miércoles, febrero 19, 2014

"12 años de esclavitud", de Steve McQueen

Todas las precauciones antes de ver una película con el telón de fondo de la esclavitud en Estados Unidos. Todas las precauciones porque se tiene la certeza de que se van a contemplar escenas realmente dolorosas: el drama dantesco, la violencia descarnada, el trato impío y salvaje que gira alrededor de una de las formas de producción más antigua (y más rentable) que puso en práctica alguna vez la descerebrada especie humana. Que sigue poniendo, lamentablemente. Las cadenas, las plantaciones, los latigazos, los mercados de esclavos y  las desgarradoras separaciones familiares, madres e hijos vendidos por separado, los trabajos forzados hasta la extenuación. Ambiente sureño de grandes mansiones blancas propiedad de despiadados amos blancos vestidos de más blanco aún, que se enriquecen con el sudor ajeno gratuito dedicado a cosechar algodón... blanco. La mirada se prepara para lo peor: el déjà vu se da por descontado. Y el problema es que aparte de ese déjà vu lleno de horror, poco más me ofrece "12 años de esclavitud".

Steve McQueen me deslumbró con "Shame", película de esclavitud también: esclavo del sexo (pienso en otra película donde la esclavitud sexual es protagonista bizarra y rotunda, "Saló o los 120 días de Sodoma" de Pier Paolo Pasolini, pero ya lo mencioné cuando escribí de "Shame": me repito, me temo). Y si aquella impresionante cinta, en la que Michael Fassbender no ofrecía la menor duda sobre su gran talento actoral, me gustó, la misma mente que se pone a la defensiva espera que la vuelvan a sorprender como entonces. Pero no ha sido así, exceptuando las grandes actuaciones por parte del reparto (una lista de actores magnífica), algo que era de esperar contando con una trama llena de papeles oportunos para el lucimiento. El que, raspando la impronta que dejó en la memoria la televisiva "Raices", consiguió epatar al espectador recientemente, sin duda fue Quentin Tarantino con "Django desencadenado": la victima transformada en verdugo, el esclavo rebelado, una historia de venganza envuelta en un guión de Oscar. En eso, en Oscars, "12 años de esclavitud" también promete.


domingo, febrero 16, 2014

"La Lego película", de Phil Lord y Christopher Miller

La aglomeración de piezas que se produce en la pantalla, un apelotonamiento de ladrillos de colores nunca visto, amenaza con engullir al espectador. Esa es la sensación que me queda, la de haber presenciado un tsunami descontrolado y excesivo, algo que ya me pasó en otra película de dibujos animados de esta pareja de directores, "Lluvia de albóndigas": poca historia y demasiada animación (otra películas de Lego me han gustado más, por ejemplo las parodias galácticas de la serie Lego Star Wars, "Las crónicas de Yoda"). Aparte de este barroquismo por inundación de despiece, el mensaje de la película es un elemento más para el despiste, un contrasentido absoluto. Las cajas de Lego contienen un montón de pequeñas piezas con las que realizar determinadas construcciones que cubren un inmenso catálogo de juguetes a la venta: edificios de todo tipo, diversos vehículos que van desde coches de policía hasta naves espaciales, paisajes históricos de la edad media o del lejano oeste, e incluso la posibilidad de recrear escenarios de "Los Simpson" o de películas de la saga "Star Wars" o de la más reciente "El Hobbit". Todo ello acompañado de un increíble surtido de pequeños personajes: increíble por todos los matices que los diseñadores de la juguetera obtienen con tan poco material. En muchos casos, lograr culminar el objetivo que aparece en la foto de la caja es una tarea de gran complejidad (pequeñas obras de ingeniería, llenas de detalle), imposible de alcanzar si no se siguen al pie de la letra los pasos del manual de montaje que acompaña al juguete. Y una vez alcanzada la meta, resulta un artefacto de mírame y no me toques, digno de colocar en una estantería pero poco adecuado para el trajín de jugar sobre una alfombra. Pues bien, la película defiende que lo que hay que hacer es remover todas las piezas en un saco y dejar que sea la imaginación la que construya lo que salga. Es decir, gastarse un montón de euros (las cajas de Lego no son baratas precisamente) en, por ejemplo, el Lego de "El Halcón Milenario", para terminar haciendo un par de casas y un barco mercante con Chewbacca de timonel. Qué bichos estos daneses.

Yo, por la generación a la que pertenezco, me tocó echarle muchas horas al Tente y al Exin Castillos, productos del estado autárquico español que, esos sí, eran propicios a la recreación de lo que se te ocurriera pergeñar durante una larga de tarde de invierno, auxiliado por un tambor de Colón lleno de cacharros, pero lo que observo en los últimos años de Lego en las jugueterías me parece un prêt-à-porter, no inclinado a estimular la imaginación, sino dirigido en realidad a lograr un producto bien delimitado: mercadotecnia cinéfila para bolsillos pudientes. Así, en la película la empresa Lego quiere ser a la vez el bueno y el malo, como el policía que aparece en el filme: poli bueno o poli malo sin más que girar su cabeza, un signo certero de la esquizofrenia del capitalismo moderno. ¡Anda! ¡Ahora sí que entendí la moraleja!

