desuso desde que las imágenes generadas por ordenador han tomado el control de la puesta en escena y los ejércitos de albañiles dirigidos por decoradores han sido sustituidos por las legiones de animadores digitales que copan los créditos del cine moderno), pero para el cine europeo tantos ceros en los cheques produce un vértigo descomunal y una probable bancarrota del estudio que se atreva. O al menos era así en la época, finales de los años noventa, de la filmación de "Los amantes del Pont-Neuf".
Hollywood se lo gasta y por regla general lo rentabiliza (con "En el punto de mira", thriller de acción protagonizado por Dennis Quaid, Matthew Fox y Forrest Whitaker, por supuesto que fue así), generando taquilla en USA y en el resto del mundo, pero para las producciones del viejo continente es mucho más complicado, teniendo en cuenta que los estrenos europeos al otro lado del Atlántico quedan relegados al submundo de las salas de versión original.Y el cine de Leos Carax cuenta además con la condición de cine de "autor", ese veneno para la taquilla, dicen, ay. Esta historia de amor entre clochards, Alex y Michèle, Denis Lavant y Juliette Binoche (había sido también la pareja protagonista de la película anterior de Leos Carax, "Mala sangre", y esa historia de amor extraña que anticipa la de "Los amantes del Pont-Neuf", constituye otra joya en la carrera del director galo), que viven encima o debajo del puente según la estación del año, el acróbata cojo y la pintora ciega, apurando las noches interminables entre vapores de vino barato, no parece la trama más apropiada para un presupuesto multimillonario. Sin embargo Carax debía tener muy claro que la película sólo se podía realizar en ese puente y con esos protagonistas, que un travelling que se volvería mítico debía acompañar el baile enloquecido de los amantes corriendo por el Pont-Neuf, mientras los fuegos artificiales del segundo centenario de la Revolución Francesa rompían el cielo, que los que sobreviven a diario (tremenda la escena de inicio de la película en el albergue de Nanterre) en los arroyos de la sociedad tienen derecho a protagonizar pasiones románticas desmesuradas, que la libertad del vagabundo se ríe del estrés cotidiano del ejecutivo.
Llega el final, probable homenaje a "L'Atalante" de Jean Vigo: de París a Le Havre en barcaza ("Le Havre" de Aki Kaurismäki, otro experto en náufragos urbanos). Al parecer había dos posibles finales, uno alegre, otro triste. Sostiene Juliette Binoche que lo discutieron durante horas. El que se escogió no me pareció el mejor, aunque también es verdad que fue lo único de la película que no me convenció.

domingo, julio 31, 2016

"La bruja", de Robert Eggers

Que Leire Urritasun no hace distinción de las Fiestas del Señor, y que estos mismos días de precepto desaparece desde por la mañana hasta el anochecer, con un mastín que ella tiene domesticado. Ítem, que el día de Jueves Santo se vistió con ropas limpias de lino y se marchó con el dicho mastín y que no regresó hasta muy entrada la noche, y que lo hizo volando por los aires a lomos del perro. (...) Ítem, que ayudó a parir a una vecina con yerbas de sabor amargo y que el parido vino manco de un brazo. (...) Ítem, que desapareció de su lecho muchos viernes y que llevó a Isabel, su sobrina, al prado de San Miguel. Que allí estaba el demonio, sentado en un trono refulgente, y que tres viejas desnudas bebían en unos cuencos orines del Maléfico.
"Proceso, anatematización y quema de una bruja en un ensayo general" - Ramiro Pinilla

¿Y si todo fuera cierto? ¿Y si las miles de sentencias condenatorias que durante siglos se pronunciaron sin piedad y se ejecutaron con violencia, estuvieron sostenidas por hechos probados y verificados? ¿Y si los testigos decían la verdad y a los jueces les movía un ánimo sensato en vez de un prejuicio religioso abyecto? Desde ese punto de vista, "La bruja" constituiría el relato de sucesos históricos, la descripción veraz de actos tenebrosos, artes diabólicas y recetas ponzoñosas, que se llevaban a cabo en lo más profundo del bosque. ¿Y si las Pinturas Negras o los Caprichos de Goya fueran apuntes del natural? Desde Zugarramurdi a los ensayos de Julio Caro Baroja, desde las meigas gallegas al Santo Oficio, en España hay un consistente sustrato brujeril, una cultura ancestral, que, como todo lo antiguo en la época del teléfono móvil, sólo interesará si hay pokemones cerca.
En el siglo XVII gran número de puritanos ingleses, grupo radical de los calvinistas, fundaron colonias en el nordeste de los actuales Estados Unidos. Tenían tanto temor de Dios y rigor, implacable, en la rectitud moral de su conducta, como fortaleza de espíritu para ser capaces de acarrear la cama de la abuela atravesando el océano Atlántico y ponerse a plantar maíz en los límites del mundo conocido. Predestinación y oración y un pavo para el cuarto jueves de noviembre: Thanksgiving Day: gracias a Dios, por supuesto. La atmósfera asfixiante de la religiosidad extrema (ese ambiente se describe a la perfección en "La cinta blanca" de Michael Haneke) fomenta la delación, acusando al vecino para desviar cualquier posible sospecha de inmoralidad propia. Y en una espiral de paranoia y virtud, pasar del vecino al padre, o al hermano, incluso a los propios hijos.
La película refleja muy bien todos esos impulsos fanáticos: Satanás detrás de cada mirada subrepticia, de cada pecadillo cotidiano. Pero mientras otras películas situadas en la época se han centrado en la denuncia de las injusticias cometidas contra las presuntas brujas (por ejemplo, las basadas en los famosos juicios de Salem como "El crisol" de Nicholas Hytner, que a su vez era una adaptación de la obra teatral "Las brujas de Salem" de Arthur Miller), "La bruja" afirma, no desmiente, con escenas de pesadilla que atraviesan el territorio de los cuentos infantiles que nos desvelaban después de una reunión familiar junto a la lumbre y que los tiempos modernos de lo políticamente correcto se empeñan en edulcorar hasta arrancarles cualquier amargura. 
Vendrá la bruja y te llevará. Ya lo verás. Que sí, que sí.