Por otro lado está bien claro que los juegos de construcción, sean de la marca que patrocina la película o de cualquier otra, son un excelente recurso para la animación stopmotion, técnica que "La Lego película" presume de haber empleado en la mayoría de su metraje, junto a la indispensable animación por ordenador. Como muestra de lo que se puede lograr pieza a pieza, adjunto este conocido vídeo musical del tema "Fell in Love with a Girl" de The White Stripes, vídeo dirigido por Michel Gondry, nada menos. Temazo, por cierto.

martes, febrero 11, 2014

"Agosto", de John Wells

"Agosto" es un culebrón: de marca, pero culebrón. Culebrón crepuscular, en todo caso, que por algo aparece Sam Shepard en el preludio. La pena es que aparece poco: guardo en la memoria su formidable interpretación en el reciente western "Blackthorn" de Mateo Gil. Seguro que todos tenemos escondido algún pariente que bien se merece un Oscar. Puede que una prima, un cuñado, quizás la propia madre. Nunca hay un cazatalentos cerca cuando realmente hace falta. Y es que la tendencia a montar un drama por todo es una cualidad artística que no está al alcance de cualquiera: cenas familiares convertidas de repente en un circo de tres pistas. Si a las personalidades inclinadas a la emoción sentimental se les añade un buen surtido de fármacos, la mezcla química propiciada causarán un efecto secundario imposible de analizar en ningún prospecto.

Precisamente una cena, tras un funeral, la comida fría e improvisada que se sirve más por inercia que por hambre, será la auténtica protagonista de esta cinta, la secuencia que paga el precio de la entrada en "Agosto". La cámara sienta al espectador a la mesa como un comensal más, a participar en el tono abrupto de una discusión cimentada en reproches larvados que se arrojan despiadados a quemarropa, con maestría en los diálogos y en la buenas actuaciones encabezadas por Meryl Streep (harta de dominar los papeles a su antojo) y Julia Roberts (adaptándose muy bien a papeles de madurez). Pero después quedarán dos actos más en esta adaptación de una exitosa obra de teatro escrita por Tracy Letts, y esa paternidad teatral será el principal lastre de la cinta, que no acaba de funcionar en celuloide por mucho que se busquen fotogramas de espacios abiertos y paisajes infinitos: Oklahoma, pero podría ser la Armuña, cambiando campos de trigo por cultivos de lenteja: los problemas de familia no dependen del mapa, en todas partes hay, pero el nivel de culebrón alcanzado en "Agosto" supera los límites de lo admisible, al menos para mí. Claro, que igual mi nivel de culebrón, no está muy entrenado.

viernes, febrero 07, 2014

Poemario. "Concierzo de viento", de Marcos Callau

El animal de interior siempre sueña los mares, escribe Marcos en su poema "Los brazos de Venus". El mar se antoja imposible en su ciudad natal, Zaragoza, pero el viento sopla firme y, como en tantas ciudades sin puerto, como en la mía, hincha las velas de su catedral, barco varado a la orilla del río, que se divisa desde lejos quebrando el horizonte. Poesía urbana para romper pasiones amorosas acostadas en lechos de asfalto y piedra milenaria, mecidas con acordes desgarrados por algún crooner insomne. Soledades reconfortadas en cafés musicales de aliento bohemio que se refugian del Cierzo: los versos de Marcos evocan humo de tabaco y de jazz, una nostalgia confundida que ansía volver al lugar donde se fue feliz, confundida porque no es nostalgia sino melancolía: el retorno es imposible. Palabras que sobrevuelan la ciudad como el sonido de Gershwin acompañando los planos de Woody Allen por Manhattan y que penetran todos los rincones alumbrando las intimidades de un cuadro de Hopper.

Marcos Callau traza habitualmente sus poemas en la pizarra de su blog, El tiempo detenido, pero, mucho antes aún, nuestro camino bloguero se cruzó en El sueño eterno, su morada anterior. Tantos años leyéndole, leyéndonos, compartiendo además escritos en "La caja de Pandora": tener ahora entre manos su libro es un placer enorme, una satisfacción. Porque lo digital está muy bien pero el papel, chico, no sé lo que tiene, y este poemario luce espléndido.

La poesía es el medio singular de expresar ciertas inquietudes, manifiestos del espíritu, con la exigencia añadida de desbrozar la palabra exacta, el verbo preciso, el adjetivo certero. El poeta que se atreve a hacer pública su obra, establece un compromiso: describir lo trascendente sabiendo que es lo necesario, lo único necesario, en realidad. Y ese compromiso tiene como destinatario al lector ajeno, la parte contratante que acepta el reto de sumergirse en el verso y capturar el sentimiento, como reflejado en un espejo: sentir lo que el poeta sintió y hacerlo suyo.
Enhorabuena, Marcos.

sábado, febrero 01, 2014

"La caza", de Thomas Vinterberg

La calumnia. Calumniad, calumniad que algo quedará, proclama Voltaire. O, mejor aún, más apropiado al tema de la película, en palabras de Bertrand Russell: La calumnia siempre es sencilla y verosímil (para aproximarse a la figura del filósofo y matemático, premio Nobel de literatura y una de las personalidades intelectuales más importantes del siglo XX, se puede disfrutar de una lectura poco farragosa en el cómic "Logicomix" de Apostolos Doxiadis y Christos H. Papadimitriou). La calumnia abre heridas que son muy difíciles de cerrar, una onda expansiva de mensaje breve que se propaga imparable, un acto de venganza y rencor que una vez puesto en marcha tiene una eficacia dañina sorprendente: las dudas asoman para intentar probar la inocencia, sin pararse a sopesar debidamente los indicios de culpabilidad: todo el mundo es culpable hasta que se demuestra lo contrario. Y ya puestos en citas y proverbios, la sabiduría popular asegura que en la boca de los niños (y en la de los borrachos: curiosa comparación) se encuentra la verdad. Lucas lo tiene chungo, me temo.

A Lucas lo interpreta Mads Mikkelsen, excelente actor danés al que descubrí en "Flame y Citron" de Ole Christian Madsen, un panegírico patriótico acerca de dos héroes de la resistencia de Dinamarca, contra el invasor nazi, durante la Segunda Guerra Mundial. Mikkelsen luego hizo de malo, de malo de James Bond nada menos, en "Casino Royale" de Martin Campbell, y en malvado televisivo alcanzó su mayor popularidad: el doctor Lecter en la reciente serie "Hannibal" creada por Bryan Fuller: su porte flemático y frío (hierática cara de esfinge, poderosa mandíbula nórdica) daban la talla de asesino calculador y despiadado, psiquiatra gastrónomo de peculiar gusto caníbal que mantiene al F.B.I. en perpetuo vaivén investigador, y que a mí me ha mantenido a la expectativa las últimas semanas. Bueno, como Anthony Hopkins ningún Lecter, opino. Pero Mikkelsen en "La caza" desarrolla su papel a la perfección, sin estridencias, concediendo a Lucas, la víctima de la historia, todos los posibles matices de cordero degollado que la locura paranoica de sus amigos y vecinos provocan con su acoso cotidiano. Linchado, emplumado, despreciado. El espectador, que conoce las circunstancias de la terrible acusación que pesa sobre Lucas, asiste impotente al desarrollo de la historia, incapaz de participar en los acontecimientos, de proporcionar las coartadas. La cuarta pared, infranqueable, aporta toda la tensión y aparta cualquier justicia.

La anterior película dirigida por Thomas Vinterberg fue "Submarino", y en aquella entrada lamentaba no haber visto aún "Celebración", obra magna de Vinterberg y cinta señera del movimiento Dogma 95 junto a "Los idiotas" de su paisano Lars Von Trier. Desde entonces tuve ya ocasión de disfrutar de "Celebración", película indispensable para entender aquel movimiento Dogma que sirvió (méritos artísticos por delante) para sacudir el anquilosado panorama cinematográfico mundial, lo cual no es poco, si bien y como de costumbre los manifiestos se suelen limitar a los círculos que los firman. Con "Celebración" tiene muchos puntos en común "La caza" y merece la pena valorarlas en conjunto. Una sería reverso de la otra: la calumnia de nuevo y de nuevo sometida al escrutinio de la platea, pero, de nuevo también, con los factores indispensables para que la balanza se incline únicamente hacia uno de los lados, el lado que el director quiere. El mismo delito, las mismas reuniones de amigos y familiares (ese ambiente festivo, vikingo, de asamblea tribal que escapa del hielo del exterior y que celebra la vida al caer la noche entre bebidas y cánticos) pero un juicio popular completamente distinto: de la aceptación de "La caza" a la incredulidad en "Celebración". Quizás es que en "Celebración" el acusador ya no era un niño y la sinceridad ya no la tiene garantizada por ningún refrán conocido. A no ser que se emborrache, claro.

jueves, enero 23, 2014

"El lobo de Wall Street", de Martin Scorsese

A Scorsese no le tiembla el pulso: con 71 años bien podría dedicarse a robar panderetas (Scorsese cuenta lo que Woody Allen no contó en "Blue Jasmine": el antes de, pero falto de cualquier pudor y de frenos). Ni un ápice de temblor. Dirige esta historia con maestría y sin cortapisas, produciendo un retrato rotundo y patético que permite percibir el aliento podrido de una época de excesos económicos: hace veinte años pero como ahora. O ahora peor. Y lo peor de todo es que me he reído con esta película. Un montón. Con "Margin call" de J. C. Chandor, no, aquella daba miedo: el origen de la crisis económica planteado como una tremenda historia de terror. Pero con este remake de "Los increíbles albóndigas" de Ivan Reitman, transportado del campus universitario a los rascacielos de Wall Street, me he divertido muchísimo. Ritmo trepidante (ayudado por una música incansable), que no te deja parpadear durante toda la proyección: el vértigo frenético de la adicción, de la codicia sin límite: fotogramas indelebles. Y cuando parece que la trama puede decaer, no es más que la necesidad de tomar aire para precipitarse hacia el vacío otra vez. Ray Liotta en "Uno de los nuestros" es la referencia que Leonardo DiCaprio, interpretando la vida loca del agente de bolsa Jordan Belfort, ha conseguido colar en mi memoria. A DiCaprio, cercano a los cuarenta, parece que le llega la hora de deslumbrar. Y ha costado, le ha costado a Martin Scorsese, que desde "Gangs of New York" confió las riendas protagonistas de sus filmes al talento del joven Leo. No era Howard Hughes en "El aviador" ni de lejos, ni tampoco daba del tipo más duro del garito en "Infiltrados", pero en "Shutter Island" empezaba a demostrar empaque (refrendado en "Django desencadenado" de Quentin Tarantino: vengan papeles extremos para el cara de niño, que se le dan bien). Además en "El lobo de Wall Street" despliega gran química con la que es, y no otra, pareja sentimental en la película: su colega Donnie, fantástica actuación de Jonah Hill: igual también los Oscar de este año consiguen emparejarlos.

Putas y cocaína. La economía global navega sin control como un barco en medio de una tormenta perfecta: las gráficas suben y bajan como el yate de Belfort luchando contra el oleaje. Al timón se encuentra una pandilla de monos (con perdón a los monos) empapados en crack. O en quaaludes. Nadie puede extrañarse del naufragio, lo insensato sería pensar que el navío llegará a buen puerto. Y no debe ser una caricatura anecdótica la que la película dibuja: los telediarios inundan al espectador de vergüenza ajena cuando se desgranan los detalles más cutres y horteras acerca de a qué destina su botín tanto financiero empaquetado en los últimos años. ¿Cómo puede caber tanta podredumbre en el exiguo espacio que ocupa una persona? La desmesura de sus vicios solo es comparable a la necedad de sus ambiciones. ¿Lobo? El lobo, el tiburón, animales indómitos que suelen emplearse para denotar las aptitudes de estos carroñeros de las finanzas: la hiena o la rata (que me perdonen las hienas y las ratas) conformarían un tótem más adecuado. Charlatanes de feria, predicadores con micrófono, reverendos de la secta del dólar, a la que, lamentablemente, no le faltan adeptos. El hatajo de tarados que aparece en la cinta dedicando las 24 horas del día a embaucar a pobres incautos para arrebatarles lo poco que les sobra y lo que no, ofrecen una visión demoledora del capitalismo ficción (definición certera de Vicente Verdú), telón de fondo que Scorsese explota genialmente para desvelarnos que el pretendido glamour del poder económico, no es más que un océano de mediocridad que se gesta en malolientes alcantarillas. Y que me perdonen las alcantarillas.