sábado, julio 30, 2016

"La leyenda de Tarzán", de David Yates

El rescoldo sentimental de aquellas películas protagonizadas por Johnny Weissmüller, es imposible removerlo con este último Tarzán y conseguir que se produzca el mínimo calor. En el año 1984, con "Greystoke", Hugh Hudson, el también director de "Carros de fuego", sí logró acercarse al personaje lanzado a la fama mundial por las películas de la Metro de los años 30, pero rompiendo con la estética clásica y alimentando la trama, por encima de todo, con la pasión romántica entre Tarzán y Jane. La celebérrima pareja, frase hecha de la cultura popular, fue encarnada entonces por Christopher Lambert y Andie MacDowell, estrellas del momento, y no funcionaba nada mal ese Tarzán sucio que entraba en conflicto con el Lord Greystoke de su herencia: el pequeño salvaje y todo eso.
Este Tarzán de ahora no pasa de su pretensión de videojuego: en otras ocasiones también se ha intentado adaptar iconos de antaño a la actualidad relatando sus aventuras como si se estuvieran pasando niveles a los mandos de una consola. Y la verdad es que el reparto no echaba para atrás en el cartel, con tarantinianos solventes como Christoph Waltz o Samuel L. Jackson figurando entre los nombres, o como protagonista Alexander Skarsgård, al que recuerdo como actor notable en la serie televisiva "Generation Kill" o defendiéndo su papel a la perfección, junto a su padre Stellan Skarsgård, para "Melancolía" de Lars Von Trier: talentos vendidos como ratas al 3D veraniego, me temo.
Todo falso: dudo que sea verdadero ninguno de los animales que aparecen en este celuloide inexistente: ni los pájaros del cielo: la informática ha producido la extinción de las especies en el cine de una forma más eficiente que el diluvio universal: que se lo digan a DiCaprio y su oso. Pero falsos eran todos los tarzanes de los monos de nuestra infancia, no nos engañemos: fotogramas aderezados con animales prestados por algún circo, que correteaban por junglas plantadas en Hollywood (¿puede ser que alguna secuencia de la saga original fuera rodada realmente en África?), con lianas aptas para trapecistas y aullantes nativos de casting estadounidense. ¡Angagua Chita, angagua! Las veíamos en blanco y negro, ni siquiera podíamos disfrutar de la exuberancia de cálidos verdes tropicales, pero nos daba igual, el fenómeno de inmersión era completo: concluía el programa de cine de los sábados por la tarde en el VHF y salíamos corriendo a la calle a buscar algo a lo que subirnos mientras gritábamos la pobre imitación de un alarido imposible: el rey de la selva, ¿dónde estará?
La aventura terminó.