martes, enero 14, 2014

"La vida de Pi", de Ang Lee

El número Pi. Pi es la razón entre la longitud de una circunferencia y su diámetro. La razón. Pero resulta ser un número irracional: que no puede expresarse exactamente con números enteros ni fraccionarios. Por otro lado, su uso cotidiano, ligado a la geometría básica que se aprende en la escuela, choca también con otro de los adjetivos que sus cualidades algebraicas denotan: Pi es un número trascendente. Trascendente: que está más allá de los límites de cualquier conocimiento posible. Juegos de palabras surgidos de la combinación del Diccionario de la lengua española con el manual de matemáticas, dobles sentidos que permiten manifestar el conflicto interno de "La vida de Pi": razón y fe.

Piscine Molitor Patel (Suraj Sharma, debutante que defiende muy bien su papel protagonista). Las infinitas cifras decimales del comienzo de su nombre de pila (o de pilón), le sirven para escapar de la maldita ocurrencia de ponerle el nombre de una piscina pública de París, nombre que encima es fácilmente recortable hacía un monosílabo escatológico de burla inmediata para la masa cruel del patio de colegio: la matemática se alza rotunda ante tanta estupidez mediocre y deja a todo el mundo callado. Ese comienzo de la película alimenta la esperanza de que el joven Pi Patel, calculadora precoz, intente emular a su compatriota Ramanujan, genio matemático indio autodidacta, que dejó perplejas a las mentes más desarrolladas de su tiempo. Pero parece que Pi está más interesado en el alma que en el cerebro: hinduismo, catolicismo, Islam. Todo es poco para este pequeño Marcelino Pan y Vino que, en contra del racionalismo paterno, hace del sincretismo religioso virtud, de modo que la cábala sea la única parcela numérica a la que esté dispuesto a entregar sus dotes (la referencia cinematográfica acude rauda: "Pi" de Darren Aronofsky: la búsqueda del conocimiento absoluto se asoma a abismos de locura).

Un barquero tiene que pasar al otro lado del río a un lobo, una oveja y una col. El famoso problema de lógica seguro que ha copado los pensamientos de muchos en algún momento de sus vidas. Poca cosa en comparación con el embrollo de Pi: en una barca en medio del océano Pacífico hay un hombre, una cebra, un orangután, una hiena, un tigre... y una rata. Los dioses zoomorfos, totémicos, divinidades paganas de religiones ancestrales como la hindú, toman cuerpo para castigar a Pi, hereje tentado por aburridas creencias monoteístas. Y la mezcla de especies que sería realmente complicada de realizar en un plató (ya lo decía Alfred Hitchcock: nunca trabajes con niños, con animales o con Charles Laughton: lo debía decir por experiencia porque incumplió las tres condiciones) fue subsanada mediante "milagros" digitales (a mi compañera de proyección le tuve que aclarar esa circunstancia para que dejara de dar respingos). Belleza New Age, empacho fosforescente, colorido, espectacularidad, para adornar el inevitable aburrimiento de 227 días a la deriva, nada menos (sin necesidad de tanto recurso surrealista, en la novela "Relato de un náufrago" consigue Gabriel García Márquez una intensidad emocional extraordinaria, traspasando certeramente al papel la experiencia del protagonista del relato: al papel y al lector, por supuesto). Los profetas fundadores de las grandes religiones como Buda, Jesucristo o Mahoma, tienen en común el haber padecido largos periodos solitarios de privación y ayuno, eremitas que entran en contacto con la divinidad y la revelación mediante la infalible receta de cortar la alimentación del cerebro: misticismo y alucinación firmemente entrelazados. Además en Pi Patel se presenta un fuerte shock emocional acompañado del necesario mecanismo de protección de negación de la realidad. La mente vuela, el sueño toma forma (ver el cuadro de Salvador Dalí: Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar). La cuestión no es qué historia prefieres, no, sino cuál es la verdadera. El resto son remedios para ir tirando.

jueves, enero 09, 2014

"Broadway Danny Rose", de Woody Allen

Durante décadas un par de nombres, que se hicieron familiares al espectador e indisociables al propio nombre del celebérrimo director neoyorquino, aparecían acompañando al de Woody Allen en los créditos de sus películas: letras blancas sobre fondo negro surgen en pantalla mientras suenan unos suaves acordes de jazz: tipografía Windsor como marca de fábrica, permitiendo la identificación inmediata del autor que mostrará su celuloide acto seguido. Charles H. Joffe y Jack Rollins fueron los representantes de Woody Allen desde los años cincuenta, y hasta la época actual (Joffe falleció en 2008 pero Rollins, a pesar de almacenar casi cien años, sigue figurando en el equipo de la obra más reciente de Allen, "Blue Jasmine"), aparecen, no sabría decir en qué película no, participando en la producción del universo alleniano.

Si en "Broadway Danny Rose" Woody Allen pretendió reflejar cómo era su relación con sus managers, qué tipo de personas eran las que se ocupaban de las facetas más mundanas de su ya (1984 es la añada de la cinta) por entonces exitosa carrera, si ésa era su intención, no cabe duda de que Allen estaba muy contento con ellos. Danny Rose (Woody Allen) es un agente de artistas de segunda (o bastante más allá) fila: instrumentistas de copas de agua, modeladores de globos hinchables, xilofonistas ciegos, hipnotizadores capaces de dormir pero no de sacar del trance a sus... víctimas. Danny Rose pierde más tiempo y dinero con su humilde troupe del que sería soportable para la supervivencia de su negocio. Pero su optimismo incombustible y su amor por el vodevil, superan cualquier inconveniente. Entre sus protegidos hay uno que parece que puede llegar a triunfar, el cantante Lou Canova (Nick Apollo Forte), un one-hit wonder de los años dorados del rocanrol (su mayor éxito es una canción sobre la indigestión de comida italiana, "Agita"), reconvertido a cantante melódico al estilo Tom Jones (el tigre sexual más hortera del escenario) al que se le presenta la oportunidad de un buen contrato. Pero Lou tiene una amante, Tina (Mia Farrow), rubia vampiresa suburbial, malhablada y malhumorada: la chica del gangster. En esta historia Woody Allen intentó acercarse a la comedia italiana y ese espíritu se traslada al entorno familiar del personaje de Mia Farrow, Tina Vitale (Mia Farrow está irreconocible, escondida tras unas enormes gafas negras y un carácter chulesco y distante: gran actriz), y al estilo mafioso de un antiguo pretendiente que, celoso y pasional, confunde a Danny con Lou: ¡vendetta! El enredo inevitable de las películas de Woody Allen está servido y ese error de identificación es la peligrosa anécdota acerca de Danny Rose, que un grupo de veteranos personajes del gremio de la actuación recuerdan muertos de risa en una mesa del restaurante Carnegie Deli de Nueva York: memorias de la profesión que introducen la película como una historia muchas veces contada, recuerdos en sepia que se vuelven leyenda y que arrojan la sensación de asistir a un homenaje crepuscular, la descripción de un negociante honesto y apasionado, un arquetipo extinto que se vuelve legendario: Danny Rose, ese ingenuo enamorado de las candilejas y de los aplausos.


sábado, enero 04, 2014

"Elena", de Andrey Zvyagintsev

En la portada del DVD español de "Elena" hay una cita de una revista de cine en la que se sitúa a la película como ejemplo visual terrible del crudo universo darwiniano de la Rusia de Putin. No se puede poner en duda el contexto histórico, ya que la trama de la cinta parece situarse en la época actual, que seguro que será cruda, no hace falta irse a Rusia para comprobarlo, pero el adjetivo darwiniano, aplicado a las motivaciones que llevan a Elena a cometer el expeditivo acto que asegura sus planes, tiene más que ver con el instinto maternal que con las tesis de selección natural que propuso el genial naturalista inglés (la malinterpretación de sus teorías desembocó en el darwinismo social, una horrenda justificación de pretendida base biológica para avalar todo tipo de desmanes provocados por la especie humana sobre ella misma). Sin embargo sí que se puede ver "Elena" como una alegoría social, si bien parece más trasladable a la época de la revolución rusa y la lucha de clases: el derrocamiento de la oligarquía económica y la incautación de sus bienes, propiedades y medios de producción: del poder omnímodo del zar, se pasó al régimen implacable del Sóviet Supremo, otra oligarquia. Esa revolución económica también tiene lugar con la caída de la U.R.S.S. a finales de los años 80 del siglo XX: la privatización de los bienes nacionales que acompañó a la disolución de la Unión Soviética, produjo un torrente de nuevos ricos postcomunistas, aparte de unos catastróficos años de hambruna y crisis para gran parte de la población. De ahí parece proceder la fortuna de Vladimir (Andrey Smirnov) el marido de Elena (Nadezhda Markina), de aquella transición hacia el capitalismo que hubo que realizar a todo prisa (la novela "No será la tierra" de Jorge Volpi es una buena recomendación para aproximarse al ambiente político de la época). Vladimir, patriarcal y poderoso, otro padrecito, como Stalin, capaz de otorgar, de perdonar, de decidir, de salvar. Elena es la servidumbre, el pueblo que pide y que se desespera y que, en silencio, afila su guadaña.

El silencio. "Elena" me recordó a otra cinta tranquila pero demoledora, "La soledad" de Jaime Rosales, película que me alegró como nunca la velada de los premios Goya al alzarse, a la postre, con los más ansiados galardones de los repartidos aquella noche de febrero de 2008. La elocuencia del silencio transmutado en la imagen más habladora: el contraste entre el enorme piso de lujo para dos de Vladimir, el padrastro, con grandes cristaleras para disfrutar de la vista de frondosos parques moscovitas, frente al reducido hogar de Sergey (Aleksey Rozin), el hijastro, habitaciones angostas como pasillos en las que su familia estira la cabeza hacia estrechas ventanas por las que asoman las imponentes chimeneas humeantes de una fábrica. Al comienzo de la cinta, un largo plano fijo selecciona el público de "Elena", un espectador que debe estar preparado para disfrutar de la elipsis visual, dotado de paciencia cinéfila: a la espera del desarrollo calmo del conflicto: paladear fotogramas. La valoración moral de los actos de Elena conducirá hacia su más que probable condena, nos aclara el director de la película: la coartada criminal no exime de padecer años de remordimientos y de noches en vela: los cadáveres enterrados en el jardín se arrastran cada noche hasta la alcoba. El verdadero dios, como cualquiera puede experimentar en su propia vida, es el hijo, claro (se puede comprobar fácilmente dentro de un par de días, cuando lleguen los Reyes Magos), y después el hijo del hijo, pero retratados ambos aquí como divinidades indolentes y perezosas, desagradecidas y extraviadas de antemano, que no parecen merecer tanto sacrificio. Y ya no hay vuelta atrás.


lunes, diciembre 30, 2013

"De óxido y hueso", de Jacques Audiard

Del director Jacques Audiard tenía una referencia cinematográfica extraordinaria, la película "Un profeta", drama carcelario del año 2009 sobre un joven atrapado en el ambiente violento de cualquier prisión moderna: la cárcel elude su papel de redentora social para reafirmarse en agujero negro criminal, una sima de delincuentes que no ven otro destino que el de continuar su carrera cuando recobren la libertad. En aquella situación Audiard retrataba con destreza sutil a su profeta, el joven Malik interpretado por Tahar Rahim, cuajando un escenario multicultural y realista que convirtió a "Un profeta" en una de las películas a recordar de aquel año.