domingo, julio 17, 2016

"Independence Day: Contraataque", de Roland Emmerich

Roland Emmerich, heraldo del apocalipsis cinematográfico. Seguro que es el director de cine que más ciudades, megaurbes superpobladas, ha reventado en una sucesión impactante de fotogramas desmesurados: la catástrofe como leitmotiv artístico. El desencadenante puede ser una invasión extraterrestre, un monstruo surgido del océano o, el peor de todos en cuanto a que es el que tiene más posibilidades de producirse, el efecto devastador del cambio climático. Y a Emmerich se le podrá acusar tanto de alentar panoramas poco halagüeños para el futuro de la humanidad, como de exhibir una vena patriotera que lo mismo rompe que enmienda: el héroe, por supuesto estadounidense (Emmerich, por cierto, es alemán, allí inició su carrera, cine fantástico y de ciencia ficción, hasta que tuvo la oportunidad de saltar el charco para dirigir nada menos que a Jean-Claude Van Damme en "Soldado universal", uno de los mayores éxitos del karateka belga). Hollywood paga los platos rotos, y, puestos a elucubrar, el héroe puede ser el mismísimo Señor Presidente. ¿Se imaginan a Mariano Rajoy pilotando un F-18? Pues Bill Pullman, aquel músico de "Carretera perdida" de David Lynch, pasará a la posteridad del cine como el actor que encarnó al sacrificado presidente Thomas J. Whitmore. Estas cosas sólo pasan en el cine, me temo. La película tiene un guión pésimo en su mayoría, colmado de diálogos insulsos y previsibles, en eso no hay ninguna sorpresa, como tampoco es sorprendente el abrumador despliegue de efectos especiales: de hecho es uno de los motivos de pagar la entrada.
20 años han pasado de la "Independence Day" original: la ocasión la pintan calva para hacer pasar de nuevo al público por caja. En 1996 "Independence Day" desbordó las taquillas mundiales, colocando a la vez en primera línea al actor Will Smith, ese primo rapero y gracioso de la comedia televisiva que no se perdía nadie en los noventa, "El principe de Bel-Air". A Will Smith, a su desvergüenza fresca y cachonda (supongo que dos décadas después ya no es esa su característica principal como actor) se le echa de menos en esta segunda parte, secuela que, por otro lado, tiene su mejor punto en el rencuentro con muchos de los secundarios (las dos partes lucen reparto coral) que dieron lustre a la primera: Jeff Goldblum, encasillado como mente brillante, deus ex machina, desde que hizo "Parque jurásico" para Steven Spielberg o el mencionado Bill Pullman sacado del asilo pero dispuesto, de nuevo, para el combate. Dos serán los actores de reparto que, sin embargo, marcarán la diferencia: el magnifico Judd Hirsch interpretando al padre de Goldblum y dando, otra vez, la réplica de Sancho Panza a tanto iluminado megalómano, y el inquietante Brent Spiner como el doctor Okun (se hizo famoso interpretando al androide Data de "Star Trek: La nueva generación": no intenten buscar el parecido). Si Goldblum encarna a la ciencia responsable, sostenible y concienciada, un poco meliflua, Spiner da rienda suelta al científico que va a pulsar el botón rojo sí o sí, aquel para el que la obtención del conocimiento es una meta a la que no se le pueden interponer barreras morales. Y sí, en la película también aparecen otro montón de actores, jóvenes y guapos, cuyo nombre desconozco y que no pienso buscar, actores que no tienen ninguna otra virtud más allá de su juventud y su belleza. Veinte años perdidos, en fin.

jueves, junio 30, 2016

"Jauja", de Lisandro Alonso

Jauja es una palabra capaz de hacer que masas de europeos cruzaran el Mare Tenebrarum al final de la Edad Media para llegar a América, la misma palabra mágica que provoca en nuestros días que otras masas, con otro punto de origen, se arrojen ahora al mar Mediterráneo para llegar a Europa. Jauja no como símbolo de la codicia de riquezas, si bien uno es libre de fantasear en su mente con los cuentos de la lechera que desee. En el siglo XV, como ahora, la codicia podía tratarse simplemente del ánimo de comer cada día, de sobrevivir a una jornada más. Las emigraciones que han trazado la senda de la humanidad desde sus inicios, nunca fueron por gusto.
Un western. Las tribus de indios de las praderas raptaban a los hijos de los pioneros: también la conquista del Lejano Oeste fue detrás de Jauja. En "Dos cabalgan juntos" de John Ford, una de las escenas más trágicas de la película, y de todo el género que Ford completó con obras maestras, fue la que muestra el linchamiento por parte de los colonos del joven al que se llevaron los comanches cuando era un niño y que una vez devuelto a los "civilizados" emigrantes europeos se muestra indomable. El retorno a lo salvaje es un camino de ida sin vuelta, pero que fascinaba a todos aquellos que habían saltado un océano con la cama de la abuela y la biblia a cuestas: sepultar cualquier vestigio de civilización y retornar a la caverna, demoler la cultura, el pensamiento, y recurrir al instinto como fuente natural de supervivencia. Joseph Conrad y "El corazón de la tinieblas". "Jauja" tiene su propio Kurtz, un tal Zuloaga, un nombre que en la película se invoca con tanto temor como admiración.
Los hijos, una fuerza aún mayor que la de Jauja. Odiseas antiguas y modernas llevadas a cabo para asegurar el bienestar de la descendencia: el impulso genético de la perpetuación de la especie, el sentido único y certero de la vida. Todo el tiempo está conectado: el pasado se hace presente, el futuro nos sale al encuentro. Cada acción deja su huella: el descubridor clavaba su estandarte en la arena de la playa y transformaba el mundo, pero no la Historia, la Historia no cambia, la Historia sucede, sucedió, y volver la vista atrás y contemplarla es un modo eficaz de no volver a cometer los mismos errores, esos que cierran círculos, esos viciosos.