Había que comprobar si "De óxido y hueso", su siguiente película, mantendría aquel impresionante nivel. En "De óxido y hueso" se desarrolla una extraña relación entre una domadora de orcas que ha sufrido un grave accidente y un vigilante de seguridad que redondea sus ingresos peleando en combates clandestinos de full contact: todo en esta película es extremo, fuera de lo común. Se sostiene la película en las buenas actuaciones de su pareja protagonista. Por un lado, Marion Cotillard, secundaria hollywoodiense de lujo, que se vuelve a meter en un papel exigente como cuando alcanzó fama mundial (Oscar incluido) interpretando a Édith Piaf en "La vie en rose" de Oliver Dahan: su actuación en "De óxido y hueso" es tan convincente como los efectos especiales que la auxilian de modo intachable en su caracterización como Stéphanie. En el rincón opuesto, Matthias Schoenaerts, perfecto mendrugo, acémila musculosa que sólo piensa en dar satisfacción inmediata a sus instintos más primarios y que vive la vida como si no hubiera mañana, produciendo esa actitud tanto bien en la desdichada Stéphanie (al menos inicialmente) como desgracia a los que conviven con su falta de luces. La imagen rotunda, la tragedia instantánea, "De óxido y hueso" indaga en la estética del dolor buscando impactar al espectador con planos líricos en su dureza (me recordó en parte a "La escafandra y la mariposa" de Julian Schnabel, aunque aquella historia de superación, claustrofóbica y optimista, me gustó bastante más) hasta llegar al abuso del recurso. Llega un momento en que se puede pensar que tanto vale determinada escena para figurar en la película como para un anuncio de coches caros o de colonias estupendas: aparece la frialdad en el ánimo del que observa. Porque el veneno, por supuesto, está en la dosis. Recomendable en cualquier caso: muchas películas se salvan por tener instantes y en esa cualidad "De óxido y hueso" no será menos.


domingo, diciembre 29, 2013

"Attack the block", de Joe Cornish

En la conocida película "Señales", del director M. Night Shyamalan, el reverendo interpretado por Mel Gibson tiene que enfrentarse a una amenaza alienígena. El ambiente de la confrontación es una casa en medio del campo, un entorno rural rodeado de extensos sembrados solitarios en los que los extraterrestres han anunciado su llegada dejando inmensas huellas cauterizadas por el aterrizaje de sus naves. En "Señales" Shyamalan se adentraba en la psique de sus personajes, huella de autor, de modo que la lucha desplegada en los fotogramas se constituía en un combate con los propios miedos, con las angustias vitales que cada cual ha ido acumulando a lo largo de los años: matar al invasor era un dilema de fe, una fe mermada por las patadas cotidianas, pero un problema que sin duda se iba a pulverizar ante el peso más poderoso del instinto de supervivencia y de protección de la familia.

Supongamos que el conflicto se traslada a la gran ciudad, a un barrio sondeado por enormes torres de apartamentos, colmenas modernas, donde pasearse por la noche es una prueba peliaguda hasta para el mismísimo Bear Grylls. Llueven aliens feroces del cielo, mandíbulas fosforescentes que recuerdan a las de aquellas bolas peludas de "Critters" de Stephen Herek (mucho más grandes estas que atacan el bloque), y la primera línea de defensa de la humanidad la componen un grupo de mangantes adolescentes, unos jóvenes supervivientes de las calles endurecidos a base de drogas, peleas y consignas raperas, y que tienen muchas menos contemplaciones que el reverendo Gibson a la hora de batirse el cobre con el indeseado visitante estelar: leña al E.T. salvaje. Para el espectador desprejuiciado, emoción y acción a un ritmo frenético en esta cinta premiada en el festival de Sitges de 2011. Merece la pena escuchar el slang del guetto del sur de Londres en versión original, disfrutar de su tono de comedia urbana y, sobre todo, calibrar hasta qué punto lo que no te mata te hace fuerte: como dice el joven Moses (John Boyega), exponente de marginación y abandono social, nos dieron drogas, nos dieron armas (el rap lo inventó la CIA para que los negros se mataran unos a otros, como todo el mundo sabe) y ahora nos mandan unas bestias asesinas para que acaben con nosotros. Carne de barrio.



sábado, diciembre 28, 2013

"El Hobbit: la desolación de Smaug", de Peter Jackson

Pienso qué escribir, y repasando la entrada de hace un año dedicada a "El Hobbit: un viaje inesperado", me doy cuenta de que la mayoría ya quedó dicho. No es un menosprecio, ni mucho menos, sólo la constatación de que esta trilogía, al igual que sucedió con su antecesora saga cinematográfica de "El Señor de los Anillos", conformará una película divida en tres partes: tres episodios en los que los dos primeros terminarán de forma más o menos abrupta y dejarán al espectador en suspenso durante meses para comprobar cómo continúa la aventura. Claro que siempre pueden leerse el libro: ya deberían haberlo leído: los escritos de J. R. R. Tolkien ocupan un lugar destacado en la Historia de la literatura.

"El Hobbit: la desolación de Smaug" es por tanto un pasaje de transición. No, tampoco es un menosprecio. Más allá de que la adaptación al cine de "El Hobbit" se planificara inicialmente en la extensión de una única película y a que a la postre se tomara la decisión de que el metraje final ocupe tres, teniendo que prolongar tramos del libro mucho más en el celuloide que lo que abarcaban en la letra impresa, los momentos álgidos de esta segunda parte son imprescindibles y están retratados de un modo extraordinario, marca de la casa: el encuentro con Beorn, el enfrentamiento a las arañas del Bosque Negro, los elfos de Thranduil, la Ciudad del Lago, la entrada en Erebor. Y Smaug. Hic sunt dracones. Todo en 3D HFR, un formato que realmente hace que la imagen sea tridimensional y que en algunas escenas, como en los salones llenos de tesoros de Erebor y en el combate contra su terrible guardián, produce unos resultados espectaculares.

Respecto a la historia original, esta segunda parte me parece más alejada aún de la lírica de cuento infantil que sí resultaba presente en la primera. Se eleva el tono de la acción llevándola hacía el extremo de lo que la tecnología digital de efectos especiales puede dar de sí. La comprobación es sencilla: léase el capítulo 9 del libro, Barriles de contrabando, y compárese con la trepidante lucha mortal entre orcos, elfos y enanos, navegando sin control por los rápidos del rio del Bosque, que termina produciéndose en la película. Además se incluyen en esta entrega los inverosímiles disparos de flecha del elfo Legolas (Orlando Bloom con un aspecto más maduro que el de cuando le tocó interpretar a Legolas hace una década, lo cual resulta una paradoja, ya que los hechos de El Hobbit anteceden a los de El Señor de los Anillos en sesenta años) en una época de la Tierra Media en la que aún no le toca ser protagonista. También hace aparición un personaje inexistente en el universo tolkieniano: la elfa Tauriel encarnada en la no menos élfica presencia de Evangeline Lilly: todo sea por ampliar horizontes y producir subtramas que, ojalá, no lleven a la película a "vivir del cuento" más de lo que sería aconsejable y prudente.

A esperar la conclusión, horas de cine que están siendo muy disfrutadas. Entre otros asuntos, la tercera parte traerá con ella la Batalla de los Cinco Ejércitos, supongo, como supongo también que la interpretación de la épica de Tolkien que ha llevado a cabo Peter Jackson seguirá produciendo asombro y escasa decepción.


miércoles, diciembre 25, 2013

miércoles, diciembre 18, 2013

"Misterioso asesinato en Manhattan", de Woody Allen


I can't listen to that much Wagner, ya know? 
I start to get the urge to conquer Poland.
Larry Lipton

Tú has visto demasiadas películas. Seguro que esa frase hecha se la hubiera soltado Larry (Woody Allen) a su mujer, Carol (Diane Keaton), para recriminarle sus descabelladas sospechas, si el guión no lo hubiera escrito Woody Allen, papeles que suelen estar llenos de citas para la posteridad como la que encabeza esta entrada. Tú sí que ha visto demasiadas películas, Woody, sólo hay que contabilizar las referencias a cintas de otros que incluyes en tus obras. En ésta, "Perdición" de Billy Wilder y su tórrido crimen pasional con fraude a compañía de seguros incluido, al que Edward G. Robinson plantará cara (y olfato). O el pimpampum a tiros en un laberinto de espejos del final de "La dama de Shanghai" de Orson Welles. O, afilada ironía, el recuerdo a los seis meses necesarios para comprender los flashbacks oníricos de "El año pasado en Marienbad" de Alain Resnais. Apuntalas tus películas en hombros de gigantes, Woody, mientras despliegas tu propio armamento y nos dejas boquiabiertos con la química poderosa que tu pareja en el celuloide, Diane Keaton, combinaba como ninguna otra. Veinte años después, se echa de menos un reencuentro: la última oportunidad se desvanece como la foto familiar de Marty McFly.

En "Misterioso asesinato en Manhattan" se percibe atrevimiento visual, Woody, la cámara en mano y la improvisación latente para trazar el ritmo alocado de una comedia viva que, como siempre y hasta la actualidad, construyes sobre el establecimiento de un hilo argumental sencillo al que se proporcionan múltiples matices, segundas lecturas, encrucijadas vitales. El asesinato verdadero que trasciende de la película es el de la vida de pareja. Larry capitula y aparta el rechazo que le producen las conjeturas de Carol (¡Guarda algo de locura para la menopausia!) porque en otro caso se produciría el fracaso de su relación, amenazada por un recién divorciado con piel de amigo (Alan Alda) al que le sobran motivos pasionales y empiezan a faltarle barreras morales. La trama de la investigación amateur, enredo ingenuo, se llena de clichés del género negro proclamando la banalidad de una parte de la historia: el conflicto está en la puerta de al lado, no detrás de aquella otra donde se ha producido un misterioso asesinato, en Manhattan, Woody, por supuesto, tu territorio mítico, isla tumultuosa donde se produce la paradoja moderna (aquí como allí) de desconocer al vecino, de ignorar la cara que ronca durante décadas a escasos metros de nuestro propio dormitorio.

La película es una vieja idea tuya para "Annie Hall" que entonces no tuvo cabida. ¿Dónde apuntas tus ideas Woody? ¿Cuántas te quedan aún? Ay, Woody, lo que te toca aguantar en los últimos tiempos, cada año enfrentando tus ganas de hacer cine con las opiniones impías de los apasionados por lo inmóvil. Algún día te encontrarás con un airado cinéfilo que sólo espera que corras menos que él. Y correr no se te da nada mal: hiciste alarde de ello: Take the money and run. ¡Turista! Te increpan por hacerte las europas. ¡Pesetero! Te califican confundiendo tu permanente estado cinematográfico, tu destino aparente de vivir rodando, con la codicia de la taquilla segura tras tu firma prestigiosa en los créditos. No se dan cuenta de que resta aún más cine en tu semicerrado ojo izquierdo que el que muchos tendrán no en una vida, sino en un ciento de ellas. Donde unos aprecian fórmulas agotadas, percibo intentos de renovación, de escapar del anquilosamiento. Donde otros bostezan su menosprecio, a mí me siguen encandilando tus fotogramas. Será que después de aspirar tanto vinagre crítico ajeno entro a la sala sumido en precauciones para terminar la proyección encantado, disuelta la preocupación, que ha resultado más estéril que el primer soplido del lobo feroz. Una vez más. Y que dure.
Feliz Navidad, Woody.


sábado, diciembre 14, 2013

"La noche más oscura (Zero Dark Thirty)", de Kathryn Bigelow

A las 00:30 horas del 1 de Mayo del año 2011, con nocturnidad y sobrada alevosía, comandos de élite del ejercito estadounidense irrumpieron en la casa donde se había descubierto (tras largos años de búsquedas y elucubraciones) que habitaba Osama bin Laden, en la ciudad pakistaní de Abbottabad: un disparo en la cabeza y el ciervo con más puntas, la pieza más valiosa de lo que llevamos de siglo XXI, fue abatido en medio de la noche. Y en medio de un pasillo. ¿Fue posible capturarlo vivo? ¿Estaba armado? ¿Ejecución sumaria sin juicio ni mínima intención de celebrarlo? Geronimo E-KIA (Enemy Killed In Action), emite la radio de los SEAL hacia la oreja lejana pero atenta del presidente Obama, premio Nobel de la paz preventivo, prematuro y precoz (pasmoso gatillazo sueco), y la sola mención del legendario jefe apache como alias propicio de Bin Laden es un motivo de controversia más.

Guerra sucia y terrorismo de estado. La venganza se sirve fría y cualquier vía es buena con tal de consumarla. El camino emprendido por Estados Unidos para devolver el golpe encajado tras el terrible atentado terrorista del 11 de Septiembre de 2001 contra el World Trade Center de Nueva York, se tradujo en una violenta respuesta militar, Guerra contra el Terrorismo, que se desarrolló primero en Afganistán y que después se trasladó a Iraq, llevando la tragedia a las poblaciones civiles de esos países. Eje del Mal, Al Qaeda, Libertad Duradera, armas de destrucción masiva. Los telediarios de la pasada década avanzaban que este siglo no iba a ser más pacífico que el anterior, lamentablemente. Entre el asco y la pena escuchábamos una impresentable sarta de mentiras y presenciábamos las torturas más vergonzosas mientras nos cuestionábamos la catadura moral de los protagonistas del conflicto: ya no sabíamos ni quiénes eran los malos ni quiénes eran los peores. Oriente Medio seguía padeciendo la gran desgracia de un subsuelo impregnado de petróleo y la codicia parecía volver a erigirse como leitmotiv único de todo conflicto bélico.

"Zero Dark Thirty" presenta la caza del hombre, la CIA más siniestra y temible empleándose a fondo para encontrar al odiado Bin Laden y matarlo (en eso la película parece honesta, no se plantea otras alternativas éticas). Del año 2003 al 2011, desde la administración Bush a la de Obama. Pero la cinta pretende destacar un cambio político, una evolución desde las torturas más brutales de los republicanos a los reparos en asaltar la residencia del temible terrorista por parte de los demócratas. Ese tono puede haber sido sesgado por el supuesto soporte que la Casa Blanca dio al rodaje del film: sácanos guapos, ¿eh? En cualquier caso Kathryn Bigelow logra una película emocionante, intensa (sabe hacerlo, sólo hay que ver su anterior y premiada cinta "En tierra hostil"), un thriller político que sorprende por su frialdad y determinación. Se puede echar en falta la ausencia de mirada hacia el otro lado, hacia las motivaciones del enemigo mediante una visión más amplia del conflicto, de modo que la ejecución de Osama bin Laden termina apareciendo tan inevitable como necesaria. Justice has been done, declaró Barack Obama. Y punto.

miércoles, diciembre 04, 2013

"La piel suave", de François Truffaut

Uno puede querer ver "La piel suave" curioso por su famoso final, suceso de noticiario que motivó que François Truffaut quisiera trazar el camino inverso. Un final abrupto, dramático, que hace pensar que la pulsión amatoria que condujo hasta él debió ser un romance apasionado digno de novelarse, y después rodarse, sí, pero sobre todo de fabular alrededor de sus circunstancias. Sin embargo, ¿y si la verdad fuera más cotidiana y tranquila? Encuentros fortuitos en lugares de tránsito: la casualidad hace su trabajo y el diablo está en los detalles. Y los detalles parece ser lo que realmente importa a Truffaut en esta película. Mostrar la angustia por no ser pillados, una situación que provoca escenas de tensión agobiante, el suspense que acerca al director francés a la figura de su admirado Hitchcock: el hotel apartado como casilla de salvación en el peligroso juego del adulterio. Las miradas furtivas, las palabras a deshora, el verse y el tener que negarse y el propiciar coartadas para las costumbres alteradas por la urgencia del escape hacia el encuentro prohibido. Todo por el roce de la piel ajena y amada, el estupor del instante, un susurro leve que desgarra cualquier precaución y establece, indomable, su prioridad tiránica.

Otro motivo, éste un tanto desasosegante, es contemplar en la pantalla a la actriz Françoise Dorléac, hermana mayor de Catherine Deneuve (Catherine tomó el apellido de la madre para su nombre artístico), magnetizando fotogramas pocos años antes de que en un accidente de tráfico perdiera la vida: con 25 años, otro cadáver bonito para la leyenda lúgubre del cinematógrafo. Todavía tuvo ocasión de llevar a Donald Pleasence al borde de la locura conyugal en "Cul-de-sac" de Roman Polanski o de inundar el celuloide de belleza femenina junto a su hermana Catherine en "Las señoritas de Rochefort" de Jacques Demy. Françoise Dorléac, inmortal, la eternidad que proporciona el cine.

Cualquier motivo es suficiente, bastaría, sin más, con leer la firma de "La piel suave", una cinta que resulta desoladora y triste: el castigo violento del pusilánime, del que no es capaz de llevar hasta el final sus decisiones: quedarse en tierra de nadie y y destrozar ambas partes. Poco después de realizar la película el matrimonio de François Truffaut con Madeleine Morgenstern se fue al traste. Entre otras circunstancias el divorcio fue provocado por una aventura de Truffaut con Françoise Dorléac. El cine imitando la vida o, extraño círculo, provocándola.